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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Calle de Magia (16 page)

BOOK: Calle de Magia
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—Me pondré a hacer los deberes en cuanto llegue a casa.

—No me esperes para cenar, eso es lo que te estoy diciendo.

—No lo haré.

Subió al coche, dio marcha atrás y salió a la calle. El la vio perderse de vista, luego entró en la casa y se dio una ducha.

Cuando salió, escuchó una voz en la cocina.

—Mack Street, cuando te vistas, ¿te importa venir aquí a charlar conmigo?

Era la señora Tucker, la madre de Ceese. Estaba claro que sabía que Miz Smitcher se había marchado, así que era con Mack con quien quería hablar. No parecía molesta... de hecho, parecía perpleja. Pero no podía decirse que los adultos lo llamaran todos los días. Eso era que algo iba mal y que pensaba que tenía algo que ver con él o que él estaba enterado. Así que fuera lo que fuese, Mack probablemente iba a desear que no sucediera.

Eso no le impulsó a vestirse más rápido, ni más despacio. Descubriría lo que fuera y lo afrontaría lo mejor posible. Mack no era de los que se preocupan, o al menos no se tomaba demasiadas molestias tratando de evitar lo que se le venía encima.

Cuando se puso los calzoncillos, se detuvo un momento antes de ponerse los pantalones. No estaban demasiado sucios... aunque sí que parecía que habían pasado por el bosque. Lo cierto era que no estaba seguro de poder fiarse de ellos. Había leído montones de historias sobre cosas mágicas que desaparecen a media noche o en cualquier otro momento inconveniente. Pero al menos llevaría calzoncillos si los pantalones desaparecían de su culo. Así que se puso los pantalones y se acercó a la cocina donde la señora Tucker estaba tomando café. Parecía un poco tensa.

Ceese estaba sentado en una silla junto a ella. Bueno, eso no era anormal, Ceese probablemente no tenía clase por la mañana.

La señora Tucker le sonrió y le ofreció té. Mack pensaba que el té sabía como agua de fregar y nunca lo tomaba. Sin embargo, se sentó frente a ella cuando le pidió que lo hiciera y esperó a que fuera al grano.

—Es sólo una cosita —dijo la señora Tucker—. Casi no merece la pena mencionarlo, pero me ha estado molestando desde que sucedió anoche.

Y entonces se calló.

Mack miró a Ceese, quien miraba la mesa con expresión solemne.

—He traído a Ceese porque ahora va a ser policía —dijo la señora Tucker—. ¡Aunque no es que crea que se ha cometido ningún delito!

—Y no es que yo sepa nada todavía sobre cómo trabaja la policía —dijo Ceese—. Acabo de matricularme para presentarme a los exámenes.

—¿Vas a ser poli? —preguntó Mack, fascinado—. Si no le has pegado a nadie en toda tu vida.

—Sí que lo he hecho —dijo Ceese—, pero eso no es lo que decide que seas poli o no. La idea es intentar no pegarle a nadie, pero si tienes que hacerlo, más vale que sepas cómo. Lo mismo pasa con las pistolas. Uno espera ser un poli que nunca tenga que dispararle a nadie, pero si llega el momento en que no tienes más remedio, entonces hay que saber cómo hacerlo bien.

—¿Y por qué, Ceese? —preguntó Mack—. Creía que ibas a construir puentes.

—Iba a diseñar componentes electrónicos —respondió Ceese—. Hay un montón de tipos distintos de ingeniería, Mack. Pero me aburrí. No me parecía que nada de lo que hacía le interesara a nadie. Pero ser poli, eso sí que cuenta. Marcas la diferencia. Salvas a la gente.

—Como hiciste conmigo.

—Como eso.

—¿Y qué os parece que he hecho mal?

—No —protestó la señora Tucker—. No creemos que hayas hecho nada malo. De hecho, si fuiste tú, entonces decididamente no es nada malo, pero es que tengo que saberlo.

—¿Saber qué?

—Qué pasó con las sobras de chile que iba a calentar para mi cena y la de Winston anoche.

Mack supo de inmediato lo que había pasado, y le fastidió. Si la magia de la Casa Estrecha podía crear media docena de copias de sus pantalones para que colgaran del armario, ¿por qué no había podido
copiar
simplemente el chile del frigorífico de la señora Tucker en vez de robarlo?

Pero eso no podía decirlo. Imaginaba cómo reaccionarían si dijera yo me lo comí, pero no lo saqué de su frigorífico, se transportó por arte de magia al frigorífico de una casa invisible que hay calle abajo, así que cuando me lo comino sabía que me estaba comiendo el suyo. Pero desde luego estaba delicioso. Hice mi danza de la boca quemada cuando me lo comí y todo.

—¿Qué ha pasado con él? —preguntó Mack.

—Eso es lo que no sabemos —dijo Ceese pacientemente.

Mack se quedó allí sentado, mirándolos.

—Estaba preparando la cena —contó la señora Tucker—. Miré en el frigorífico para asegurarme de que había suficiente chile para los dos,
y
lo había. Y entonces fui al fregadero y lavé la mazorca de maíz y corté unos plátanos para acompañar una lata de mandarinas y hacer una ensalada de frutas. Y cuando me volví para vaciar el líquido en el fregadero, allí estaba el plato de chile, recién fregado y todavía húmedo, en la tabla de secar. Y una cuchara.

—¿Alguien entró y se comió el chile y
fregó el plato
mientras usted abría la lata de mandarinas? —preguntó Mack.

Ceese dejó escapar un pequeño suspiro.

—Me temo que estoy perdiendo la cabeza —dijo la señora Tucker—. Esperaba que tú me dijeras que... que fue una broma tuya. Que no pretendías causar ningún daño. Me aliviaría saber que fuiste tú y que no estoy loca.

—No está usted loca —dijo Mack.

—Entonces, ¿fuiste tú? —preguntó Ceese, con voz tranquila pero también un poquito incrédulo.

Mack se encogió de hombros.

—No estuve en su cocina ayer ni anoche, señora Tucker.

—¿Dónde estuviste? —preguntó Ceese.

Mack lo miró con calma.

—¿Me está pidiendo una coartada, agente?

Ceese sonrió levemente.

—Supongo que sí, Mack Street.

—No tengo ninguna coartada. Estuve paseando por el barrio y el bosque y me dormí bajo un árbol con un gran gato negro. Supongo que no es gran cosa como coartada.

—Pero no te comiste el chile de mi madre.

—No estuve en tu cocina ayer.

—Lo que no puedo imaginar —dijo la señora Tucker— es por qué alguien iba a comerse mi chile y luego
fregar el plato.

—Creo que no estamos preparados para empezar una leyenda urbana sobre un ladrón llamado Don Ordenado que roba la comida de los frigoríficos mientras la cocinera está en la cocina y luego friega sin que nadie se de cuenta de que está allí —dijo Ceese.

La señora Tucker notó el retintín en la voz de Ceese y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Mack sabía que su deseo más profundo era volver a ser joven. Temía la forma maligna que la magia podría emplear para que ese sueño se hiciera realidad: probablemente una «segunda infancia» provocada por el Alzheimer. Pero envejecer la aterraba, y aquello le parecía una prueba clara de que estaba envejeciendo.

La magia siempre encontraba un modo de ser cruel. Mack ni siquiera podía cenar chile sin lastimar a alguien.

—Señora Tucker, no puedo decirle qué le pasó a su chile, pero puedo prometerle una cosa: no se está volviendo loca, no se está haciendo vieja. Algo pasó de verdad, pero si sigue hablando del tema la gente sí que va a pensar que está loca. Así que tal vez sea mejor dejarlo correr.

Por primera vez, Ceese se puso en guardia de verdad. No dijo nada, pero miraba a Mack fijamente y su aire burlón había desaparecido.

—¿Eso crees, Mack? —preguntó la señora Tucker—. Sé que es una tontería, que sólo eres un chico, ¿qué puedes saber tú?

—Sé que el chile estaba realmente en el frigorífico cuando usted lo vio. Sé que no se lo comió por accidente y luego fregó el plato
y
se olvidó de haberlo hecho.

—¿Cómo lo sabes, Mack? ¿Cómo puedo saber que de verdad lo sabes?

—Dude de mí si quiere, pero sé que todo pasó tal como a usted le pareció
y
no se le olvidó nada. Es lo más que puedo hacer.

Ella lo miró vacilante, luego con una mano le agarró las suyas, allí sobre la mesa.

—Mack, eres un ángel al decirme eso. Sé que Ceese no me cree, aunque tiene el detalle de no decirlo. Necesitaba que
alguien
creyera en mí.

—Yo creo, señora Tucker.

—Bien, entonces fregaré esta taza...

Se levantó.

—Yo lo haré, señora Tucker —dijo Mack—. Me gusta fregar.

—¿Sí? Qué raro —dijo ella, y se echó a reír. Parecía un poco histérica—. Pero muy amable.

Ceese se marchó con ella por la puerta trasera, pero tal como Mack esperaba volvió antes de que terminara de secar la taza y el plato y la cuchara y los guardara.

—Muy bien, Mack, ¿de qué iba todo esto?

—Ceese, ¿por qué debería decírtelo?

—Porque mi madre cree que está perdiendo la cabeza y si tú sabes un motivo para que yo no lo crea, será mejor que me lo cuentes.

—No está perdiendo la cabeza —dijo Mack. Sacó un cuenco y una cuchara para tomar su desayuno.

—Eso no es suficiente. ¿Tu palabra y ya está?

—¿Te he mentido alguna vez, Ceese?

—No contar toda la historia es lo mismo que mentir.

—No si no pretendo que es toda la historia cuando no lo es.

—Así que vas a guardarte el secreto.

Mack se echó a reír.

—De acuerdo, Ceese, te lo contaré. Fui a una casa invisible que está a cuatro casas más allá de Coliseum, en Cloverdale, entre la casa de los Chandress y la de los Snipes, y en esa casa me entró hambre y abrí el frigorífico y allí estaba el chile de tu madre en un plato de cristal. Lo metí dos minutos en el microondas, me lo comí, hice la danza de la guerra porque estaba la mar de picante y luego fregué el plato y la cuchara y los puse en el escurridor
de esa casa.

Ceese sacudió la cabeza.

—Entonces no vas a contármelo.

—Supongo que es mejor que pienses que soy un mentiroso a que creas que estoy chalado —dijo Mack—. Excepto que, si soy un mentiroso, vas a creer que tu madre se está volviendo majara cuando no es así. Y además no te fiarás de mi palabra, pero nunca te he mentido, Ceese, y no voy a empezar ahora.

—Una casa invisible.

—Sólo es invisible desde la calle —dijo Mack—. Si te acercas, se hace más grande.

—Muéstramelo.

—No sé si puedo. Tal vez soy el único que puede verla.

Ceese volvió a sacudir la cabeza.

—Mack Street, voy a obligarte a que me la enseñes.

—Puedo intentarlo. Es que... puede que la veas, puede que no. Yo veo muchas cosas que no le cuento a la gente —dijo Mack—. Porque piensan que estoy loco. Miz Smitcher me enseñó muy pronto que es mejor que no cuente lo que veo. La gente se inquieta.

El rostro de Ceese parecía frío y distante.

—Vamos —dijo.

Mack lo condujo hasta el lugar y todo el tiempo tenía miedo de que ya no estuviera allí aquel extraño punto en la acera donde se podía ver la Casa Estrecha con el rabillo del ojo. Pero allí estaba.

—¿ La ves ? —preguntó.

—¿El qué?

Así que Mack le hizo colocarse exactamente donde él estaba y luego le hizo mirar hacia Cloverdale y luego dar un paso adelante y otro atrás.

—Ni siquiera sé qué se supone que tengo que ver.

Mack sacudió la cabeza.

—Está ahí. Pero, como suponía, no puedes verla.

Ceese suspiró.

—Mack, ni siquiera sé por qué estás haciendo esto. Una cosa es hacer que mi madre se sienta mejor, no te lo reprocho,
y
otra cosa es venderme la moto cuando los dos...

Mack no lo oyó terminar la frase, porque calculó que la única prueba que tenía era que Ceese lo viera desaparecer. Seguramente eso era lo que había sucedido cuando había entrado en la Casa Estrecha, así que lo haría cuando Ceese estuviera mirando.

Así que Mack se alineó con la fina raya vertical de la Casa Estrecha y entonces avanzó. Como la otra vez, se hizo más ancha hasta que adquirió la anchura normal de una casa. Avanzó lo suficiente para tocar la puerta, luego se dio la vuelta.

Allí estaba Ceese en la acera, mirando hacia todas partes, tratando de ver dónde se había metido Mack.

Mack abrió la puerta y entró.

No había nadie. Ni un solo mueble. Nada en la cocina tampoco. Ningún frigorífico, ni platos en la alacena, nada.

Pero había cinco pares de pantalones en el armario, colgando de sus perchas. Y cuando registró los bolsillos, había cinco dólares en cada uno de ellos. Mack recogió todos los billetes y se los guardó en bolsillos distintos del pantalón. Luego volvió a salir por la puerta y corrió hacia la acera.

Ceese estaba a unos pocos metros de distancia, en la calle, buscándolo todavía. Mack lo llamó, pero Ceese no podía oírlo. No lo oiría hasta que pusiera los pies en la acera. Entonces se dio media vuelta.

—¿Dónde estabas? —preguntó Ceese impaciente.

—Obsérvame con atención. No me quites los ojos de encima.

Ceese lo observó. Mack se apartó de la acera. La Casa Estrecha desapareció y Mack no.

—Mierda —dijo Mack—. Muy bien, aparta la vista, pero mírame con el rabillo del ojo.

Ceese puso los ojos en blanco, pero hizo lo que ordenaba Mack. Esta vez, cuando Mack se apartó de la acera, la Casa Estrecha se hizo más grande y Ceese se giró para ver qué le había pasado a Mack. Mack avanzó hacia la acera y volvió a aparecer justo delante de Ceese.

—Santo Dios —susurró Ceese—. ¿Puedes desaparecer?

—Claro que no puedo desaparecer —dijo Mack—. No es mi magia, es la magia de la Casa Estrecha. No es que yo pueda desaparecer apartándome de la acera en ningún otro lugar de Baldwin Hills.

—¿Has sido mago todo el tiempo que he cuidado de ti?

—¡Yo no soy mago! —dijo Mack, que ya se estaba cabreando un poco—. ¿O es que no me oyes?

—Te oigo, pero es que... nunca había visto nada así.

—Lo ves constantemente. En las pelis y en la tele.

—Sí, pero es un truco.

—Pero ¿sabes
cómo
lo hacen?

—No exactamente, pero tiene algo que ver con... demonios, no lo sé.

—No sabes cómo hacerlo, es magia para ti. —Mack tendió la mano.

—¿Qué?

—Toma mi mano y mira hacia la calle. No mires hacia las casas. Quédate ahí... ahí mismo.

Ceese obedeció.

—Ahora, cuando tire de ti, déjate llevar, pero no mires adonde vas.

Cuando vio que Ceese seguía las órdenes, Mack se apartó de la acera y se acercó la Casa Estrecha. Casi esperaba notar la mano de Ceese desvanecerse en la suya, o que la hierba sólo fuera hierba entre las dos casas visibles.

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