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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (8 page)

BOOK: Césares
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Pero el año, tan pródigo en sobresaltos, aún no había acabado para César, que, a su pesar, se vio envuelto en un escándalo personal que iba a mantener en vilo a la sociedad romana durante meses. En la primera semana de diciembre se celebraba en Roma el festival de la
Bona Dea
, la «Buena Diosa», en casa de uno de los altos magistrados, portadores del
imperium
. Se trataba de una ceremonia mística, que incluía ritos secretos y procaces diversiones, estrictamente reservada a mujeres, hasta el punto de quedar prohibida la entrada de hombres en el mismo edificio. El año 62 fue la residencia de César, pretor y pontífice máximo, el lugar elegido, y su esposa Pompeya la anfitriona de las ceremonias. Un incidente protagonizado por un joven aristócrata, Publio Clodio, hijo del cónsul del año 79 Clodio Pulcro, iba a traer graves consecuencias.

Clodio constituía uno de los típicos ejemplos —por desgracia, demasiado abundantes en la Roma de la época— de jóvenes arrogantes, disipados, irrespetuosos, faltos de escrúpulos ante las viejas tradiciones y atentos sólo a complacer sus instintos. Como aristócratas, se creían con derecho a participar en la vida política, pero sin auténtico convencimiento, y por ello estaban dispuestos a prestar cualquier servicio a quienquiera que les facilitase allanar el camino a sus escandalosos regímenes de vida. Corrían los más turbios rumores sobre su vida privada, y entre ellos el incesto con su hermana Clodia, la bella aristócrata a quien el exquisito poeta Catulo dedicara sus más encendidos versos. El joven logró entrar en la casa de César mientras se estaban celebrando los misterios, disfrazado con ropas femeninas. Descubierto y reconocido por una esclava, apenas tuvo tiempo de escapar, mientras las mujeres que participaban en la ceremonia extendían los pormenores del escandaloso
affaire
por Roma.

No es seguro que el objetivo de Clodio fuese la anfitriona del festival, ni tampoco que existiese relación sentimental entre ambos. Se trataba, sin duda, de una estúpida calaverada. Pero, apenas enterado, César no dudó en enviar de inmediato un mensaje a Pompeya repudiándola. Trató de mantenerse exquisitamente al margen, fundamentando su decisión en la lacónica explicación de que «sobre su mujer ni siquiera debía recaer la sospecha». Pero el escándalo ya había crecido hasta convertirse en un acontecimiento político, que incluso retrasó hasta marzo del año siguiente el reparto de las provincias que debían corresponder, como gobernadores, a los pretores que habían cumplido su año de magistratura en Roma, uno de los cuales era el propio César.

En el sorteo, a César le correspondió la Hispana Ulterior, donde años atrás había servido como cuestor y adonde marchó de inmediato sin esperar siquiera el decreto del Senado en el que debían decidirse los recursos materiales que habían de proporcionarse al nuevo propretor para el ejercicio de su función. Es cierto que el suelo le ardía bajo los pies a causa de sus abultadas deudas, que alcanzaban los veinticinco millones de denarios. Sus muchos enemigos habían esperado la ocasión que les ofrecían estas deudas para someterlo a proceso en el intervalo entre sus dos magistraturas y acabar políticamente con él, pero también los impacientes acreedores buscaban desesperadamente recuperar su dinero, incluso con la drástica medida de embargar la dotación presupuestaria del cargo para impedir su partida. De nuevo fue Craso el valedor, con un abultado préstamo, que a no dudar pensaba rentabilizar en su momento, exigiendo nuevos servicios de su deudor.

Una anécdota ocurrida durante el viaje hacia su destino, recordada por Plutarco, vuelve a ofrecernos otra muestra de ese espíritu de emulación que destaca como uno de los rasgos preeminentes de la personalidad del joven César:

Se dice que pasando los Alpes, al atravesar sus amigos una aldea de aquellos bárbaros, poblada de pocos y miserables habitantes, dijeron con risa y burla si habría allí también contiendas por el mando, intrigas sobre las preferencias y envidias de los poderosos unos contra otros. Y que César les respondió con viveza: «Pues yo más querría ser entre éstos el primero que entre los romanos el segundo».

César utilizó las incontables posibilidades que ofrecía la provincia. Necesitaba ganar prestigio y autoridad suficiente en su cargo de propretor como para que se le abrieran las puertas del consulado, y la mejor manera de lograrlo era regresar a Roma envuelto en la gloria del triunfo. La provincia que le había correspondido se prestaba magníficamente a estos planes, ya que era lo bastante rica para financiar una guerra, y además dentro de sus límites existían campos de acción que permitían desplegar una acción militar. Para estos propósitos era necesario, en primer lugar, organizar unos efectivos adecuados, tarea en la que contó con la inapreciable ayuda del gaditano Cornelio Balbo, un financiero con quien había trabado amistad durante su anterior estancia en la provincia, que utilizó su dinero y sus influencias para proveerle de los medios necesarios en su carácter de
praefectus fabrum
o «ayudante de campo» del comandante en jefe.

El pretexto legal para conducir la guerra no tardó César en encontrarlo, al obligar a la población lusitana entre el Tajo y el Duero, que habitaba la región montañosa del
mons Herminius
(sierra de la Estrella), a trasladarse a la llanura y establecerse en ella, para evitar que desde sus picos continuaran encontrando refugio seguro donde esconderse tras sus frecuentes razias a las ricas tierras del sur. César sometió a los lusitanos que se opusieron a la orden, pero también a las tribus vecinas de los vetones, extendidos por tierras cacereñas y salmantinas, que, temiendo ser igualmente obligados a trasladar sus sedes, se unieron a la resistencia, después de enviar a las mujeres y los niños, con sus cosas de valor, al otro lado del Duero. Pero César no se contentó con alcanzar la línea del Duero, límite real de la provincia, sino que pasó al otro lado, persiguiendo a los que habían huido y entrando así en territorio galaico.

Tras su regreso, los vencidos, reorganizados, se dispusieron a atacar de nuevo. César logró sorprender a los rebeldes y los volvió a vencer, aunque no pudo impedir que un buen número de ellos consiguiera escapar hacia la costa atlántica. Perseguidos por el propretor y conscientes de su impotencia para resistir a las fuerzas romanas, los indígenas optaron por hacerse fuertes en una isla, Periche, a cuarenta y cinco kilómetros de Lisboa. En improvisadas embarcaciones, César envió contra ellos un destacamento, que fue derrotado estrepitosamente. Sólo el comandante regresó vivo de la expedición, ganando a nado la costa. La desastrosa experiencia sirvió a César de lección. Envió correos a Gades, en los que ordenaba a sus habi tantes que le enviaran una flota para trasladar a sus tropas a la isla. Sin duda, los buenos oficios de Balbo contribuyeron a que esta flota, compuesta de casi un centenar de barcos de transporte, estuviera lista para zarpar en poco tiempo. Con su ayuda, la resistencia indígena acabó de inmediato.

El éxito logrado y la disposición de estos recursos navales empujaron a César a intentar una expedición marítima contra los pueblos al norte del Duero, los galaicos, que hasta entonces, salvo la campaña llevada a cabo por Bruto Galaico en el año 138 habían permanecido al margen del contacto con Roma. Y, efectivamente, bordeando la costa, alcanzó el extremo noroccidental de la Península hasta Brigantium (Betanzos, La Coruña), obligando a su paso a las tribus galaicas a reconocer la soberanía romana. La arriesgada campaña cumplió todos los deseos de César. El enorme botín cobrado le permitió hacer generosos repartos a sus soldados, sin olvidar reservarse una parte para restaurar sus comprometidas finanzas, y enviar al erario público de Roma fuertes sumas que justificaran la guerra emprendida. Y los soldados, agradecidos y entusiasmados, le proclamaron
imperator
. César plantaba así las bases de una devota clientela militar.

El resto de su gestión como gobernador, al regreso de Lusitania, fue aprovechado por César para cimentar su prestigio y ampliar relaciones en el ámbito pacificado de la provincia, con vistas a su futuro político: solución de conflictos internos, ratificación de leyes, reajustes en la administración de justicia, dulcificación de costumbres bárbaras, construcción de edificios públicos… Pero, especialmente, atracción de los elementos influyentes de las burguesías urbanas mediante medidas favorables de carácter fiscal. Dejaba así tejidas, al abandonar la provincia, una serie de redes que le serían de utilidad en el futuro.

Mientras, en Roma, la abortada revuelta de Catilina había proporcionado al Senado un falso sentimiento de fuerza y cohesión, de autoridad y dignidad. Y este grupo, ante el inminente regreso de Pompeyo —el único poder real efectivo—, se dispuso a mostrarse enérgico e inflexible contra cualquier concesión o irregularidad constitucional que el caudillo intentase imponer por la fuerza. El temor era infundado. Cuando, hacia finales del 62, Pompeyo desembarcó en Brindisi, licenció de inmediato sus tropas. Con ello cesaba en el Senado la ansiedad sobre los verdaderos propósitos de Pompeyo, pero no esta actitud inflexible. El victorioso general iba a enfrentarse en Roma a las trabas de la constitución y a la obstrucción tenaz de un núcleo senatorial empeñado en anular el protagonismo político que había representado en los últimos quince años. Pompeyo nunca pensó en oponerse o cambiar un régimen en el que pretendía integrarse como primera figura. Gran organizador y buen militar, sin experiencias políticas y sin interés por ellas, su idea dominante era ejercer un «patronato» sobre el Estado, gracias a sus méritos militares, y ser reconocido, en el seno del gobierno senatorial, como
princeps
, es decir, como el primero y más prestigioso de sus miembros. Pompeyo, pues, decidió reintegrarse al juego político, a través de una cooperación con la
nobilitas
, para conseguir sus dos inmediatas aspiraciones: la ratificación de las medidas políticas tomadas en Oriente y la asignación de tierras cultivables para sus veteranos. Pero, fuera de honores vacíos —la celebración de un fastuoso triunfo por su victoria sobre Mitrídates—, no logró arrancar del Senado, a lo largo de su primer año de reintegración a la vida civil, determinaciones concretas sobre estos acuciantes problemas.

Pompeyo había calibrado mal sus cartas políticas, y el error le costó un gran número de soportes y partidarios. La resuelta actitud del Senado y, en concreto, de la
factio
dirigida por Catón, no le dejaba otra alternativa que el retorno a la vía popular, intentando conseguir, a través de la manipulación del pueblo y de las asambleas, lo que el Senado le negaba. Desgraciadamente para Pompeyo, los
populares
activos en Roma se agrupaban en las filas de su enemigo Craso. Para superar este callejón sin salida, Pompeyo iba a contar con la valiosa ayuda de César.

Cónsul

A
comienzos de junio del año 60, Julio César regresaba a Roma para presentarse a las elecciones consulares. Pero la constitución le iba a poner ante un difícil dilema. Unos años antes se había aprobado una prescripción legal que obligaba a la presencia fisica en Roma de los candidatos al consulado. Pero como el magistrado aclamado como
imperator
perdía su
imperium
en cuanto traspasara el
pomerium
, la frontera sagrada de la Ciudad, debía mantenerse fuera de Roma hasta la celebración de la ceremonia triunfal. César rogó al Senado que le permitiera presentar su candidatura
in absentia
, es decir, sin necesidad de su presencia física, y, aunque la mayoría del Senado parecía estar de acuerdo, su enemigo Catón impidió la necesaria autorización manteniéndose en el uso de la palabra hasta que la caída de la tarde obligó a levantar la sesión. Ante el obstruccionismo de Catón, César no dudó un instante: traspasando el
pomerium
, renunció a los honores del triunfo. No obstante, su trayectoria política, inequívocamente popular y de abierta oposición al Senado, le hacía esperar una feroz resistencia de los
optimates
a su candidatura.

Por diferentes motivos, tres políticos veían en peligro sus respectivas ambiciones por la actitud del Senado. Era precisa una colaboración para combatir con perspectivas de éxito al bloque optímate. Pero dos de ellos, Pompeyo y Craso, estaban enemistados. Entre ambos, César iba a cumplir el papel de mediador. El acuerdo, efectivamente, se logró, dando vida al llamado «primer triunvirato». En sí, el «triunvirato» no era otra cosa que una alianza entre tres personajes privados, común en la praxis política tradicional romana. Los tres aliados eran desiguales en cuanto a los medios que podían invertir en la coalición: Pompeyo contaba con el apoyo de sus veteranos; Craso, con su influencia en los círculos financieros, pero, sobre todo, con el potencial de su fortuna; César, por su parte, ofrecía su carisma personal y el fervor de las masas. El pacto era estrictamente político y con fines inmediatos: César, como cónsul, debía conseguir la aprobación de las exigencias de Pompeyo y procurar facilidades financieras a Craso. Por consiguiente, César debía hacerse con la magistratura consular del año 59. Y así ocurrió, aunque recibió como colega al recalcitrante optimate con el que antes había compartido la edilidad, Marco Calpurnio Bíbulo.

El consulado de César iba a marcar un hito fundamental en la crisis de la república, porque por vez primera no era un tribuno de la plebe sino el propio cónsul quien iba a utilizar las asambleas
populares
para sacar adelante propuestas legislativas de claro contenido popular. En buena parte, César fue empujado a esta actitud por la intransigente oposición senatorial, dirigida por su colega Bíbulo y el líder optímate Catón. En primer lugar, era necesario atender a los compromisos de la alianza con Pompeyo y Craso. Una primera
lex agraria
procedió a distribuciones de tierras de cultivo en Italia para los veteranos de Pompeyo. Como César no podía esperar de la alta cámara un dictamen favorable para el proyecto, decidió presentarlo directamente ante la asamblea popular, manipulada y mediatizada por el peso de los veteranos, y la ley fue aprobada. En adelante, el cónsul llevó ante los comicios los restantes proyectos, incluso cuestiones de política exterior y de administración financiera, competencias tradicionales del Senado. De este modo se obtuvo tanto la ratificación de las disposiciones tomadas por Pompeyo en Oriente como beneficios para los arrendadores de contratas públicas, ligados al círculo de Craso.

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