—¡Uno de los nuestros! —dijo el
Blackwood
.
—¿Quién podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.
—¿Quién podrá ser? —dijo la primera señorita Marisabidilla.
—¿Quién podrá ser? —dijo la segunda señorita Marisabidilla.
Pero yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el estudio de un artista.
La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano se ocupaba del perrito de la duquesa. El conde de Zutano jugaba con sus Frasquitos de sales. Su Alteza Real Perengano inclinábase sobre la silla de la duquesa.
Acerqueme al artista y levantó la nariz.
—¡Oh, cuan hermosa! —suspiró su Gracia.
—¡Oh, rayos! —susurró el marqués.
—¡Oh, qué repugnante! —gruñó el conde.
—¡Oh, qué abominable! —bramó su Alteza Real.
—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.
—¡Por su
nariz
! —gritó su Gracia.
—Mil libras —dije, tomando asiento.
—¿Mil libras? —repitió el artista, pensativo.
—Mil libras —dije.
—¡Hermosa! —murmuró él, extático.
—Mil libras —dije.
—¿La garantiza usted? —preguntó, colocándola de modo que le diera la luz.
—La garantizo —contesté, soplando con fuerza por ella.
—¿Es
completamente
original? —inquirió, tocándola con reverencia.
—¡Hum! —dije, retorciéndola.
—¿No se han sacado copias de ella? —interrogó, examinándola con un microscopio.
—Ninguna —dije, alzándola.
—¡Admirable! —pronunció, tomado completamente de sorpresa ante la belleza de la maniobra.
—Mil libras —dije.
—¿Mil
libras? —dijo él.
—Precisamente —dije.
—¿Mil
libras
? —dijo él.
—En efecto —dije.
—Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!
Me entregó un cheque de inmediato y se puso a dibujar mi nariz. Alquilé un departamento en la calle Jermyn y envié a Su Majestad la nonagesimonovena edición de mi
Nasología
, con un retrato de la proboscis. Aquel pobre insignificante libertino, el Príncipe de Gales, me invitó a cenar.
Todos éramos «leones» y
recherchés
.
Había un platónico moderno. Citó a Porfirio, a Yámblico, a Plotino, a Proclo, a Hierocles, a Máximo Tirio y a Siriano.
Había un defensor de la perfectibilidad humana. Citó a Turgot, a Price, a Priestley, a Condorcet, a De Staël y al «Estudiante Ambicioso de Mala Salud».
Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo notar que todos los locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran locos.
Estaba Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y preexistente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las homeomerías.
Estaba Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de Nicea, del puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios.
Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el
muritón
de lengua roja, las coliflores con salsa
velouté
, la ternera
à la St. Menehoult
, la marinada
à la St. Florentin
y las jaleas de naranjas
en mosaïques
.
Estaba Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, cerrando los ojos, nos dijo la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado.
Estaba el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino, de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de Tiziano, de las damas de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.
Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.
Había un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los ángeles eran caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vaca color celeste, con incalculable cantidad de cuernos verdes.
Estaba Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres tragedias perdidas de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a los trescientos noventa y un discursos de Lisias, a los ciento ochenta tratados de Teofrasto, al octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio, a los himnos y ditirambos de Píndaro y a las cuarenta y cinco tragedias de Homero (hijo).
Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los fuegos internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y solidiformes; sobre cuarzo y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca trapeana, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y la calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.
Estaba yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí. Levanté la nariz y hablé de mí.
—¡Qué maravillosa inteligencia! —dijo el príncipe.
—¡Soberbia! —dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su Gracia la duquesa Fulana.
—¿Irá usted al Salón de Almack, encantadora criatura? —me dijo, dándome unos golpecitos en el mentón.
—Por mi honor… iré —dije.
—¿Con nariz y todo? —preguntó.
—Como que estoy vivo —dije.
—Pues bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que
estará
usted presente?
—Querida duquesa, de todo corazón.
—¡Bah, no me interesa el corazón! Diga, más bien: «De toda nariz».
—Cada trocito de ella, amor mío —dije; y luego de retorcerme una o dos veces la nariz, me encontré en el Salón de Almack.
Las diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.
—¡Ahí viene! —dijo alguien en la escalera.
—¡Ahí viene! —dijo otro algo más arriba.
—¡Ahí viene! —dijo un tercero, aún más lejos.
—¡Ha llegado! —exclamó la duquesa—. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!
Y, tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.
Siguió a esto una gran conmoción entre los presentes.
—Diavolo
! —gritó el conde Capricornutti.
—¡Dios guarde! —murmuró Don Estilete.
—Mille tonnerres
! —exclamó el príncipe de Grenouille.
—Tousand Teufel
! —gruñó el elector de Bluddennuff.
Esto ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff.
—¡Caballero —le dije—, es usted un mandril!
—Caballero —repuso él, luego de una pausa—,
Donner und Blitzen
!
Con esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice volar la nariz de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.
—Bête
! —dijo el primero.
—¡Tonto! —dijo el segundo.
—¡Mastuerzo! —dijo el tercero.
—¡Asno! —dijo el cuarto.
—¡Badulaque! —dijo el quinto.
—¡Mentecato! —dijo el sexto.
—¡Fuera de aquí! —dijo el séptimo.
Todo esto me mortificó, y fui a visitar a mi padre.
—Padre —pregunté—. ¿Cuál es la finalidad esencial de mi existencia?
—Hijo mío —me contestó—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero, al herir al elector en la nariz, te has excedido lamentablemente. Tienes una hermosa nariz, es verdad; pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Estás condenado, y él se ha convertido en el héroe del día. Doy fe de que en Fum-Fudge la grandeza de un «león» se halla proporcionada con el tamaño de su proboscis. Pero, ¡santo cielo!, no se puede competir con un león que no tiene absolutamente ninguna proboscis.
(Considerado como una de las ciencias exactas)
Hey diddle diddle.
The cat and the fiddle.
Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en la mayor de las escalas.
El timo —o la idea abstracta contenida en el verbo
timar
— es cosa bien conocida. El hecho, sin embargo, la cosa en sí,
el timo
, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener, sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo, sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo desplumado.
A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su ambición, su objeto, su
fin
. Y por eso cuando a un hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés, la perseverancia, el ingenio, la audacia, la
nonchalance
, la originalidad, la impertinencia y la risita socarrona.
Pequeñez
.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la noción del timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y una «operación financiera», como un timo en Brobdingnag
[128]
. El uno es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.
Interés
.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una finalidad a la vista: su bolsillo… y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
Perseverancia
.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y
Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,
y así procede él con lo suyo.
Ingenio
.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance»
.- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de la antigua Baia.
Originalidad
.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido mediante un timo sin originalidad.
Impertinencia
.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona
.- Nuestro
verdadero
timador hace el balance final con una risita socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador
sonríe
. No se trata de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono
a priori
, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.
He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.