Breve historia de la Argentina (11 page)

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Authors: José Luis Romero

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BOOK: Breve historia de la Argentina
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La creciente tensión entre los dos Estados desembocó en una abierta guerra económica. La Confederación resolvió en 1856 establecer los que se llamaron «Derechos diferenciales» para las mercaderías que llegaban a su territorio, directamente y las que habían pasado por Buenos Aires; estas últimas debían pagar un impuesto más alto, conque se suponía que se desviaría el tráfico hacia el puerto de Rosario y otros puertos menores de la Confederación. Era una provocación, sin duda, desencadenada por la crisis rentística que sufría el gobierno de Paraná y por el secreto propósito de llegar finalmente a la guerra si la situación no se resolvía de otro modo.

Buenos Aires reaccionó vivamente. En 1857 fue designado gobernador Alsina, de quien no podía esperarse ningún paso conciliatorio, y poco después quedó prohibido el pasaje en tránsito hacia el Puerto de Buenos Aires de los productos de la Confederación. Era la guerra económica, pero en tales términos que podía preverse que no se mantendría mucho tiempo dentro de esos límites. Un conflicto político suscitado en San Juan precipitó los acontecimientos y los dos Estados movilizaron sus tropas. Buenos Aires declaró la guerra y encargó a Mitre el mando de sus fuerzas, en tanto que una escuadrilla procuraba impedir el cruce por el Paraná de las fuerzas de la Confederación. Pero la operación fracasó. Urquiza avanzó sobre Buenos Aires y los dos ejércitos se encontraron el 23 de octubre de 1859 en Cepeda, donde Mitre quedó derrotado.

Pocos días después Urquiza estableció su campamento en San José de Flores. Era evidente el deseo unánime de encontrar una solución, y la favoreció la gestión de Francisco Solano López, hijo del presidente del Paraguay, que se había ofrecido como mediador. El 11 de noviembre se firmó el pacto de unión entre Buenos Aires y la Confederación, por el que la primera se declaraba parte integrante de la nación y aceptaba en principio la Constitución de 1853. Una convención provincial y otra nacional debían ajustar los términos de la carta a las nuevas condiciones creadas; pero entre tanto la aduana de Buenos Aires quedaba dentro de la jurisdicción nacional.

Aunque con algunos rozamientos, el pacto comenzó a cumplirse. En señal de buena voluntad Urquiza visitó Buenos Aires y Mitre retribuyó la visita. Y el 21 de octubre de 1860 la provincia de Buenos Aires juró la Constitución Nacional: sólo faltaba establecer el gobierno de la nación.

Inesperadamente un nuevo conflicto suscitado en San Juan desencadenó otro choque. Una ley de la legislatura bonaerense declaró entonces nulo el Pacto de San José de Flores y la Confederación respondió interviniendo la provincia de Buenos Aires.

Ésta resistió. Un ejército mandado por Mitre se instaló en la frontera provincial que tantas veces había contemplado este enfrentamiento fratricida. Esta vez, Urquiza, jefe de las fuerzas de la Confederación, quedó derrotado en Pavón el 17 de septiembre de 1861. Triunfante Buenos Aires y disueltos los poderes nacionales, Mitre asumió interinamente el gobierno de la Confederación y llamó a elecciones de diputados al congreso, que debía reunirse en Buenos Aires, donde Mitre había fijado la capital de la República. El 5 de octubre de 1862 fue elegido Mitre presidente de la Nación y el día 12 asumió el cargo. La unidad nacional quedaba consumada.

Capítulo IX
L
A
R
EPÚBLICA: ESTABILIZACIÓN POLÍTICA Y CAMBIO ECONÓMICO-SOCIAL (1862-1880)

Entre 1862 y 1880 transcurre el periodo clave de la historia argentina. Tres personalidades disímiles se sucedieron en el ejercicio de la presidencia: Mitre de 1862 a 1868, Sarmiento de 1868 a 1874 y Avellaneda de 1874 a 1880. Acaso eran distintos los intereses y las ideas que representaban: distintos eran también sus temperamentos; pero tuvieron objetivos comunes y análoga tenacidad para alcanzarlos: por eso triunfó la política nacional que proyectaron, cuyos rasgos conformarían la vida del país durante muchas décadas.

Lo más visible de su obra fue el afianzamiento del orden institucional de la república unificada. Pero su labor fundamental fue el desencadenamiento de un cambio profundo en la estructura social y económica de la nación. Por su esfuerzo, y por el de los que compartieron con ellos el poder, surgió en poco tiempo un país distinto en el que contrastaría la creciente estabilidad política con la creciente inestabilidad social. A ese esfuerzo se debe el fin de la Argentina criolla.

Como antes Urquiza, Mitre emprendió la tarea de organizar desde la base el Estado nacional, problema entonces más complejo que en 1854. Se requería un enfoque nuevo para sacar a las provincias del mutuo aislamiento en que vivían y para delimitar, dentro del federalismo, la jurisdicción del Estado nacional. Esa tarea consumió ingentes esfuerzos y fue continuada por Sarmiento y Avellaneda, acompañándolos en su labor una minoría culta y responsable, que había hecho su experiencia política en la época de Rosas y en los duros años del enfrentamiento entre Buenos Aires y la Confederación. Desde los ministerios, las bancas parlamentarias, las magistraturas y los altos cargos administrativos, un conjunto coherente de ciudadanos desplegó un mismo afán orientado hacia los mismos objetivos.

La cuestión más espinosa era la de las relaciones del gobierno nacional con el de la provincia de Buenos Aires, del que aquél era huésped, y con el que hubo que ajustar prudentemente innumerables problemas. Pero no fue menos grave la del establecimiento de la jurisdicción nacional frente a los poderes provinciales. Además, las relaciones entre las provincias ocasionaron delicados problemas, empezando por el de los límites entre ellas. Los caminos interprovinciales, las mensajerías, los correos y los telégrafos requirieron cuidadosos acuerdos. Fue necesario suprimir las fuerzas militares provinciales y reorganizar el ejército nacional. Hubo que ordenar la hacienda pública, la administración y la justicia federal. Fue necesario redactar los códigos, impulsar la educación popular, hacer el primer censo nacional y vigilar el cuidado de la salud pública. Todo ello cristalizó en un sistema de leyes y en un conjunto de decretos cuidadosamente elaborados en parlamentos celosos de su deber y de su independencia. Hubo discrepancia pero en lo fundamental, predominaron las coincidencias porque el cuadro de la minoría que detentaba el poder era sumamente homogéneo: una burguesía de estancieros que alternaban con hombres de profesiones liberales generalmente salidos de su seno, con análogas experiencias, con ideas coincidentes sobre los problemas fundamentales del país, y también con análogos intereses privados.

Hubo, sin embargo, graves enfrentamientos políticos en relación con los problemas que esperaban solución. Triunfante en Pavón, Mitre representó a los ojos de los caudillos provincianos una nueva victoria de Buenos Aires; y aunque sanjuanino, Sarmiento ofrecía análoga fisonomía. Para los hombres del interior, el acuerdo entre Urquiza y los porteños fue una alianza entre las regiones privilegiadas del país y poseedoras de la llave de las comunicaciones. Contra ella el caudillo riojano Ángel Peñaloza, el «Chacho», encabezó la última insurrección de las provincias mediterráneas, pero las fuerzas nacionales lo derrotaron a fines de 1863. Igual suerte cupo a los federales de Entre Ríos encabezados por López Jordán cuando se sublevaron contra Urquiza y lo asesinaron en 1870.

Pero no fueron éstas las únicas preocupaciones internas. Una vasta región del país estaba de hecho al margen de la autoridad del Estado y bajo el poder de los caciques indígenas que desafiaban a las fuerzas nacionales y trataban con ellas de esa manera singular que describió Lucio Mansilla en
Una excursión a los indios ranqueles
. En 1876, Adolfo Alsina, ministro de guerra de Avellaneda, intentó contener los malones ordenando cavar una inmensa zanja que se extendía desde Bahía Blanca hasta el sur de la provincia de Córdoba. Pero fue inútil. Sólo la utilización del moderno fusil permitió al general Roca, sucesor de Alsina en el ministerio, preparar una ofensiva definitiva. En 1879 encabezó una expedición al desierto y alejó a los indígenas más allá del río Negro, persiguiéndolos luego sus fuerzas hasta la Patagonia para aniquilar su poder ofensivo. La soberanía nacional se extendió sobre el vasto territorio y pudieron habilitarse dos mil leguas para la producción ganadera, con lo que se dio satisfacción a los productores de ovejas que reclamaban nuevos suelos para sus majadas.

Entre tanto, la provincia de Buenos Aires procuraba defender su posición dentro de la nación unificada. Bajo la presidencia de Mitre —un porteño—, Buenos Aires tuvo la sensación de que, aun obligada a conceder las rentas de su aduana, volvía a triunfar en la lucha por el poder. Pero la firme política nacionalista del presidente se opuso resueltamente a ese triunfo. Estaba en pie el problema de la residencia del gobierno nacional, que Mitre aspiraba a fijar en la provincia de Buenos Aires, pero al precio de federalizarla como había pretendido Rivadavia. La situación se hizo muy tensa en vísperas de las elecciones de 1868, porque las provincias apoyaron a Sarmiento contra el candidato mitrista y solo consintieron en incorporar a la fórmula al jefe del autonomismo porteño, Adolfo Alsina, en calidad de vicepresidente Cuando seis años más tarde volvió a plantearse la cuestión presidencial, las oligarquías provincianas, apoyadas por Sarmiento, se opusieron a la candidatura de Mitre y propusieron el nombre de Avellaneda, a quien, por un acuerdo, acompañó otra vez en la fórmula un autonomista bonaerense, Mariano Acosta. Mitre advirtió entonces que las oligarquías provincianas progresaban en la conquista del poder más rápidamente de lo que él esperaba, y se rebeló contra el gobierno desencadenando una revolución en 1874. El movimiento porteño fue vencido y Nicolás Avellaneda, tucumano y partidario decidido de la federalización de Buenos Aire subió a la presidencia. Cuando a su vez, concluía su mandato en 1880, adoptó la resolución de poner fin al problema de la capital de la República al tiempo que ofrecía su apoyo a la candidatura provinciana del general Roca contra la del gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor. Las fuerzas en conflicto se prepararon para la lucha y poco después estalló la revolución. Pero la Guardia Nacional bonaerense, que Tejedor había preparado pacientemente para este choque que juzgaba definitivo, cayó derrotada por el ejército nacional en junio de 1880. Poco después, el 20 de septiembre, una ley del Congreso Nacional convirtió a la ciudad de Buenos Aires en la capital federal de la República.

Con ese paso quedaba cerrado un ciclo de la vida argentina, que había girado alrededor de las relaciones entre el puerto de Buenos Aires y el país. Cuando comenzaron a declinar las posibilidades de la industria del saladero, los ganaderos progresistas que aspiraban a llegar al mercado europeo con productos capaces de competir en él procuraron controlar la política aduanera de la Nación. Por su parte, y aunque menos influyentes, algunos sectores interesados en el desarrollo industrial perseguían el mismo fin para proteger el desarrollo de las manufacturas. Y, entre tanto, agitaba a la opinión del interior del país el problema de la distribución de las rentas nacionales. Según los intereses y las opiniones el país seguía dividido en tres áreas claramente diferenciadas: Buenos Aires, las provincias litorales y las provincias interiores, y a esta división correspondía el juego de los grupos políticos desde la independencia y más acentuadamente desde 1852.

Dos grandes partidos se enfrentaban, en principio, desde esa última fecha: el Partido Federal, que agrupaba a las oligarquías provincianas y presidía Urquiza, y el Partido Liberal, que encabezaban los antiguos emigrados y predominaba en Buenos Aires. El primero era unánime en cuanto a sus principios políticos y económicos: federalismo, libre navegación de los ríos y nacionalización de las rentas aduaneras. El segundo, en cambio, se dividió en Buenos Aires entre los autonomistas —que encabezó Valentín Alsina y reivindicaban su aduana para su provincia— y los nacionalistas, que encabezó Mitre y consentían en la nacionalización de los privilegios económicos de Buenos Aires.

Unificada la República, los partidos pactaron: autonomistas porteños acompañaron a Sarmiento y a Avellaneda, impuestos por las mayorías provincianas. La ventaja era cada vez mayor para el Partido Federal, informe por cierto, pero en marcha hacia la organización que alcanzaría más tarde con el nombre de Partido Nacional. A sus manos iría a parar el destino de la República y en sus filas se fueron agrupando con distinto grado de entusiasmo todas las minorías, porteñas o provincianas, que aspiraban al poder. Sólo pequeños grupos disidentes lo enfrentaron, a los que resistió mientras no se hicieron visibles otros problemas inéditos en la política del país.

La Argentina comenzaba a mirar resueltamente hacia el exterior. Los compromisos contraídos en vísperas de Caseros y los intereses internacionales en la cuenca del Plata condujeron al país a la guerra con el Paraguay. La Argentina, el Uruguay y el Brasil combatieron contra el mariscal Francisco Solano López desde 1865 hasta 1870 y lo derrotaron en una contienda que en la Argentina fue muy impopular. Hecha la paz, la Argentina declaró que «la victoria no da derechos». Por lo demás, sus intereses se volvían cada vez más decididamente hacia Europa, donde las transformaciones técnicas y sociales estaban creando nuevas y promisorias oportunidades para los productores argentinos.

Mientras decrecía la demanda de carnes saladas en los países esclavistas, aumentaba la de lana y cereales en los países industrializados, que desarrollaban una vigorosa industria textil y preferían dedicar sus majadas a la alimentación de los densos núcleos urbanos que el desarrollo industrial contribuía a concentrar. Lana y cereales fueron, pues, los productos que pareció necesario producir. Poco a poco fue venciéndose la resistencia de los saladeristas, debilitados por la competencia de ganaderos más progresistas —ingleses muchos de ellos— que habían comenzado a cruzar sus vacunos y sus lanares con reproductores de raza importados de Europa y a cercar sus campos para asegurar la cría y la selección. Ahora, unificada la nación, la economía del país adoptó decididamente esa orientación que ofrecía extraordinarias posibilidades.

Pero este cambio de orientación suponía considerables dificultades. Se basaba en una teoría sobre la vida del país sobre el papel que la economía desempeñaba en ella; la habían elaborado cuidadosamente los emigrados: Alberdi, preocupado por el problema de la riqueza y que había expuesto sus ideas en su estudio sobre el
Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina
, Sarmiento, atento a las formas de la vida social y que había desarrollado su pensamiento en el
Facundo
. Cuando llegaron al poder y durante los dieciocho años que transcurren desde 1862 hasta 1880, pusieron esa teoría en acción para sustituir la tradicional estructura económico-social del país por una distinta que asegurara otro destino a la nación. Así desencadenaron una revolución fundamental, precisamente cuando ponían fin al ciclo de las revoluciones políticas.

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