—Basta, Algy. Sé tan bien como tú que todos somos estériles. Ya lo sabíamos cuando nos casamos, hace diecisiete años. No quiero volver a oírlo.
Cuando él habló de nuevo, su voz estaba tan cambiada que Martha se volvió para mirarle.
—No creas que yo quiera volver a oírlo, pero ya ves cómo cada nuevo día nos revela la maldita verdad una y otra vez. La desgracia siempre parece nueva y reciente. Ya hemos pasado de los cuarenta, y apenas hay alguien más joven que nosotros. No tienes más que dar un paseo por Oxford para darte cuenta de lo viejo y polvoriento que se está volviendo el mundo. Y es ahora, cuando pasa la juventud, que se siente la verdadera falta de algo que nos colme… y lo sentimos hasta las más íntimas fibras de nuestro ser.
Ella le sirvió otra ración de ginebra, y sacó otro vaso para sí misma. Él la miró con una sonrisa irónica, y le sirvió una ración.
—Quizá sea la muerte de mi madre lo que me hace hablar así. Lo siento, Martha, particularmente si pienso que no sabemos lo que ha sido de tu madre. Mientras yo estaba tan ocupado viviendo mi vida, mamá vivía la suya. ¡Ya sabes qué vida ha tenido! Se enamoró de tres hombres inútiles; mi padre, Keith Barratt y ese irlandés; ¡pobre mujer! A veces creo que tendríamos que haber hecho algo más para ayudarla.
—Ya sabes que fue feliz a su manera. Ya hemos hablado de esto muchas otras veces.
Él se enjugó la frente y la cabeza con un pañuelo y esbozó una sonrisa más relajada.
—Quizá sea esto lo que ocurre cuando el motivo principal del mundo desaparece: todo el mundo está definitivamente predestinado a pensar y decir lo que pensaron y dijeron el día anterior.
—No tenemos que desesperarnos, Algy. Hemos sobrevivido a los años de guerra, hemos soportado oleadas de puritanismo y promiscuidad. Hemos huido de Londres, donde lo están pasando muy mal, ahora que el último gobierno autoritario se ha desmoronado. Es verdad que Cowley está muy lejos de ser un lecho de rosas, pero Croucher no es más que un fenómeno local; si logramos sobrevivirle, las cosas pueden arreglarse, mejorar. Entonces podríamos irnos a algún otro sitio donde instalarnos permanentemente.
—Lo sé, mi amor. Al parecer, estamos atravesando un periodo intermedio. La cuestión es que ya ha habido bastantes períodos intermedios, y habrá más. No veo la forma en que se logre de nuevo la estabilidad. Sólo hay una carretera de bajada.
—Mo tenemos que complicarnos en la política. DOUCH (1) no necesita mezclarte en política para que hagas los informes. Indudablemente, podemos encontrar algún sitio tranquilo y razonablemente seguro para nosotros solos.
El se echó a reír. Se levantó con expresión realmente divertida. Después se acarició el cabello de mechones grises y castaños y acercó algo más su silla.
—¡Martha, sigo estando loco por ti! Pensar en la política como algo que se maneja en el Parlamento es un fallo nacional. No lo es; es algo que llevamos dentro de nosotros. Mira, cariño, el Gobierno de Unidad Nacional se ha desmoronado, y doy gracias a Dios por ello. Pero, por lo menos, la ley marcial que decidió establecer mantuvo el orden y los engranajes siguieron girando. Ahora que se ha derrumbado, millones de personas exclaman: «No tengo a nadie por quien ahorrar, ni hijos, ni hijas. ¿Por qué voy a trabajar?», y han dejado de trabajar. Es posible que otros sigan queriendo hacerlo, pero es imposible mantener la industria de este modo. Basta desorganizar a fondo una sola parte para que todo se detenga. Las fábricas de Gran Bretaña están vacías. No hacemos nada para exportar. ¿Crees que América, la Commonwealth y las demás naciones van a enviarnos comida gratis? ¡Claro que no, especialmente cuando muchas de ellas están en peor situación que nosotros! Sé que en la actualidad hay falta de comida, pero el año que viene, créeme, habrá verdadera hambre. Tu lugar seguro ya no existirá entonces, Martha. En realidad, sólo puede haber un lugar seguro.
—¿En el extranjero?
—Me refiero a trabajar para Croucher.
Ella giró la cabeza con el ceño fruncido, no queriendo expresar nuevamente su desconfianza hacia el dictador local.
—Tengo dolor de cabeza, Algy. No debería haber tomado esta ginebra. Creo que me voy a acostar.
El la asió por la muñeca.
—Escúchame, Martha. Comprendo que en estos momentos no es fácil vivir conmigo, y comprendo que no quieras dormir conmigo en estos momentos, pero si dejas de escucharme, la última línea de comunicación estará cortada. Es posible que formemos parte de la última generación, pero la vida sigue siendo preciosa. No quiero que nos muramos de hambre. He concertado una entrevista con el comandante Croucher para mañana. Me ofreceré a cooperar.
—¿Qué?
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? ¿A cuántas personas asesinó la semana pasada en el centro de Oxford? Más de sesenta, ¿verdad?… y dejó los cuerpos allí durante veinticuatro horas para que la gente pudiera contarlos y asegurarse. Y tú…
—Croucher representa la ley y el orden, Martha.
—¡La furia y el desorden!
—No… el comandante representa toda la ley y el orden que tenemos derecho a esperar, considerando el terrible ultraje que nos hemos infligido a nosotros mismos. En los condados cercanos a Londres hay un gobierno militar con sede en Londres, y uno de los nobles locales ha establecido una especie de comunidad paternalista que abarca la mayor parte de Devon. Aparte de ellos y Croucher, que ahora controla los Midlands meridionales hasta llegar a la costa sur, el país se sumerge rápidamente en la anarquía. ¿Has pensado alguna vez en la situación de los Midlands septentnonales, y el Norte de las zonas industriales? ¿Qué crees que ocurrirá allí?
—No tardarán en encontrar a sus propios Croucher.
—¡Exacto! ¿Y qué harán sus propios Croucher? Llevarlos hacia el Sur lo más rápidamente que puedan.
—¿Arriesgándose a contraer el cólera?
—¡Sólo espero que el cólera les detenga! Sinceramente, Martha, espero que esta plaga se lleve a la mitad de la población. Si no es capaz de detener a los del Norte, Croucher tendrá que detenerlos. Toma otra ginebra. ¡A la salud del príncipe Croucher! Tendremos que defender la línea que atraviesa Cotswolds desde Cheltenham a Buckingham. Mañana mismo tendríamos que empezar a construir las defensas. Eso mantendría ocupadas a las tropas de Croucher y fuera del centro de la población, donde pueden extender la infección. Tiene demasiados soldados; los hombres prefieren unirse a su ejército que trabajar en las fábricas de coches. Tendrían que aprestarse a la defensa. Se lo diré a Croucher cuando le vea…
Ella se apartó bruscamente de la mesa y fue a mojarse la cara bajo el grifo del fregadero. Sin secársela, se apoyó en la ventana abierta, y contempló el sol vespertino atrapado en la burda calle suburbana.
—Croucher estará demasiado ocupado defendiéndose de los matones de Londres para guardar el Norte —dijo ella. No sabía nada de lo que estaban diciendo. El mundo ya no era aquel donde ella había nacido; ni siquiera era el mismo donde —ah, ¡así que realmente habían sido jóvenes e inocentes!— se casaron; pues aquella ceremonia se hallaba tan distante en el tiempo como en el espacio, en un Washington que idealizaban porque eran idealistas, donde hablaron largamente de su confianza en el porvenir… No, todos estaban locos. Algy tenía razón al decir que habían cometido un horrible ultraje contra sí mismos. Reflexionó sobre la frase con la mirada fija en la calle, dejando de oír a Timberlane, que se había lanzado a uno de los largos monólogos que ahora le gustaba pronunciar.
No por primera vez, pensó en la creciente afición de las personas por los discursos; su padre había adquirido esa costumbre durante los últimos años. De una forma vaga, podía analizar las razones causantes de ello: duda universal, culpabilidad universal. En su propia mente, el mismo monólogo se detenía raramente, aunque no caía en la tentación de los discursos. Todo el mundo hablaba interminablemente a oyentes imaginarios. Quizá fueran todos el mismo oyente imaginario.
En realidad, los más culpables eran los pertenecientes a la generación anterior a la suya, la gente que era adulta cuando ella nació, los millones que eran adultos de 1960 a 1980. Conocían a fondo la guerra y la destrucción, la energía nuclear, la radiación y la muerte: era como una segunda naturaleza para ellos. Pero nunca renunciaron a ella. Se parecían a los salvajes que deben ejecutar algún horrible rito de iniciación. Sí, era eso, un rito de iniciación, y si se sometían a él, lograban convertirse en valientes y sabios adultos. Pero la ceremonia había fracasado. En lugar de una mera circuncisión, se había practicado la extracción de todo el órgano. Aunque lloraron y se arrepintieron, el ultraje ya había sido cometido; lo único que pudieron hacer fue seguir viviendo con su deformidad; vanagloriándose o lamentándose por ello, alternativamente.
A través de su aflicción, escudriñando entre las grietas de su dolor de cabeza, vio que un Windrush con la X amarilla de Croucher en un lado doblaba la esquina y bajaba por la calle. Los Windrush eran la variedad de hidrofoil local, un modelo de tamaño familiar que los militares habían expropiado. Un hombre de uniforme sacó la cabeza por la ventanilla, observando los números de las casas a medida que el vehículo se deslizaba calle abajo. Cuando llegó a la altura de la casa donde los Timberlane tenían su piso, el automóvil se detuvo y se deshinchó hasta apoyarse en el suelo con un gran rugido de motores.
Asustada, Martha llamó a Timberlane junto a la ventana En el vehículo había dos hombres, y ambos llevaban la X amarilla en su túnica. Uno de ellos se apeó y atravesó la calle.
—No tenemos nada que temer —dijo Timberlane. Buscó en su bolsillo la pequeña 7 mm automática con la cual le había armado DOUCH (I)—. Enciérrate en la cocina, cariño, por si acaso hay jaleo. No hagas ruido.
—¿Qué crees que pueden querer?
Se oyó un fuerte golpe en la puerta.
—Toma, llévate la botella de ginebra —le dijo él, con una tensa sonrisa. La botella pasó entre ellos, y no hubo tiempo para más. Él le acarició la espalda mientras la empujaba hacia la cocina. La llamada de la puerta se repitió antes de que pudiera llegar a abrirla.
Había un cabo junto a ella; su compañero sacaba la cabeza por la ventanilla del Windrush, silbando y rascándose el labio inferior con la protuberante embocadura del rifle.
—¿Timberlane? ¿Algernon Timberlane? Se le requiere en los barracones.
El cabo era un hombre de reducida estatura, con una saliente mandíbula y oscuras manchas en la piel debajo de los ojos. Debía de tener algo más de cincuenta años; joven para aquellos días. Llevaba el uniforme muy limpio y planchado, y no apartaba la mano del revólver que colgaba de su cinturón.
—¿Quién me llama? Estaba a punto de cenar.
—El comandante Croucher le llama, si es que es usted Timberlane. Será mejor que suba al Windrush con nosotros.
El cabo tenía una enorme nariz, que procedió a rascarse de manera un tanto furtiva mientras contemplaba a Timberlane.
—He concertado una entrevista con el comandante para mañana.
—Tiene una entrevista con él esta misma noche, compañero. No quiero discusiones.
Parecía inútil discutir. Cuando se volvía para cerrar la puerta a su espalda, apareció Martha. Ésta se dirigió al guardia.
—Soy la señora Timberlane. ¿Quleren llevarme con ustedes también?
Era una mujer atractiva, de una gran personalidad, y una cierta franqueza en la mirada que la hacía parecer más joven de lo que era. El cabo la contempló aprobadoramente.
—Ya no se fabrican otras como usted, señora. Suba con su marido.
Acalló la protesta que Timberlane se disponía a formular, echando a correr hacia el coche. Impacientemente, despreció la mano del cabo y subió sin ayuda, haciendo caso omiso de la veloz e instintiva mirada que el hombre clavó en su muslo.
Se dirigieron, dando un innecesario rodeo, hacia el seudocastillo victoriano que constituía el cuartel general de Croucher. Durante la primera parte del camino, ella pensaba con angustia: «¿No es ésta una de las situaciones arquetípicas del siglo pasado; la inesperada y perentoria llamada a la puerta, la aparición de un hombre vestido de uniforme que espera para llevarte a algún sitio, por razones desconocidas? ¿Quién ha inventado la situación, para que se repita tan a menudo? Quizá sea esto lo que ocurra después de un ultraje: incapaces para regenerar, sólo cabe repetirse.» Le hubiera gustado expresar sus pensamientos en voz alta; estaba generalizando de la misma forma que su padre lo hiciera, y generalizar es un modo de alivio que alcanza su máximo efecto cuando se expresa en voz alta; pero una mirada al rostro de Timberlane la hizo callar. No le fue difícil ver que estaba excitado.
En su rostro, ella vio al niño y al anciano.
¡Los hombres!, pensó. Allí estaba la sede de todo el mal. Ellos inventaron aquellas situaciones. Las necesitaban; torturador o torturado, las necesitaban. Amigo o enemigo, estaban unidos en una algolagnia más allá de la cura o la comprensión de la mujer.
En el mismo momento en que se oyó la imperiosa llamada a la puerta, su odiado piso se convirtió en un refugio; el constante goteo del grifo de la cocina se convirtió en un símbolo del hogar, y las piezas del rompecabezas en un signo de vasta libertad intelectual. Murmuró una plegaria para regresar sana y salva a su fragmentada playa de Acapulco mientras bajaba apresuradamente a reunirse con su esposo.
En aquel momento se encontraban a un metro del suelo, y ella había empezado a saborear el gusto de la tensión en su sangre.
Envuelta por el calor de setiembre, la ciudad estaba durmiendo. Pero el paciente tenía un sueño agitado. Viejos periódicos y cajas de cartón se arremolinaban en las calles. Un descapotable impulsado por baterías yacía empotrado en un escaparate hecho añicos. La gente se asomaba a las ventanas abiertas y el ardiente sol iluminaba su boca entreabierta. El olor del paciente demostraba el envenenamiento de su sangre.
Al poco rato de ponerse en marcha, su expectación por ver un cadáver fue doblemente satisfecha. Un hombre y una mujer yacían en inverosímiles posiciones sobre la hierba de St Clement. Un grupo de estorninos revoloteaban a su alrededor.
Timberlane rodeO a Martha con un brazo y, de igual modo que cuando era una jovencita, le habló al oído.
—Las cosas aún empeorarán mucho antes de que todo se solucione —dijo el cabo a nadie en particular—. No tengo ni idea de lo que le ocurrirá al mundo. —Una oleada de polvo envolvía las casas a su paso.