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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (8 page)

BOOK: Corazón enfermo
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—Es un placer —dijo con un brillo paternal y amable en los ojos—. He oído grandes cosas sobre usted. Estoy impaciente por leer los artículos.

Susan sintió que la recorría un extraño pudor. No le gustó.

—Gracias, señor —respondió.

—Quiero presentarle a Archie Sheridan —declaró el alcalde—. Usted ya sabe que yo estuve con él en el equipo especial de la Belleza Asesina. Hace años. Antes de ser comisario. De hecho, fui el primer detective que dirigió el grupo. Archie todavía no tenía suficiente experiencia. Era su primer caso, y yo era una especie de estrella del departamento, así que me pusieron al mando. Duré tres años. Fue terrible. No hay otra persona más capacitada que Archie Sheridan. Tiene todo mi apoyo, y no confiaría a nadie más la vida de mi hija. —Hizo una pausa y al ver que Susan no abría su libreta de notas, añadió—: Puede escribir eso.

—Usted no tiene ninguna hija —objetó Susan.

El alcalde se aclaró la garganta.

—Es una expresión. ¿Ha tenido oportunidad de echar un vistazo? —La condujo hacia las entrañas del banco, apoyando su mano con firmeza sobre la espalda de la chica—. Como puede ver, todavía estamos ordenando el equipo. Cuando terminemos dispondremos de un lugar de trabajo como es debido: sala de interrogatorios, sala de reuniones, sistema informático actualizado, etcétera. —Se dirigieron a una oficina con un gran panel acristalado desde la que se veía todo el salón principal. Las persianas estaban cerradas—. Éste es el antiguo despacho del director del banco —explicó el alcalde—. Pero parece que nuestro actual director no está. —Se volvió hacia una mujer menuda que pasaba, con una insignia prendida en la cintura de sus vaqueros. Estaba comiendo medio burrito envuelto en una servilleta de papel y sus labios estaban manchados de salsa picante—. Detective Masland, ¿dónde está Sheridan?

Ella se detuvo, pero tuvieron que esperar hasta que terminara de masticar y tragar.

—En el instituto. Acaba de marcharse. Fue a realizar una serie de entrevistas y a montar el puesto de control. Ahora mismo me dirigía hacia allí.

Una señal de consternación cruzó el rostro del alcalde.

—Lo siento —se disculpó con Susan—. Le había dicho que quería que la conociera.

—Ya sé que está ocupado —dijo Susan—. Pero alguna vez tendré que conocerlo. No puedo escribir sobre él sin haberlo visto antes.

—Venga mañana a las nueve de la mañana. Me aseguraré de que esté aquí.

«Apuesto que sí», pensó Susan.

Ian y Susan regresaron en silencio al periódico. Cuando llegaron al garaje, Ian tragó saliva.

—¿Puedo ir esta noche?

Susan se colocó un mechón de pelo rosa pálido.

—¿Dónde está tu mujer? —preguntó.

Él se miró las manos, aún aferradas al volante.

—En Seattle.

Ella se encogió de hombros.

—Bueno —asintió—. Que sea tarde. —Sintió una punzada de culpa, se mordió el labio y abrió la puerta—. Descubrirás que digerir todo este asunto del adulterio es mucho más sencillo si no pasamos juntos demasiado tiempo.

CAPÍTULO 9

Había otro motivo por el cual Susan quería que Ian | llegara tarde. Tan pronto como llegaron al quinto piso, se disculpó y se dirigió hacia el baño, bajó por las escaleras, se subió a su coche y condujo hasta el otro lado del río, hasta el Instituto Jefferson. De ninguna manera iba a dejar pasar una noche sin encontrarse con Archie Sheridan.

Portland estaba dividida en cuadrantes: noroeste, sureste, suroeste y noreste. El cuadrante al que uno pertenecía era indicativo de la persona. Si uno vivía en el suroeste, se encontraba en la zona de las colinas y tenía dinero. Si era del sureste era liberal y probablemente vegetariano. En el noroeste se concentraba la población joven que gastaba mucho en ropa. Los del noreste tenían un cierto estatus económico, un perro y conducían un Subaru. Y después estaba el denominado quinto cuadrante: Portland norte, enquistado entre el noreste y el río Willamette. Sólo un dos por ciento de la población de Oregón era negra. Pero eso sería difícil de creer si te encontrabas en las calles de Portland norte.

El Instituto Jefferson estaba ubicado en el quinto cuadrante, o, como había sido rebautizado recientemente, NoPo. La zona todavía se estaba recuperando de la intensa actividad de las bandas en los años noventa. De vez en cuando, los adolescentes aparecían muertos en la calle, pero los solares cubiertos de hierba que jalonaban muchas manzanas estaban siendo vallados y transformados en edificios de uso múltiple. La culpa del aburguesamiento la tenían también muchos jóvenes blancos, entusiastas del jazz, que compraban o alquilaban los viejos edificios porque eran baratos y estaban cerca del centro. Las casas estaban medio derruidas y sus estructuras carcomidas, pero uno no tenía que preocuparse de que los vecinos llamaran a la policía si su banda tocaba demasiado fuerte en el sótano de la casa. Los beneficios de este renacimiento —una serie de restaurantes de moda, houúques y cuatro manzanas renovadas en el Portland antiguo— no habían tenido demasiado impacto en el sistema educativo de la zona, cuya media académica se encontraba entre las más bajas de todo el estado. Muchos de los alumnos que asistían al Instituto Jefferson eran pobres, la mayoría negros, y bastantes de ellos estaban acostumbrados a la violencia.

Susan vio los coches patrulla aparcados frente al gran edificio de ladrillo del instituto. Encontró sin problemas un sitio para dejar su coche en una calle lateral y atravesó una manzana entera dirigiéndose hacia el instituto, con su libreta en la mano. Había cierta actividad de la prensa local. Charlene Wood, del Canal 8, estaba de pie en una esquina entrevistando a un grupo de chicas adolescentes de vaqueros ajustados y chaquetas acolchadas. Detrás de ella, un poco alejado, un hombre con una cazadora de color naranja brillante estaba instalando otro micrófono. Varios adolescentes, seguramente recién salidos de las actividades extraescolares, se agrupaban delante del instituto. Su ensayada indiferencia no podía ocultar cierto nerviosismo. Un oficial de policía uniformado y dos agentes esperaban con ellos a que vinieran a recogerlos sus padres, el autobús o algún otro medio de transporte seguro. Al otro lado del río, el dejo sobre las colinas occidentales había adquirido tintes rosa y naranja, y parecía arder, pero hacia el este su tono era ceniciento.

Susan vio una fila de automóviles dirigiéndose hasta un control instalado en el primer cruce de calles. Podía ver a un oficial de uniforme hablando con el conductor del primer coche. Al cabo de unos segundos, le hizo una seña para que prosiguiera su marcha, mientras el vehículo siguiente se acercaba. Cerca del control, habían montado un gran panel sobre un atril de metal. Susan pudo distinguir desde lejos una fotografía de Kristy Mathers y las palabras «¿Ha visto a esta muchacha?».

—Gracias por la pregunta.

Susan se dio media vuelta. Archie Sheridan se encontraba unos pasos detrás de ella. Llevaba la placa colgada del bolsillo del pecho de su chaqueta de pana, un cuaderno rojo y una taza de plástico con café. Se dirigía hacia el control.

—Su discurso me pareció muy convincente —dijo ella—. Puede resultar usted muy intimidatorio.

Archie se detuvo y tomó un trago de café.

—Un poco de actuación no viene mal.

—¿Cree que él lo verá?

Archie se encogió de hombros.

—Probablemente. Es algo que caracteriza a todos los asesinos en serie. En general, disfrutan si se presta atención a su profesión.

Un trío de adolescentes altos se acercaron a ellos, y Archie y Susan se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Los jóvenes apestaban a marihuana.

Susan miró al detective esperando una reacción. Nada.

—No recuerdo que la marihuana de mi instituto fuera tan buena —dijo.

—Probablemente no lo era.

—¿Los va a arrestar?

—¿Por oler a una sustancia controlada de tipo C? No.

Susan lo observó juguetonamente.

—¿Cuál es su película favorita?

No tuvo que pensar para responderle.


Banda aparte
, de Godard.

—¿En serio? Es francesa. ¿Su película favorita es francesa?

—¿Suena demasiado pretencioso?

—Un poquito, sí —afirmó Susan.

—Mañana se me ocurrirá algo mejor.

—Está muerta, ¿verdad?

Si con aquella pregunta pretendía hacerlo reaccionar Susan tuvo que admitir que no funcionó. Pero captó una mínima grieta en su coraza invisible. Archie lanzó una ojeada a sus zapatos, tan fugaz que no se hubiera percatado si no lo hubiera estado mirando fijamente a los ojos. Él se recuperó y le dirigió una sonrisa triste.

—Tenemos esperanzas de que todavía esté viva —respondió sin demasiada convicción.

Susan inclinó la cabeza, señalando hacia el atasco en el cruce.

—¿A qué viene el control?

—Son las seis y cuarto. Los amigos de Kristy dicen que j se fue del ensayo a las seis. Estamos interrogando a todos los que pasan por aquí entre las seis y las siete. Es posible que también hayan pasado ayer más o menos a la misma hora. Y tal vez hayan visto algo. A propósito, recibí una llamada de Buddy. Lamento haberme perdido la presentación formal.

—¿Buddy? ¿El alcalde y usted son… amigos?

—Hemos trabajado juntos —dijo—. Pero eso usted ya lo sabía.

—¿Por eso aceptó que le hicieran esta serie de reportajes? Quiero decir, puedo intuir la motivación del alcalde. Seguramente querrá llegar algún día a la vicepresidencia. Pero usted debe de haber tenido a todos los reporteros del país llamándolo, queriendo escribir su historia. «Héroe policía rescatado de las garras de la muerte».

Archie tomó otro trago de café.

—¿Ya ha estado pensando el titular? Me gusta.

—¿Por qué ha aceptado que le hagan este reportaje ahora, detective?

—Usted va a ayudarme en mi trabajo.

—¿De verdad lo cree?

—Sí. Pero podemos hablar de esto en la reunión de mañana a las nueve, a la que me han dicho que no puedo faltar. —Levantó el cuaderno rojo—. Tengo que volver al trabajo —anunció, dando unos pasos—. Susan, ¿verdad?

Ella asintió.

—Puedes llamarme Archie, excepto cuando te parezca que detective es más apropiado. ¿Te levantas temprano?

—No.

—Estupendo. —Dio media vuelta y se encaminó hacia el control, tirando la taza de café vacía en una papelera—. Nos veremos mañana.

CAPÍTULO 10

Eran casi las siete de la tarde y ya había oscurecido. A Archie le dolían las costillas por haberse pasado todo el tiempo de pie, o quizá por la humedad, Kristy Mathers había desaparecido hacía más de veinticuatro horas. Tras un día de entrevistas y búsquedas infructuosas, había terminado por pensar que su única salida para avanzar en la investigación era permanecer allí mismo, esperando a que algo sucediera. La abrumadora sensación de impotencia era difícil de soportar.

Abrió el pastillero, todavía en su bolsillo, y sacó una Vi codina. Las diferenciaba de las otras pastillas por el tacto. Podía reconocer el tamaño, la forma, la muesca en el medio. Se la puso en la boca. Si alguien lo veía, parecería que estaba tomando un caramelo, una aspirina o una pelusa del bolsillo. Le daba igual. El gusto amargo del café se le pegaba al fondo de la lengua. Estaba pensando en ir a tomar otro café cuando Check Whatley, un policía novato de rostro pecoso y una enmarañada mata de cabellos de un naranja irreal, le hizo señas con su linterna. Había caído la tarde y el aire llegaba frío, a pesar del manto de nubes. Archie se dirigió hacia él rápidamente. Notaba su ropa mojada, aunque sólo había estado lloviznando. Así eran las cosas en el noroeste, llovía lo suficiente para que uno se mojara, pero nunca lo bastante como para molestarte en ponerte un impermeable o llevar un paraguas. Whadey estaba de pie al lado de un Honda marrón. Tenía óxido en d borde de las ruedas, y su parte inferior estaba manchada. El joven policía, que estaba inclinado, con un pulgar enganchado en el cinturón, y conversaba con el conductor, miró con excitación a Archie a medida que se acercaba.

Bajo las luces de la calle, el Honda marrón brillaba por efecto de la lluvia, como si estuviera cubierto de lentejuelas. Los ojos del oficial Whatley chispeaban.

—Cree haber visto algo, señor —dijo.

Archie mantuvo la voz tranquila:

—Pídele que aparque a un lado, para que el resto de la gente pueda continuar avanzando —le dijo al oficial. Whatley asintió y se inclinó hacia el conductor. El Honda salió de la fila y aparcó junto a un coche patrulla. La puerta del lado del conductor se abrió y una joven mujer negra salió del vehículo. Llevaba suelto el uniforme de un hospital, y su cabello, peinado con multitud de pequeñas trenzas, estaba recogido en una coleta.

—¿De qué va todo esto? —le preguntó lentamente a Archie.

—Ayer por la noche desapareció una chica —respondió—. ¿No ha visto las noticias?

La piel del rostro de la mujer parecía demasiado tirante, y dejaba adivinar los huesos. Se retorció los dedos hasta hacerlos crujir.

—Soy enfermera auxiliar en el Emanuel. Trabajo de noche y duermo de día. No estoy al tanto de las noticias. ¿Está relacionado con las otras chicas?

—Ella vio a Kristy Mathers ayer por la noche —interrumpió Whatley, incapaz de contenerse.

—Gracias, oficial —dijo Archie, con severidad—. Hacia su trabajo? —le preguntó Archie a la mujer mientras abría su cuaderno.

—Sí —respondió, mirándolo con desconfianza.

—¿Hizo el mismo turno ayer?

Ella se movió, incómoda. Sus zuecos blancos hicieron ruido contra el pavimento mojado.

—Sí.

Algunos oficiales uniformados se habían acercado, curiosos ante la posibilidad de encontrar un testigo. Se habían congregado muy cerca y se encontraban parados, esperando. Archie podía sentir cómo la mujer empezaba sentirse intimidada al ser objeto de tanta expectación. Puso una mano sobre su hombro con suavidad y la condujo uno pasos lejos del grupo. Inclinó su rostro hacia el de ella y le habló con amabilidad:

—¿Entonces pasó por aquí más o menos a la misma hora? ¿O salió tarde o quizá más temprano?

—No. Nunca llego tarde ni temprano. Soy puntual.

—No le vamos a hacer perder mucho tiempo —le aseguró Archie—. ¿Y usted cree haber visto a Kristy Mathers?

—¿La chica de la foto? Sí. La vi. Entre Killingsworth y Albina. Esperé a que cruzara. Arrastraba su bicicleta.

Archie no se permitió tener reacción alguna. No que— ría asustar a la mujer. Ni presionarla. Había hablado con cientos de testigos. Y sabía que si alguien se sentía presionado, entonces se esforzaría demasiado, y su imaginación completaría lo que la memoria no podía recuperar. Su mano permaneció sobre el hombro de la mujer, firme, inmóvil, como un buen policía.

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