—¡Al diablo con todo! Vámonos a las barcas —dijo George Swinton, empujando a Barbagrís. Y ninguno de ellos se preocupó más. Tiraron los bastones y corrieron detrás de él. Barbagrís se quedó donde estaba mientras los demás fluían: la raza humana, pensó, siempre habla pecado.
Agachándose, ayudó a salir a una vaquilla de debajo de una viga. Esta se dirigió rápidamente hacia la pradera. Tendría que arreglárselas por sí misma cuando llegaran los armiños.
Al iniciar el camino de regreso hacia su casa, oyó un disparo —le pareció que era del revólver de Mole— procedente del puente de piedra. Este fue contestado por otro. Los estorninos alzaron el vuelo de los tejados y huyeron hacia los árboles del otro lado del río. Barbagrís aceleró el paso, entró en el minúsculo jardín de su casa, y sacó la cabeza por una esquina para averiguar lo que ocurría.
Junto al puente, un grupo de aldeanos se estaba peleando. La bruma del atardecer teñía la escena, y los enormes árboles que había detrás la ocultaban, pero Barbagrís logró ver con bastante claridad lo que sucedía a través de un boquete abierto en el muro de un jardín.
La segunda barca procedente de Grafton bajaba por el río en el mismo momento en que la de Sparcot se apartaba de la orilla. Aquélla estaba cargada hasta los topes con una colección de cabezas blancas, la mayoría de los cuales agitaban los brazos con gestos que la distancia hacía semejantes a los movimientos de las marionetas. La barca de Sparcot se hallaba atestada con los miembros más agresivos de la comunidad, que habían insistido en hacer el primer viaje. Debido a la incompetencia y estupidez de ambas partes, las barcas chocaron.
Jim Mole estaba en el puente, disparando contra la gente. A Barbagrís le fue imposible distinguir si había dado en el blanco con los dos primeros disparos. Mientras forzaba la vista para averiguarlo, Martha se reunió con él.
—¡Mole es un animal! —exclamó Barbagrís—. Es bastante bruto, y no tiene ni idea de cómo restablecer la disciplina, y si la tenía, es que la chochez se la ha hecho olvidar. Disparar a la gente de las barcas sólo puede empeorar las cosas.
Alguien gritaba roncamente que acercaran el bote a la orilla. Nadie obedeció y, abandonando toda disciplina, las dos tripulaciones empezaron a luchar entre ellas. La cólera senil había vuelto a dominarlos. La barca de Grafton, una antigua lancha motora de gran capacidad, se ladeó peligrosamente a medida que los aldeanos se amontonaban sobre sus infortunados ocupantes. Sumándose al clamor, otros corrían de arriba abajo de la orilla, gritando consejos o amenazas.
—Todos estamos locos —dijo Martha—, y nuestro equipaje está preparado.
El la obsequió con una breve mirada de amor.
Con tres ruidosos chapoteos, tres ancianos graftonitas se cayeron o fueron tirados al agua. Evidentemente existía la idea de apropiarse de la barca y utilizarla como bote de apoyo; pero cuando las dos embarcaciones se deslizaron corriente abajo, la lancha motora se hundió.
Blancas cabezas surgieron en las blancas aguas. Un gran alboroto se elevó por encima de la orilla. Mole disparó contra la multitud.
—¡Que se vayan todos al infierno! —exclamó Barbagrís—. Estos momentos de locura… dominan tan fácilmente a las personas. Ya sabes que el buhonero que pasó por aquí la semana pasada dijo que los habitantes de Stamford habían prendido fuego a sus casas sin razón aparente. ¡Y la población de Burford despejó el pueblo en una noche porque creían que el lugar había sido invadido por los gnomos! Los gnomos… ¡El viejo Jeff Pitt sí que tiene gnomos en la cabeza! Después están todos esos informes de suicidios en masa. ¡Quizá sea ésta la locura final! ¡Quizá estemos presenciando el fin!
En el escenario del mundo estaba oscureciendo rápidamente. La edad media de la población ya superaba los setenta años. Esta cifra aumentaba a cada año que pasaba. Al cabo de unos cuantos años… Una emoción muy parecida al regocijo se apoderó de Barbagrís, una especie de admiración ante la idea de que presenciaría el fin del mundo. No: el fin del género humano. El mundo seguiría su marcha; los hombres podían morir, pero la tierra aún rendía sus frutos.
Volvieron a entrar en la casa. Una maleta —incongruente objeto de cuero que había hecho el viaje de retroceso hacia un mundo arruinado— se apoyaba en la pared seca del vestíbulo.
Miró a su alrededor, miró la habitación y los muebles que habían recogido de otras casas, miró el calendario que Martha pintara toscamente en una pared, con el año, 2029, escrito en rojo, y el helecho que crecía en un antiguo pote. Once años desde que llegaron allí con Pitt procedentes de Cowley, once años de dar vueltas al perímetro para aislarse del mundo.
—Vámonos —dijo, y entonces añadió—: ¿Te importa dejar todo esto, Martha?
—Nada me retiene aquí, ¿no crees? Será mejor que me lleves contigo.
—Por lo menos, aquí disfrutamos de cierta seguridad. No sé a qué peligros nos expondremos.
—Nada de debilidades a estas alturas, señor Barbagrís. —Obedeciendo a un súbito impulso, añadió—: ¿Puedo decirselo a Charley Samuels si está en casa? Nos echaría de menos muchísimo. Tendría que venir con nosotros.
Él asintió, reacio a que alguien más compartiera su plan, pero incapaz de contestar a Martha con una negativa. Ella ya se había ido. Él permaneció allí, sintiendo el peso del pasado. Sí, Charley debería ir con ellos, y no sólo porque los dos habían luchado juntos hacía casi treinta años. Aquella vieja batalla no le emocionaba en absoluto; como pertenecía a una época diferente, cauterizaba todo sentimiento. El joven soldado implicado en el conflicto era un hombre muy distinto del anciano que ahora estaba en aquella habitación; incluso respondía a un nombre distinto.
En aquel momento comprendió la razón de que la gente prendiera fuego a sus casas. El fuego era limpio, la limpieza era un principio que el hombre había perdido. Se sintió invadido por un airado placer al pensar en marcharse, aunque, como de costumbre, no lo demostró.
Se dirigió vivamente hacia la puerta principal. Martha se estaba encaramando a los ladrillos que marcaban la antigua línea divisoria entre su jardín y el vecino. Con ella se encontraba Charley Samuels, que llevaba su bufanda de lana gris alrededor de la cabeza y el cuello, el abrigo bien abrochado, un paquete a la espalda, y el zorro «Isaac» tirando de la correa. Su rostro tenía el escamoso color amarillo de una gallina hervida, pero parecía bastante decidido. Se acercó a Barbagrís y le estrechó la mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Deseoso de evitar una escena emotiva, Barbagrís dijo:
—Te necesitamos, Charley, para que nos hagas un sermón de vez en cuando.
Pero sólo consiguió que Chariey le apretara la mano con más fuerza.
—Estaba haciendo el equipaje. Soy tu hombre, Barbagrís; he visto caer a la pobre vieja Betty bajo los disparos de ese pecador de Mole. Ya llegará su día… ya llegará su día. —Hablaba con esfuerzo—. En ese mismo instante juré que no permanecería ni un día más bajo las tiendas de los criminales.
Barbagrís pensó en la vieja Betty, inclinada sobre el hornillo de la caseta de la guardia hacía tan poco rato; ahora ya había dejado de existir.
El zorro gimió y corveteó impacientemente.
—«Isaac» parece estar de acuerdo contigo —dijo Barbagrís, con un sentido del humor muy similar al de su esposa—. Vámonos, ahora que todo el mundo está distraído.
—No será la primera vez que trabajamos juntos —dijo Charley.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Barbagrís volvió a entrar en la casa; no le interesaban los sentimentalismos del viejo Charley.
Recogió la maleta que su esposa había hecho. Deliberadamente, dejó abierta la puerta de la casa. Martha la cerró. Le siguió de cerca, con Charley y el zorro domesticado. Bajaron por la carretera que llevaba hacia el este, y se internaron en los campos. Marcharon paralelamente a la orilla del río, en la dirección general de los cuernos del viejo puente en ruinas.
Barbagrís inició la marcha a buen paso, sin tener en cuenta al viejo Charley; Charley debía comprender desde el principio que aquello no era una huida más que en cierto aspecto; como todas las huidas, también constituía una nueva prueba. Se detuvo en seco al ver dos figuras a cierta distancia por delante de ellos, dirigiéndose hacia el mismo claro del bosquecillo que él.
El descubrimiento fue mutuo. Las figuras pertenecían a un hombre y una mujer; el hombre contrajo la cara, esforzando la vista para averiguar quién los seguía. El reconocimiento también fue mutuo.
—¿Se puede saber adónde vas, Towin, viejo gorrón? —preguntó Barbagrís, cuando su grupo les dio alcance. Miró al delgado anciano, abrazado a su estaca y envuelto en una monstruosa prenda compuesta de manta, pellejo de algún animal y porciones de media docena de viejos abrigos, y después miró a la esposa de Towin, Becky. Becky Thomas, que debía tener unos setenta y cinco años, posiblemente era diez años más joven que su marido. Mujercita rolliza y comparable a un pájaro, llevaba dos pequeños sacos e iba vestida con una prenda tan desorganizada como la de su marido. Su ascendencia sobre su marido se discutía raramente, y en este caso también fue la primera en hablar, con su voz aguda:
—Nosotros podemos haceros la misma pregunta; ¿adónde vais?
—Si las apariencias no engañan, vamos a hacer el mismo recado que vosotros —dijo Towin—. Nos largamos de este asqueroso campo de concentración mientras aún nos sostengan las piernas.
—Por eso llevamos todas esas cosas encima —dijo Becky—. Ya hace algún tiempo que nos estamos preparando para irnos. Esta nos ha parecido una buena oportunidad; el viejo Mole y el mayor estaban ocupados. Pero nunca se nos había ocurrido que tú harías lo mismo, Barbagrís. Tú estás en muy buenas relaciones con el mayor, no como nosotros.
Haciendo caso omiso de la indirecta, Barbagrís les observó detenidamente.
—Towin tiene razón acerca del «campo de consentración». Pero ¿adónde pensáis ir?
—Pensábamos dirigirnos hacia el sur y coger la vieja carretera que lleva abajo de todo —contestó Becky.
—Será mejor que vengáis con nosotros —aconsejó bruscamente Barbagrís—. No sabemos lo que vamos a encontrar. Tengo una barca llena de provisiones escondida debajo de la esclusa. En marcha.
Escondida en el bosquecillo, ligeramente apartada del borde del río, resguardada entre los restos de un pequeño establo, había una barca de tingladillo de unos cinco metros de longitud. Siguiendo las instrucciones de Barbagrís, la bajaron al agua. Charley y Towin la aguantaron mientras él amontonaba sus escasas pertenencias en el interior. El propietario anterior había equipado la embarcación con un dosel, que levantaron. La proa y la popa estaban descubiertas; el dosel cubría el resto de la barca. En el entarimado de la barca había tres pares de remos, junto con un timón y una caña. Barbagrís colocó estos últimos en su lugar.
No perdieron tiempo. Se encontraban tan cerca del pueblo que incluso oían los gritos que se escapaban de aquella zona del río.
Martha y Becky fueron instaladas en sus asientos. Los hombres saltaron a bordo; Barbagrís introdujo la orza en su ranura. Bajo su dirección, Becky se hizo cargo del timón mientras los demás remaban torpemente y con frecuentes maldiciones por parte de Towin, que se quitó el amado reloj antes de ponerse a trabajar. Maniobraron hasta llegar al centro del río, la corriente les envolvió, y empezaron a moverse.
Recortándose sobre la otra orilla apareció de repente una mancha de color. Un cuerpo estaba atrapado entre dos trozos de albañilería arrastrados por las aguas desde el puente en ruinas. Su cabeza se sumergía bajo las olas procedentes de la pequeña esclusa; pero las rayas naranjas, verdes, rojas y amarillas de la camisa no dejaban lugar a dudas de que era Sam Bulstow.
Una hora más tarde, cuando se hubieron alejado bastante de Sparcot, Martha empezó a cantar. Al principio lo hizo en voz baja, pero después se entregó a la melodía con toda su voz:
Aquí no veréis
enemigos
sino invierno y clima duro
…
—Towin, estabas en lo cierto al hablar de campos de concentración —se interrumpió para decir—. En Sparcot todo se había gastado mucho —las cosas estaban mugrientas y excesivamente utilizadas—. Aquí, es imposible que ocurra así. —Señaló los matorrales que descendían hasta el borde del agua.
—¿Adónde crees que deberíamos ir? —preguntó Charley a Barbagrís.
Esto era algo en lo que nunca se había detenido a pensar. El esquife únicamente representaba su carga de esperanzas. Pero sin vacilar dijo:
—Iremos por el Támesis hasta el estuario. Después quizá podamos improvisar un mástil y una vela, y salir al mar. Entonces veremos cómo es la costa.
—Me gustaría ver de nuevo el mar —dijo serenamente Charley.
—Yo pasé unas vacaciones veraniegas en… ¿cómo se llamaba el pueblecito? Tenía un muelle y estaba en la costa sur —dijo Towin, arreglándose la bufanda mientras remaba—. Seguramente hace mucho frío en esta época del año… ya hacía bastante entonces. ¿Creéis que el muelle seguirá en pie? Era un bonito muelle.
—No seas tonto, se debe de haber derrumbado hace años —dijo su esposa.
El zorro tenía las patas apoyadas en la borda, y su penetrante hocico recogía todos los aromas de la orilla. Parecía dispuesto a cualquier cosa.
Nadie hizo mención de los escoceses, los gnomos o los armiños. La breve canción de Martha seguía acompañándoles, y no osaban mostrarse pesimistas.
Al cabo de media hora, se vieron forzados a descansar. Towin estaba exhausto, y todos se resentían del desacostumbrado ejercicio. Becky trató de manejar el remo de Martha, pero era demasiado inexperimentada e impaciente para hacerlo con efectividad. Al cabo de un rato, Charley y Barbagrís compartieron todo el trabajo entre los dos. El sonido de la pala en el agua reverberaba pesadamente entre los matorrales que bordeaban el río; la neblina extendió su velo ante el camino que seguían. Las dos mujeres se abrazaron en el asiento que ocupaban junto a la caña.
—Sigo siendo una ciudadana de corazón —declaró Martha—. La llamada del campo es mas fuerte cuando estoy lejos de él. Desgraciadamente, sus posibilidades son cada vez menores. ¿Dónde nos detendremos para pasar la noche, Algy?
—Nos detendremos en cuanto veamos un buen lugar —respondió Barbagrís—. Debemos alejarnos de Sparcot, pero no hay que dar alcance a la barca de la gitana Joan. Animaos. Además de lo que hemos traído, hay muchas provisiones almacenadas en la barca.