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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (7 page)

BOOK: Césares
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Su colega curul de magistratura, Marco Calpurnio Bíbulo, impuesto por los
optimates
, demostró, lo mismo que años después como colega en el consulado, lo inútil de competir con César por lograr el reconocimiento de la ciudadanía. Él mismo comentaba con amarga ironía que en su cargo de edil le había ocurrido como a Pólux, «que lo mismo que se solía designar con el solo nombre de Cástor el templo erigido en el foro a los dos hermanos Dióscuros, las munificencias de César y Bíbulo pasaban únicamente como munificencias de César». Y, en efecto, la edilidad de César no defraudó en cuanto a gastos dedicados a adornar y embellecer edificios públicos, y, sobre todo, en la organización de los juegos públicos. Pero, al margen, iba a sorprender a la población de Roma y a ensombrecer todavía más el nombre de Bíbulo por los espléndidos juegos de gladiadores que, no obstante la precariedad de sus maltrechas finanzas, dedicaría en honor de su padre, muerto veinte años atrás. Para la ocasión, César presentó trescientos veinte pares de gladiadores con relampagueantes armaduras de plata
[7]
. Pero tampoco desaprovechó la ocasión de la magistratura para subrayar su devoción por Mario y, con ello, su irrenunciable postura política popular enfrentada a la oligarquía senatorial. Una mañana los habitantes de Roma, al levantarse, pudieron contemplar de nuevo los trofeos erigidos en honor de las victorias de Mario, que Sila había mandado retirar. El pueblo pudo así recordar más vivamente al viejo héroe, mientras los
optimates
criticaban con preocupación la peligrosa demagogia con la que César se les enfrentaba, y uno de sus más conspicuos representantes, el viejo Lutacio Catulo, advertía que «César ya no atacaba a la república sólo con minas, sino con máquinas de guerra y a fuerza abierta».

En ese año, Craso revistió la censura, magistratura que el rico financiero utilizó abiertamente para crearse una posición de poder, independiente de la oligarquía optimate, con proyectos como el ya pretendido por César de conceder la ciudadanía romana a todos los habitantes de la Galia Transpadana, o el intento de ser nombrado magistrado extraordinario para transformar el reino de Egipto en provincia. En estos proyectos, ambos fracasados, estaba detrás César, que colaboraba con Craso, sin por ello comprometer sus relaciones políticas con Pompeyo, como oportuno mediador en las controversias y roces de los grupos opuestos a la oligarquía senatorial. La edilidad había dejado exhaustas las arcas de César y probablemente las de su esposa Pompeya, obligándole a buscar desesperadamente financiación para la costosa prosecución de su carrera política, que Craso estaba dispuesto a proporcionarle. Craso era, sin duda, el hombre de negocios más rico de Roma, individuo avaro y oportunista que, al margen de amasar y acrecentar su fortuna con turbios negocios como prestamista y especulador inmobiliario, utilizaba sus incontables recursos con fines «políticos», derrochando generosidad y esplendidez con jóvenes de nobles familias con el deliberado propósito de obtener su apoyo y atraerlos a su círculo de clientelas.

Ese apoyo financiero iba a ser vital para César en la siguiente meta a la que iba a dirigir su insaciable ambición: la candidatura a su elección como pontífice máximo, presidente del colegio encargado de velar y supervisar los ritos sagrados de la Ciudad, del que César ya formaba parte desde el año 73. Como cabeza de la religión oficial, el pontificado máximo, de carácter vitalicio, se consideraba el más prestigioso cargo del Estado y, como tal, se le proporcionaba una residencia palacial en el centro del foro, cerca del templo de las Vestales, la
Regia
. Lógicamente, era costumbre elegir para el cargo a honorables hombres de estado con una larga experiencia política, como el recientemente fallecido Metelo Pío. César, que aún no había alcanzado en la escala de los honores el grado de pretor, se iba a atrever, no obstante, a aspirar a esta sagrada dignidad frente a candidatos como Lutacio Catulo, uno de los más prestigiosos miembros del Senado. Pero el temor que César ya comenzaba a inspirar lo prueba el intento de Catulo de comprar la renuncia del joven candidato al pontificado, conociendo el lamentable estado de sus finanzas y el ingente dispendio de medios a que obligaba la candidatura. El burdo intento de componenda sería un nuevo acicate para César, que consiguió los medios financieros necesarios para corromper, como ya era por desgracia costumbre, a los electores de la asamblea popular donde había de decidirse el candidato. El día de la votación, desde la puerta de su casa de la Suburra, se despedía de su madre con un beso y una férrea determinación: «Madre, hoy verás a tu hijo o pontífice o en el destierro». Y la victoria fue rotunda.

Con la investidura del pontificado, que aumentaba la
dignitas
(rango, prestigio y honor) de los
Iulii
, el más preciado don para cualquier miembro de la aristocracia romana, César, ahora integrado en el círculo de Craso, podía prestar todavía mejores servicios al objetivo fundamental, invariablemente dirigido a desprestigiar a la oligarquía senatorial y obtener ganancias políticas con las que aumentar las cotas de poder de su líder. Incluso antes de obtener el pontificado, César ya había actuado en esta dirección como abogado jurídico, puesto que los tribunales seguían siendo uno de los más eficaces métodos para captar la atención de las masas y desprestigiar al contrario, sin importar que los casos traídos ante la corte apenas tuvieran actualidad o pertinencia, ni, menos todavía, el veredicto pronunciado. Un claro ejemplo fue la utilización como cabeza de turco de un viejo optimate, Cayo Rabirio, al que César acusó de haber tomado parte en el asesinato, 37 años atrás, del tribuno Saturnino, el aliado político de Mario, sepultado bajo las tejas de metal del edificio donde se había refugiado, que un grupo de jóvenes aristócratas enardecidos le arrojó desde el techo. Triquiñuelas legales interrumpieron el proceso, pero César logró su propósito de acusar a la oligarquía de sus brutales métodos. Eran medios para crear un favorable clima político ante la inminencia de las elecciones para las magistraturas que habrían de investirse el año 63. En ellas, el círculo de Craso preparaba el asalto al consulado, apoyando la candidatura de Lucio Sergio Catilina, un noble arruinado que había comenzado su carrera como protegido de la oligarquía silana, pero que se había visto empujado a la oposición y fue aceptado en el círculo de Craso. A la candidatura de Catilina el Senado opondría la de Marco Tulio Cicerón.

Cicerón, oriundo de Arpino, pertenecía a una familia ecuestre de la burguesía municipal. Gracias a sus sorprendentes cualidades oratorias y con el apoyo de influyentes miembros de su clase, consiguió que se le abrieran las puertas del Senado. Las humillaciones y obstáculos que recibió de la exclusivista oligarquía le empujaron hacia la oposición moderada y hacia el círculo de Pompeyo, en un difícil juego, emprendido con infinita prudencia y con buena dosis de oportunismo. Pero su obsesión por ser reconocido como miembro de la
nobilitas
le decidió a convertirse en el candidato principal del grupo optimate para las elecciones consulares del año 63. Con los ilimitados recursos de su oratoria, logró vencer a su oponente, Catilina, y ser elegido cónsul, con Antonio, un amigo de Craso y César, como colega. Cicerón, en el año más memorable de su vida, dirigió el gobierno de acuerdo con las mejores tradiciones republicanas y enfrentado a las maquinaciones de la oposición antisenatorial. Aún no había investido el cargo cuando se opuso con éxito a un proyecto de ley agraria, presentado por el tribuno Publio Servilio Rulo, cuyos términos progresistas en favor del proletariado escondían el propósito de otorgar poderes extraordinarios a Craso. Pero el punto culminante del consulado de Cicerón se lo iba a ofrecer su viejo oponente Catilina, con un intento de golpe de Estado, que conocemos en sus mínimos detalles por el propio Cicerón —las famosas
Catilinarias
— y por la narración de Salustio.

La ocasión del complot fue una nueva derrota de Catilina en las elecciones consulares para el año 62. Desvanecidas sus esperanzas de alcanzar el poder por vía legal, Catilina preparó con elementos radicales el golpe de Estado que le haría famoso, cuyos propósitos reales quedarán para siempre oscurecidos por las interesadas deformaciones de nuestras fuentes de documentación. La conjura debía concretarse en un levantamiento armado que, en fecha determinada, habría de estallar simultáneamente en varios puntos de Italia y, entre ellos, en Etruria, donde uno de los conjurados, Manlio, contaba con numerosos partidarios. A partir de ahí, la revolución debía estallar en Roma: el asesinato del cónsul Cicerón daría la señal del golpe de Estado y del asalto al poder. Campesinos arruinados, víctimas de las reformas agrarias, impuestas por la fuerza, y un proletariado urbano hundido en la miseria se dejaron conquistar por este plan revolucionario, urdido por aristócratas resentidos y frustrados, en el caótico marco de la violencia política que caracteriza a la generación postsilana. El plan era lo suficientemente descabellado e ingenuo para que el propio ex protector de Catilina, Craso, tras conocerlo, lo denunciara secretamente a Cicerón. El Senado decretó el
senatus consultum
ultimum,
, que daba a los cónsules plenos poderes para proteger el Estado, incluso con la utilización de la fuerza militar. Catilina logró huir a Etruria, al lado de Manlio, pero sus compañeros de conjura fueron encarcelados. No obstante, Catilina decidió la rebelión armada, aplastada en Pistoya por las tropas gubernamentales en un encuentro en el que él mismo perdió la vida.

El 5 de diciembre del 63 se inició en el Senado el debate sobre la suerte que habían de correr los cinco compañeros de Catilina en prisión. Expresaron su parecer, en primer lugar, los dos cónsules designados para el año siguiente, que se decidieron por la pena de muerte. Le tocaba ahora el turno a César, como pretor designado: en un brillante discurso trató desesperadamente de salvar de la muerte a los conjurados, intentando conmutar la pena máxima por la de cadena perpetua y confiscación de sus propiedades. César desplegó todas las artes de la oratoria, todos los argumentos políticos que le fue posible aportar, pero cuando parecía que iba a lograr una inclinación a la clemencia, se levantó la detonante voz de un joven senador, Marco Porcio Catón, exponente de las nuevas tendencias que hacían su entrada en la alta cámara. Con su intachable moral estoica y su enérgica personalidad, Catón atrajo a un importante grupo de jóvenes senadores, intransigentes defensores del predominio del Senado. Su meta principal y común era la regeneración del Estado, librándolo de las agresiones producidas por la irresponsable política popular y la concentración de poder en manos de ambiciosos individualistas. Pero esta nueva generación, aislada y sin tradiciones, estaba condenada a buscar en un pasado muerto su programa político, inexperto, rígido y con muchos elementos de utopía, al no tener en cuenta las fuentes reales de poder y sus raíces socioeconómicas. César trató por todos los medios de abatir la intransigencia de Catón en su decisión de aplicar la pena máxima, y el único resultado fue el estallido de un tumulto en la cámara, que le obligó a abandonar bajo la protección de los cónsules el templo de la Concordia, donde tenía lugar la sesión. Cicerón presentó finalmente la propuesta de Catón, que fue aprobada. Poco después, los cinco condenados eran estrangulados en el Tullianum, la cárcel del estado instalada en las entrañas del Capitolio.

Unos días después, investía César la pretura y utilizaba sus poderes para atacar a uno de los más recalcitrantes
optimates
, Lutacio Catulo. La Ciudad aguardaba entre el temor y la esperanza el regreso de Pompeyo de Oriente, y las posiciones políticas apretaban sus filas ante el inminente acontecimiento. César, desde su magistratura, o Metelo Nepote, como tribuno de la plebe, trabajaban para que este regreso se produjera en las mejores condiciones para el caudillo, mientras los
optimates
, con Catón como ariete, trataban de impedirlo. La tensión iba subiendo de tono: Nepote mantenía alerta una tropa de fieles armados por si era necesario intervenir, y el Senado consideró necesario proclamar el estado de excepción —el
senatus consultum
ultimum,
— y autorizar a los cónsules la utilización de la fuerza militar, al tiempo que prohibía a César y Nepote continuar en sus cargos y declaraba enemigo público a todo aquel que exigiera el castigo de los responsables por el ajusticiamiento de los partidarios de Catilina. César consideró prudente plegarse al mandato: despidió a los lictores, los portadores de los símbolos de poder —hacha y varas ligadas con correas de cuero— a que tenía derecho en función de su cargo y, despojándose de su toga de pretor, se retiró a su mansión privada. Dos días después la masa re clamaba tumultuosamente su regreso y hubo de ser el propio César quien calmara a la multitud, evitando una más que posible agresión a los miembros de la cámara, que no dudó en agradecerle su moderación, al tiempo que le devolvía sus prerrogativas. Una vez más César salvaba su
dignitas
, el rango que le correspondía en la vida pública, y que para él, en propias palabras, «era un bien más preciado que la propia vida».

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