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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (11 page)

BOOK: Corazón enfermo
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Solía dar la vuelta al llegar a aquel tronco, aunque algunas veces se decidía a seguir adelante, hasta donde la playa trazaba una curva y podía ver el faro a lo lejos. Aquel día cuando se puso de pie, disfrutando de su cuerpo desnudo y ligeramente colocado, Fred supo que era uno de esos días Habitualmente caminaba playa arriba, donde la arena era más fina y más agradable al contacto con los pies descalzos, pero cuando hacía el recorrido más largo, con frecuencia se acercaba más al agua en cuyo lecho arenoso una vez había encontrado una punta de flecha y esperaba encontrar otra. La visibilidad no era mala. La niebla había sido densa al principio, pero, a medida que avanzaba la mañana, lo único que quedaba era una gruesa franja blanca flotando sobre el río. La fría arena estaba resbaladiza y la playa olía mal, como sucedía a veces a causa de los peces muertos que terminaban en la orilla pudriéndose, o de las algas convertidas en una maraña calcinada por el sol, cubiertas de nubes de insectos. Los pájaros destripaban cangrejos y dejaban los caparazones descomponiéndose.

Fred iba caminando sobre la arena, completamente absorto, con los ojos enrojecidos, mirando al suelo, tratando de ignorar el espantoso olor que parecía aumentar por momentos, cuando se encontró con Kristy Mathers. Primero vio la planta de un pie, medio sumergido en el arenal, luego la pierna y el torso. Hubiera creído que soñaba si no hubiera fantaseado tantas veces con tropezarse en la playa con un cadáver. Siempre le había parecido, de algún modo, un hecho que entraba dentro de lo posible. En aquel momento, mirando a aquella figura pálida, casi irreconocible, tendida a sus pies, una horrible sensación lo embargó: la sobriedad, Fred Doud nunca se había sentido tan desnudo.

Con el corazón latiendo desbocado, y repentinamente helado, dio media vuelta y miró hacia donde había venido por la playa y luego en dirección al faro. La soledad de la que disfrutaba minutos antes, ahora lo llenaba de terror. Tenia que buscar ayuda. Tenía que volver hasta su camioneta. Echo a correr como un poseso.

CAPÍTULO 15

Henry, Archie y Susan se dirigieron hacia el instituto Cleveland en un coche de policía sin identificación. Henry iba al volante, Archie a su lado y Susan, tomando notas frenéticamente, en el asiento trasero. Aparcaron frente al edificio escolar de ladrillo rojo, de tres pis0, y bajaron del coche. Henry saludó a un par de policías sentados en un coche patrulla. Uno de ellos respondió al saludo.

El día había cambiado. La pegajosa niebla matinal había dejado paso a un cielo azul en el que había aparecido un tímido sol. La temperatura rondaba los doce grados. Bajo la brillante luz matinal, el Instituto Cleveland parecía enorme, y perfecto para una foto. A diferencia del aspecto funcional del Jefferson, el Cleveland poseía una cierta elegancia arquitectónica, con pilares y arcos y un pequeño jardín en la parte delantera. Pero a Susan le pareció una prisión.

—Vamos por este lado.

Susan levantó la vista. Archie y Henry iban unos cuantos pasos por delante, y Archie miraba en dirección a ella, por encima de su hombro. Ella seguía de pie, observando el edificio, perdida en sus recuerdos.

—Lo siento —se disculpó—. Yo vine a este instituto.

Archie arqueo las cejas.

—Estudiaste en el Cleveland?

—Hace diez años. Sí. —Le alcanzó y se puso a su lado—. Aún me estoy recuperando.

—No fue la reina la graduación? —preguntó Henry.

—Ni de broma —respondió Susan. Había sido una adolescente problemática, histérica durante buena parte del tiempo—. No entendía cómo la habían soportado sus padres. —¿Tiene hijos? —le preguntó a Henry.

—Uno —respondió—. Creció junto a su madre. En Alaska.

—¿Es usted de allí?

—No —contestó—, terminé allí. —Archie sonrió—. Eran los setenta. Una época en la que tenía una furgoneta. Y pelo.

Susan se rió y garabateó una frase en su libreta. La cara sonriente de Henry se puso seria.

—No —dijo mirando a Susan y a Archie—. Mi vida no le interesa al público. Sin discusión.

Susan cerró el cuaderno.

—Henry no quiere que lo entrevisten —explicó Archie.

—Entiendo —respondió Susan.

Siguieron caminando, dando la vuelta a la esquina del instituto. Susan pudo ver los grandes ventanales, los cristales reemplazados desde que ella había sido estudiante, desde donde podían ver el exterior. Por Dios, odiaba su época del instituto.

—A Lee Robinsón no le gustaba estudiar aquí, ¿no es cierto?

—¿Por qué dices eso? —preguntó Archie, mirando al edificio.

—Vi su foto escolar. Recuerdo lo que era ser una adolescente.

—Ésa es la puerta —anunció Henry, señalando hacia la salida de emergencia situada en un lateral del edificio—. El ensayo de la banda era en el primer piso. Ella salió por ahí.

Archie se detuvo, con las manos en la cintura, mirando la puerta. Susan pudo ver el bulto de su arma en su cinturón. Él dirigió la vista hacia la escuela y se dio media vuelta, lentamente, tratando de absorber cada detalle. Luego asintió.

—Muy bien.

Henry los condujo por la acera.

—Tomó esta dirección.

Susan siguió a Archie, que, a su vez, iba detrás de Henry Caminaron en silencio. La periodista esquivó un charco que brillaba bajo el sol. Habían transcurrido semanas desde la última vez que había salido el sol.

Bajo el habitual manto de nubes, el mundo parecía apelmazado, monocromático. Con la luz, todos los colores brillaban, las coniferas eran de un rico verde oscuro, los brotes nuevos en las hojas de los ciruelos presentaban un verde brillante, anunciando la primavera, rosas y festivales a la orilla del río. Incluso la acera grisácea, levantada en algunas panes por las retorcidas raíces de árboles plantados hacía cien años parecía algo más viva.

Susan esquivó otro charco y miró hacia el cielo. Un día soleado en marzo, en Portland, Oregón, era casi inaudito. Lo más normal era que el cielo estuviera nublado y cubierto. Y también que lloviera.

Cuando llegaron a un cruce en la quinta manzana, Henry se detuvo.

—Es aquí —informó—. Aquí es donde los perros perdieron el rastro.

—¿Entonces se subió a un coche? —preguntó Susan.

—Probablemente —respondió Henry—. O a una bicicleta, a una moto, o bien paró un autobús. O la lluvia borró su rastro. O tal vez ese día los perros no rastreaban bien.

De nuevo, Archie se giró, lentamente. Tras unos minutos se dirigió a Henry.

—¿Qué te parece?

—Creo que él iba a pie. —Henry señaló hacia un frondoso seto de laurel que rodeaba la fachada de una casa, justo antes del lugar en donde los perros habían perdido el rastro de Lee Robinsón—. Creo que él la estaba esperando ahí detrás.

—Sería arriesgado —dijo Archie, dudando. Caminó hasta quedar oculto por el seto. ¿El follaje era así de espeso?

—Es de hoja perenne.

Archie pensó un momento.

—Entonces, la esperó detrás del seto —dijo, pasando su mano por las gruesas hojas del arbusto—. Y cuando apareció la muchacha ¿qué? ¿La convenció para que se subiera a un vehículo cercano?

—¿Un tipo aparece inesperadamente detrás de un arbusto y ella se sube a su coche? No en mi época de adolescente —señaló Susan.

—No —dijo Henry—. No aparece.

Archie asintió, pensando.

—Él la ve. Sale por el otro lado del seto. Por aquí. —Se dirigió a lo largo del seto hasta el otro extremo, llegando casi a la esquina—. Entonces da la impresión de que estaba dando la vuelta a la esquina —dijo, escenificando la situación—. Cae sobre ella.

—Él la conocía —dijo Henry.

—Él la conocía —repitió Archie. Guardaron silencio un momento—. O tal vez —continuó Archie, encogiéndose de hombros— salió y le puso un cuchillo en la garganta y la obligó a subirse a una camioneta.

—Puede ser —dijo Henry.

—¿Han buscado fibras entre las hojas?

—Después de cuatro días de lluvia es demasiado tarde.

Archie se dio la vuelta y se dirigió a Susan:

—¿Volvías a casa a pie desde el instituto?

—Sólo los primeros dos años. Hasta que tuve coche.

—Sí —musitó Archie, con los ojos fijos en el seto—. Entonces fue cuando ibas a pie, ¿no? Los primeros dos años —inclinó la cabeza—. ¿Te gustaba el Cleveland?

—Ya te he dicho que odiaba el Cleveland —respondió Susan.

—No. Dijiste que odiabas el instituto. ¿Habrías odia do el instituto en cualquier lado o simplemente sentías aversión hacia el Cleveland en particular?

Susan dejó escapar un gruñido.

—No lo sé. Había algunas cosas que me gustaban Estaba en el grupo de teatro. Y, por si te interesa, formaba parte del grupo de alumnos estudiosos. Pero solamente durante el primer año. Antes de dejar de ser una obsesiva del estudio.

—El profesor encargado del grupo de teatro lleva aquí | bastante tiempo —dijo Henry—. Reston.

—Sí —afirmó Susan—. Fue mi profesor.

—¿Alguna vez pasaste a saludar a alguno de los profesores?

—¿Venir a ver a mis antiguos profesores del instituto? —preguntó incrédula Susan—. Tengo vida propia, gracias. —Luego la invadió una idea atroz—. El no será sospechoso, ¿verdad?

Henry negó con la cabeza.

—No, a menos que haya conseguido que nueve adolescentes mientan para protegerlo. Estuvo ensayando las noche que secuestraron a las tres chicas. Así que no tiene que devolverle ningún regalito. ¿Y qué opina del profesor de Física Dan McCallum. ¿También le dio clase?

Susan abrió la boca para responder, pero la interrumpió el sonido del móvil de Archie. Lo sacó del bolsillo de su] chaqueta, lo abrió y dando media vuelta se alejó unos pasos.

—¿Sí? —Estuvo un minuto al teléfono bajo la atenta mirada de Henry y Susan. Susan notó un cambio casi imperceptible. No estaba segura de si era el lenguaje corporal de Archie o algo en el aire, o una proyección de su propio cerebro, pero tenía la certeza de que algo había cambiado. Archie asintió varias veces—. Bien. Vamos para allá. —Cerró el teléfono, lo dejó caer cuidadosamente en su bolsillo y lentamente se giró hacia ellos.

—¿La han encontrado? —preguntó Henry, con su rostro impasible.

Archie asintió.

—¿Dónde?

—En la isla Sauvie.

Henry señaló con la cabeza a Susan.

—¿Quiere que la dejemos en el banco?

Susan miró a Archie pidiéndole mentalmente que le dejara acompañarlos. «Ella puede venir. Ella puede venir. Ella puede venir». Deseó que las palabras salieran de sus labios. Su primer escenario de un crimen. Un relato en primera persona. Sería una excelente apertura para el primer artículo. ¿Qué se sentiría al ver a la víctima de un asesinato? El olor del cadáver. Una legión de investigadores examinando la escena. La cinta policial amarilla. Sonrió, notando el familiar hormigueo en el vientre. Luego se contuvo, y rápidamente se obligó a disimular la satisfacción que había asomado a su rostro. Pero Archie ya se había dado cuenta.

Ella lo miró, suplicante, pero la expresión de Archie resultaba insondable.

Sheridan se encaminó hacia el coche. Mierda. Lo había arruinado. Su primer puto día con él y seguro que pensad que ella era una imbécil, ávida de sangre.

—Ella puede venir —dijo, mientras caminaba. Se volvió y miró a Susan intencionadamente antes de añadir—, pero no esperes que se parezca a la de la foto.

CAPÍTULO 16

Sabéis que actualmente hay toneladas de cadáveres en |la isla Sauvie —dijo Susan desde el asiento trasero—. Muchos de los gays que solían ir a la playa nudista murieron de sida y esparcieron allí sus cenizas. Cuando baja la marea, la playa está cubierta de huesos y cenizas. —Frunció el ceño con un gesto de desagrado—. Los bañistas se ponen bronceador, se recuestan y acaban con trocitos de muerto pegados a sus cuerpos. —Esperó—. Escribí un artículo al respecto. A lo mejor lo habéis leído.

Ninguno respondió. Henry la ignoraba desde hacía unos quince kilómetros, y Archie hablaba por teléfono.

Se cruzó de brazos e intentó cerrar la boca. Era la maldición del reportero de noticias generales. Datos inútiles. Y ella había escrito muchísimos artículos sobre la isla Sauvie: granjas orgánicas, el laberinto de maíz, la playa nudista, los clubes de ciclistas, los nidos de águilas, los campos de zarzamoras en los que uno levanta su propia cosecha. A los lectores del
Herald
les encantaban esas estupideces. Por tanto, Susan sabía más de la isla que la mayoría de la gente que vivía en ella. Tenía unas diez mil hectáreas de superficie. Estaba considerada un «oasis agrícola» rodeado por el Columbia y por el contaminado canal Multnomah, y a unos veinte minutos en coche del centro de Portland. Para preservar la vegetación natural de la isla, el estado había destinado cinco mil hectáreas al Área de Vida Silvestre de la isla Sauvie. Era allí, lejos de las granjas que hacían que la isla pareciera un pedazo de Iowa, donde habían encontrado T muchacha muerta. A Susan nunca le había gustado ese Demasiado espacio abierto.

Torcieron hacia un camino de grava.

—Sí. —Archie hablaba por teléfono—. ¿Cuándo? ¿Dónde?… Sí. —No valía la pena tomar notas—. No, todavía no lo sabemos… Ya lo averiguaré.

La grava hacía que fuesen horriblemente despacio y de vez en cuando alguna piedra rebotaba en el parabrisas. Archie todavía seguía al teléfono.

—¿Ya estás ahí?… En unos cinco minutos.

Cada vez que terminaba una conversación, el teléfono volvía a sonar. Susan dejó que su mirada vagara por bordes del camino, ocupados por una gruesa pared de arbustos de zarzamora, protegidos por cedros. Finalmente, m, poco más adelante, divisó un grupo de coches de policía, una vieja camioneta y una ambulancia ya aparcados a un lado del camino. El coche del sheriff bloqueaba el paso, y un joven i policía detenía el tráfico. Susan inclinó su cabeza para y» mejor, con la libreta abierta sobre su regazo. Henry detuvo el coche y mostró su placa al policía. Éste asintió y les indicó que siguieran.

Dejaron el coche junto a un coche patrulla y, al unísono, Henry y Archie se bajaron, dejando atrás a Susan, d deseó haberse puesto unos zapatos más cómodos. Buscó! en el bolso y sacó un lápiz de labios. Nada llamativo. Solo un poco de color natural. Se pintó los labios mientras caminaba, e inmediatamente se sintió como una mierda por haberlo hecho. Más allá del coche patrulla, un joven barbudo con un albornoz color marrón se encontraba de pie junto al policía. Estaba descalzo. Susan sonrió. Él le hizo el signo de la paz.

BOOK: Corazón enfermo
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