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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (54 page)

BOOK: Blonde
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Es guapa, ¿no? ¡Qué elegante! ¡Y qué pelo! Es una peluca, desde luego. No hay más que ver el cabello de la pobre Gladys. Pero se parecen, ¿verdad? Es evidente que son madre e hija
.

Pero Gladys no dio señales de reconocer a Norma Jeane. Ladina y terca, siempre tardaba en demostrar que la conocía. Estaba sentada en un desvencijado sofá, como si no fuera más que un montón de ropa sucia, al fondo de una sala lúgubre y apestosa. Quizá fuera una madre solitaria esperando la visita de su hija, o quizá no. Norma Jeane sintió una punzada de dolor y decepción: Gladys llevaba un andrajoso vestido gris de algodón, muy parecido al que se había puesto el Domingo de Resurrección a pesar de que su hija la había avisado de que irían a desayunar fuera. Hoy también saldrían, irían al pueblo de Norwalk. ¿Acaso Gladys lo había olvidado? Daba la impresión de que hacía días que no se peinaba. Tenía el pelo grasiento, mustio y de un extraño tono metálico entre castaño y gris. Sus ojos hundidos parecían alerta; todavía eran hermosos, aunque más pequeños de como los recordaba Norma Jeane. Su boca, rodeada de profundos surcos, también era más pequeña.

—¡Oh, ma-madre! Aquí estás —una observación impulsiva y tonta.

Norma Jeane besó la arrugada mejilla de su madre conteniendo instintivamente la respiración para evitar oler su sudor. Gladys alzó su cara inexpresiva y dijo con brusquedad:

—¿Nos conocemos, señorita? Huele usted muy mal.

Norma Jeane se ruborizó y rió. (Había miembros del personal sanitario cerca. Se entretenían deliberadamente junto a la puerta, decididos a no perder detalle de la visita de Marilyn Monroe a su madre.) Gladys bromeaba, claro está. Le molestaba el olor del pelo decolorado de su hija y el perfume Chanel que le había regalado V. Avergonzada, Norma Jeane murmuró una disculpa y Gladys se encogió de hombros en un gesto de indulgencia, o acaso de desdén. Daba la impresión de que despertaba lentamente de un trance.
Cuánto se parece a Nell. Pero no pretendía imitarla, lo juro
.

Llegó el momento del breve rito de los regalos. Norma Jeane se sentó junto a Gladys en el desvencijado sofá y le entregó el libro de poemas y el cesto con fruta, hablando de estos objetos como si estuvieran llenos de significado en lugar de ser meros accesorios teatrales, algo con lo cual mantener las manos ocupadas. Gladys le dio las gracias con un gruñido. Le gustaba recibir regalos, pese a que los usaría poco y seguramente se los daría a otra persona en cuanto Norma Jeane se marchara, o no se molestaría en evitar que se los robaran.
No pretendía imitar a esta mujer. ¡Lo juro!
Como de costumbre, Norma Jeane habló por las dos. Pensaba que no debía mencionar a Nell: su madre no debía saber nada del morboso melodrama
Niebla en el alma
y su retrato de una joven trastornada que maltrata y está a punto de matar a una niña. Una película semejante era terreno vedado para Gladys Mortensen, igual que para cualquier paciente de Norwalk. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de contarle que estaba actuando en una obra «seria y difícil»; seguía contratada por La Productora; habían publicado un artículo en
Esquire
, donde la mencionaban entre las nuevas actrices de Hollywood. Gladys la escuchaba con su habitual expresión de sonámbula, pero cuando Norma Jeane abrió la revista y le enseñó la espectacular foto de página entera de Marilyn Monroe —con un escotado vestido de lentejuelas, sonriendo alegremente a la cámara—, Gladys parpadeó y observó la imagen con atención.

—¡El vestido no es mío! —dijo Norma Jeane con tono culpable—. Me lo dieron en La Productora.

—¿Llevas un vestido que no es tuyo? —Gladys frunció el ceño—. ¿Estaba limpio? ¿Era un vestido limpio?

La joven rió, incómoda.

—Ya sé que no parezco yo. Dicen que Marilyn es fotogénica.

—¡Ja! ¿Lo sabe tu padre?

—¿Mi padre? —preguntó Norma Jeane—. Si sabe ¿qué?

—Lo de esa tal Marilyn.

—Supongo que no conocerá mi nombre artístico —respondió la joven—. ¿Cómo iba a saberlo?

Pero Gladys empezaba a animarse. Miraba la fotografía con orgullo, un orgullo materno debilitado por su largo delirio. Contempló las espléndidas fotos de seis preciosas actrices en ciernes como si cualquiera de ellas pudiera ser hija suya. Norma Jeane se sintió ofendida, como si la hubieran reprendido.
Me usaría para llegar a él. Es el único valor que me concede. No me quiere a mí, sino a él
.

—Si me dijeras el nombre de mi padre, podría enviarle la revista —dijo Norma Jeane con astucia—. Hasta podría visitarlo de vez en cuando. ¿Sigue vivo? ¿Está en Hollywood?

Norma Jeane no se atrevió a confesarle que llevaba años haciendo pesquisas sobre su escurridizo padre y que algunas personas bienintencionadas, casi todas hombres, le habían facilitado algunos nombres, pero no había servido de nada.
Pretenden animarme, lo sé. Pero ¡no me daré por vencida!
(En un estreno, nerviosa y achispada por el champán, había coqueteado con Clark Gable. Medio en broma, había insinuado al célebre actor que quizá estuvieran emparentados, pero él se había quedado estupefacto, preguntándose adónde querría llegar la despampanante joven rubia.)

—Si me dijeras cómo se llama mi padre —repitió Norma Jeane—. Si…

Pero Gladys había perdido el entusiasmo. Cerró la revista y dijo con voz fría y sin inflexiones:

—No.

Norma Jeane peinó a su madre, la adecentó un poco, envolvió su arrugado cuello con el pañuelo de gasa negro, que también era un regalo de V, y la llevó de la mano hacia la puerta del hospital. Ya había hecho los trámites necesarios para sacarla de paseo: Gladys Mortensen gozaba de ese privilegio. Fue una larga escena cinematográfica con un alegre fondo musical. Los uniformados miembros del personal, incluido el doctor X, sonreían al verlas pasar.

—¡Qué guapa está hoy, señora Mortensen! —dijo la recepcionista.

Gladys Mortensen, que gracias al vaporoso pañuelo negro se había convertido en una mujer con dignidad, no dio señales de haber oído el halago.

Norma Jeane llevó a Gladys a un salón de belleza de Norwalk, donde le desenredaron, lavaron y cortaron el pelo. Aunque no cooperaba, Gladys tampoco se resistió. Después, Norma Jeane la llevó a comer a un salón de té. La escasa clientela estaba compuesta exclusivamente por mujeres, que miraron sin disimulo a la hermosa joven rubia y a la enclenque mujer madura que debía de ser —¿sería?— su madre. Al menos ahora el pelo de Gladys estaba presentable y el pañuelo ocultaba la sucia y arrugada pechera del vestido. Fuera del asfixiante ambiente del psiquiátrico, Gladys parecía casi normal. Norma Jeane pidió la comida de ambas y ayudó a su madre a servirse una taza de té.

—¿No es un alivio salir de ese horrible lugar? Podríamos subir al coche y viajar y viajar, ¿no, madre? Eres mi madre, así que no estaríamos haciendo nada ilegal. Viajaríamos por la costa de San Francisco hasta Portland, Oregón. ¡Hasta Alaska! —en innumerables ocasiones, Norma Jeane había invitado a Gladys a que pasara unos días con ella en su apartamento de Hollywood; un fin de semana tranquilo—. Las dos solas.

No era un plan viable, dado que ahora Norma Jeane trabajaba doce horas diarias en el plató; sin embargo, no olvidaba esa idea, esa oferta permanente. Gladys se encogió de hombros y gruñó, desconcertada. Masticaba la comida, bebía el té sin que pareciera importarle que el caliente líquido le quemara los labios.

—Deberías salir de allí, madre —dijo Norma Jeane con tono zalamero—. De hecho, no te pasa nada. Son los «nervios», pero todos sufrimos de los nervios. En La Productora hay un médico contratado exclusivamente para que recete tranquilizantes a los actores. Yo me niego a tomarlos. Prefiero estar nerviosa.

Norma Jeane oyó su provocativa voz de niña. La voz que había cultivado para el papel de Nell. ¿Por qué decía esas cosas? Le fascinaba escucharse a sí misma.

—A veces pienso que no quieres curarte, madre. Te estás escondiendo en ese horrible lugar. Además,
apesta
.

La cara ausente de Gladys se tensó. Los hundidos ojos parecieron retroceder aún más. La mano con la que sujetaba la taza tembló, salpicando inadvertidamente el pañuelo de gasa negro. La joven continuó hablando en voz baja e infantil. ¡Era como si la madre y la hija estuvieran conspirando! Planeando una fuga. Norma Jeane no era Nell, pero usaba su voz y sus ojos entornados brillaban como los de Nell en las fascinantes escenas en las que dominaba a Jed Towers, igual que Marilyn Monroe dominaba a Widmark. Gladys no conocía a Nell. Jamás la conocería. Sería una crueldad, como obligarla a mirarse en un espejo que distorsiona las imágenes: un espejo que volvería a convertir a la mujer madura en una joven de deslumbrante belleza. Norma Jeane contenía a Nell, como toda buena actriz contiene a su personaje, pero obviamente no era Nell, porque ésta no existía. Le habían arrebatado a su amante, le habían arrebatado a su padre y decían que estaba loca: por todas estas razones,
Nell no existía
.

—De todos los enigmas, madre, hay uno que me parece el más incomprensible —dijo con aire pensativo—. Que algunos «existimos», pero la mayoría no. Un filósofo griego dijo que no hay nada tan agradable como no existir, pero yo no estoy de acuerdo, ¿y tú? Porque en ese caso estaríamos privados del conocimiento. Hemos conseguido nacer y eso ha de significar algo. ¿Dónde estábamos antes de nacer? Una amiga mía llamada Nell, una actriz que trabaja conmigo en La Productora, dice que se pasa toda la noche en vela, atormentada por esa clase de preguntas. ¿Qué significa nacer? Cuando muramos, ¿todo será igual que antes de que naciéramos? ¿O habrá una nada diferente? Porque quizá entonces conservaríamos el conocimiento. La memoria.

Gladys se removió en la silla, incómoda, pero no respondió.

Gladys, relamiéndose los pálidos labios.

Gladys, la mujer que guardaba secretos.

Fue entonces cuando Norma Jeane se fijó en las ajadas manos de su madre. Fue entonces cuando recordó que, en la sala de visitas del hospital, las había visto enlazadas sobre las rodillas de Gladys, y más tarde hundidas en su regazo. Las manos de su madre cerradas en puños. O abiertas, con los delgados e inquietos dedos acariciándose unos a otros. Las uñas mordidas, rotas, rodeadas de sangre, clavándose las unas en las otras. En ocasiones, las manos de Gladys parecían disputarse el control. Incluso cuando la mujer aparentaba una indiferencia propia de una sonámbula, allí, sobre su regazo, estaba la prueba de su actitud alerta, de su agitación.
Las manos son su secreto. ¡Ha revelado su secreto!

La Bella Princesa devolvió a su madre al pabellón C del Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk para que la cuidaran. La Bella Princesa se enjugó las lágrimas y se despidió de su madre con un beso. Con delicadeza, desató el vaporoso pañuelo negro del cuello de la mujer madura y lo colocó alrededor de su hermoso cuello sin arrugas.

—¡Perdóname, madre! Te quiero.

8

No era su intención. No pretendía explotar a su madre. Quizá no fuera consciente de ello.
¡Las manos! Las manos inquietas y ansiosas de Nell. Las manos de la locura
. En
Niebla en el alma
, Norma Jeane tenía las manos y la mirada ausente de Gladys Mortensen. El alma de Gladys Mortensen en el cuerpo joven de Norma Jeane.

Cass Chaplin y su amigo Eddy G. vieron la película en un elegante cine de Brentwood situado a pocos minutos de la casa que estaban cuidando y que pertenecía a la ex esposa de un ejecutivo de la Paramount, una mujer que durante mucho tiempo había estado enamorada de Eddy G. Norma Jeane interpretaba tan bien el papel de la loca y
sexy
rubia —¡dejando entrever incluso los tirantes de su sujetador!— que fueron a ver la película una segunda vez y quedaron aún más fascinados. Cuando llegó el
THE END
, inevitable como la muerte, Cass dio un codazo a Eddy.

—¿Sabes una cosa? Todavía estoy enamorado de Norma.

Eddy G. cabeceó, como si quisiera aclarar sus ideas, y respondió:

—¿Sabes una cosa? Yo también estoy enamorado de Norma.

La muerte de Rumpelstiltskin

Cierto día él le había gritado por teléfono; al día siguiente, estaba muerto.

Ese día ella se había sentido profundamente avergonzada; al día siguiente, llena de dolor y remordimientos.

No lo quise lo suficiente. Lo traicioné
.

Lo castigaron a él en mi lugar: ¡que Dios me perdone!

¡Qué escándalo! El desnudo de Norma Jeane en el papel de Miss Sueños Dorados, la fotografía que Otto Öse había tomado varios años antes, fue identificado y publicado con retraso en la primera página del periódico sensacionalista
Hollywood Tatler
:

¿M
ARILYN
M
ONROE POSA DESNUDA

PARA UN CALENDARIO
?

Su estudio lo niega.

«No teníamos noticia de ello», aseguran los directivos.

La jugosa historia pasó rápidamente a las páginas de
Variety, L. A. Times, Hollywood Reporter
y las agencias nacionales de noticias. Reprodujeron incluso la fotografía del calendario, con las zonas estratégicas del voluptuoso cuerpo de la joven oscurecidas o cubiertas sugestivamente por algo que parecía encaje negro opaco. («Ay, ¿qué me han hecho? Esto sí que es pornografía.») El desnudo se convirtió en el tema candente de la prensa del corazón, los programas radiofónicos de entrevistas e incluso algunos editoriales de periódicos. Los estudios no permitían que sus actrices posaran desnudas; la «pornografía» estaba prohibida. ¿Acaso Norma Jeane no había firmado un contrato que estipulaba que toda conducta
contraria a la moral
de la comunidad de Hollywood sería castigada con el cese temporal o incluso la anulación definitiva de dicho contrato? Un perspicaz reportero del
Tatler
(con una debilidad personal por los desnudos de jovencitas) había encontrado la foto en un calendario viejo, había examinado con interés la cara de la joven e identificado a la modelo como Marilyn Monroe, la joven actriz rubia; tras hacer algunas pesquisas, descubrió que ésta había firmado el contrato para las fotos en 1949 con el nombre falso de «Mona Monroe». ¡Qué primicia! ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza para La Productora! Miss Sueños Dorados había aparecido en un almanaque de 1950 llamado
Bellezas para todas las estaciones
, publicado por Ace Hollywood Calendars, la clase de almanaque que colgaban en gasolineras, bares, fábricas, comisarías, parques de bomberos, clubes masculinos, cuarteles o residencias estudiantiles. Miss Sueños Dorados, con su sonrisa ansiosa e inocente, sus tersas axilas afeitadas, sus fabulosos pechos, vientre, muslos y pantorrillas y su melena de color rubio miel cayendo sobre la espalda, había protagonizado miles o centenares de miles de sueños masculinos sin mayor trascendencia que una imagen fugaz que contribuye al orgasmo y se olvida al despertar. La chica era una de las doce bellezas desnudas que aparecían en el almanaque sin identificación alguna. De hecho, no se parecía demasiado a ninguna de las innumerables fotografías publicitarias de Marilyn Monroe que empezaron a publicarse en la prensa en 1950 y que La Productora había distribuido como una fábrica que promociona el logotipo de un artículo de consumo masivo o crea un vistoso anuncio para vender sus productos. Miss Sueños Dorados habría podido ser la hermana menor de Marilyn Monroe: menos atractiva, menos estilizada, con el pelo aparentemente natural, poco maquillaje en los ojos y sin el llamativo lunar negro pintado en su mejilla izquierda. ¿Cómo la había reconocido el reportero? ¿Alguien le había pasado el dato?

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