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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (47 page)

BOOK: Bangkok 8
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—Un error. Soy un dinosaurio, Sonchai, y no me di cuenta de lo que ha cambiado nuestro país. En los viejos tiempos, cuan do te hacías con una
mia noi
sólo tenías que alimentarla a ella y a su familia y darle un hijo o dos. Ahora —menea la cabeza-› la autosuperación hace furor. He pagado clases de peluquería, clases de esteticista, clases de tatuaje, interminables clases de aerobic y lo último es el software de Internet. Dice que se aburre como una ostra en casa y quiere montar un cibercafé. No parece querer hijos de ninguna manera. Me dice que tenemos un acuerdo, un contrato. Me da su cuerpo siempre que yo tengo fuerzas, me es fiel, y a cambio yo financio su ascenso social. Podría decirse que es una fusión viviente entre Oriente y Occidente.

—No parece un acuerdo tan malo.

—Ya lo sé, pero, ¿qué hay del romanticismo? Ni siquiera le doy miedo. ¿Has visto cómo ha mirado la pistola, como diciendo «ya está otra vez el viejo con sus juegos»? Ayer me dijo: «¿Esta noche vamos a acostarnos o puedo ver el fútbol?». ¿Desde cuándo están obsesionadas nuestras mujeres con el fútbol?

—Desde hace bastante. Puedo confirmar que a menudo lo prefieren al sexo.

—De todas mis esposas, es la más ambiciosa y la que menos satisfecha está. ¿ Esto es la liberación, estar siempre insatisfecha? ¿Qué mundo es éste? Me parece que no quiero quedarme en él mucho más. ¿ Vas a enviarme a mi próxima reencarnación o no?

El coronel ni siquiera se pone tenso cuando me inclino hacia delante para coger la pistola. La abro y reviso las recámaras, que están todas llenas. Me doy cuenta de que
habla
completamente en serio, de que le gustaría que lo matara.

—¿ Crees que es un farol?

—No, pero conozco al menos a una persona que dudará que la pistola estuviera cargada cuando le cuente esta historia. —Pongo el cañón en su sitio con un clic y dejo la pistola de nuevo sobre la mesa.

—Bueno, ¿cómo sabes que las balas no son de fogueo? Has pasado demasiado tiempo con la agente del FBI, amigo mío, has empezado a pensar como un americano. —Coge la pistola y la sostiene temblorosamente con las dos manos—. El honor es el honor —dice. El disparo hace un agujero dentado en la pared de cristal y los de seguridad vienen corriendo desde cuatro direcciones. Aún con la pistola, les hace señas para que vuelvan a su sitio. Deja otra vez la pistola sobre la mesa con un ruido breve y fuerte. El estallido del disparo todavía me resuena en los oídos y hay un continuo tintineo de cristal de la pared hecha añicos, en la que han aparecido grietas con la forma de rayos. Es difícil explicar por qué este melodrama no ha hecho más que ahondar mi amor por él.

—No se por qué construí esta casa estilo
farang
—dice—. De joven me impresionaba Occidente. Ahora veo hasta qué punto nosotros hemos perdido lo nuestro. Mira esa estúpida ventana. ¿Qué idiota construiría una pared de cristal en el trópico? Es mejor tener ventanas pequeñas con contraventanas, techos altos, el mínimo de luz, paredes de teca, la sensación de un espacio vivo, palpitante. —Aparta la vista de mí. Ahora, para observar a los pescadores tiene que inclinarse un poco hacia un lado. Oigo sus pensamientos, bastante alto, dentro de mi cabeza. Está hablando con su hermano, y admite que habría sido mejor llevar la vida de un simple pescador. Su hermano le aconseja que no confunda el sentimentalismo con el nirvana. Vikorn vuelve su atención hacia mí con una expresión de impotencia.

—Has oído eso, ¿verdad? No tiene piedad. No me ahorra ningún castigo.

Lo miro mientras se levanta del sillón con cierta dificultad y me hace señas para que lo siga. Me lleva a una sala con un monitor de televisión enorme y alrededor de veinte butacas enfrente. Me dice que me siente, se ausenta de la sala durante cinco minutos y luego regresa con una cinta de vídeo.

—Por supuesto, hice una copia.

Inclinándose como un hombre diez años mayor que él mete la cinta en el aparato que está sobre un estante debajo del televisor, y al momento aparece la imagen granulosa en blanco y negro de una joven blanca rubia de rasgos eslavos. Lleva pantalones vaqueros y una camiseta ceñida y sonríe animada, al parecer decidida a captar la atención de alguien que está fuera de la imagen. Asiente con la cabeza en respuesta a alguna indicación y empieza a desnudarse. Se quita primero la camiseta para mostrar un sujetador negro y un piercing de oro que perfora en diagonal la circunferencia del ombligo. Lo toquetea mientras forma una O con la boca y recorre con la lengua la parte interior de dicha letra. Inclina el tronco hacia delante mientras se desabrocha el sujetador. Menea el torso para que los pechos se bamboleen, pero una expresión de contrariedad seguida de un sentimiento nos indican que eso no agrada al público. De un humor más serio se quita los pantalones. Ahora está desnuda a excepción de un tanga. Al parecer el público tampoco encuentra erótica esta imagen, y con una expresión un poco frustrada se lo quita para quedarse desnuda con los brazos en jarras, a la espera de instrucciones. Perpleja, levanta las manos por encima de la cabeza y las mantiene así durante varios segundos. No hay duda de que el objetivo es destacar el piercing de oro del ombligo.

En este punto Vikorn congela la imagen y se vuelve hacia mí con una expresión socarrona. Si uno ignora el color de la piel, el parecido con el cuerpo de Fatima es sorprendente. Vikorn aprieta el botón de avance rápido. Siguiendo instrucciones, la mujer rubia baja una mano para toquetear el piercing de oro de un modo erótico, arriba y abajo, arriba y abajo, dando vueltas y vueltas, una combinación de la masturbación masculina y femenina.

Ahora está tumbada en una cama que estaba detrás de ella, cuan larga es, y una vez más el pieráng de oro parece dominar la pantalla. Su lenguaje corporal indica que cada vez que deja de acariciarlo recibe una reprimenda de su cliente. Ahora se da la vuelta y se pone boca abajo. Al momento dos manos negras enormes le cogen una muñeca, la atan rápido con cinta adhesiva al hierro de la cabecera mientras otras manos (blancas con una pulsera de oro en filigrana colgando de una muñeca) la atan al otro lado. Entrecierra los ojos y da la impresión convincente de una mujer con un profundo deseo sexual. La cámara recoge sólo la cara y la parte superior del cuerpo, y por lo tanto sólo se puede imaginar por las expresiones de la cara que está experimentando una penetración. Su expresión cambia de un modo brusco a otra de intenso shock físico con el primer latigazo, que le salpica la mejilla con algo de sangre. Grito a Vikorn para que pare la cinta.

No hay ninguna imagen en la pantalla del televisor. Vikorn me mira con una expresión de curiosidad casi académica (y etílica).

—Mi hermano me habló bastante de ti y de Pichai. Dijo que los dos teníais mucho talento de distintas maneras. Dijo que tu problema era tu total falta de identidad. Puedes ser quien quieras, literalmente, pero sólo durante periodos de tiempo breves. ¿ Quién eras ahora?, ¿la víctima?

—Fatima, la primera vez que vio la cinta —mascullo, avergonzado de mi debilidad.

Para mi sorpresa el coronel me pasa el brazo por encima.

—No pasa nada.

Una pausa.

—Tendré que traerla, ¿no? —digo.

Esta pregunta lo avejenta aún más. La piel de debajo de la poderosa mandíbula se le añoja un poco. Ahora veo el reptil que hay en él: de piel suelta, prehistórico, astuto. Éste es el auténtico castigo. No el renacimiento en el cuerpo de un animal, sino el eterno quebradero de cabeza de intentar salir con manipulaciones de las consecuencias de su codicia.

—Me imagino que sí —dice con infinito cansancio.

—¿Quiere ayudar?

—¿Cómo podría hacerlo?

—¿Con los chinos?

Asiente con la cabeza y me agarra de un brazo.

—Todo depende de ellos. Si escogen proteger a su hombre, estamos acabados, todos. Fatima difundirá la cinta por Internet y se pondrá hecha una furia. ¿Quién sabe qué hará? Le han robado la humanidad, ¿qué puede perder? Los jeme— res no la abandonarán, tampoco tienen nada que perder. Habrá un baño de sangre.

Junto a la puerta me recuerda a un sapo, encogido. Un gesto de impotencia, y luego me vuelve a agarrar del brazo. Una nueva luz asoma a sus ojos.

—El joyero es un enfermo, pero también es un genio. Tenías que haberlo visto de joven. Los chiu chow lo adoran. ¿Cómo crees que me ha ido tan bien a mí? Todo viene del barrio chino, ¿sabes? Los tailandeses sólo somos buenos para follar luchar, beber y morir. Es lo que me enseñó Warren, y sus amigos chinos. —Una larga pausa—. Fueron unos tiempos fabulosos. Las montañas de Laos son una región budista de verdad. Verdes, cubiertas de niebla por la mañana, solíamos subir así. —Una mano casi vertical—. Hasta que alcanzábamos los 1.800 metros, los 2.500, los 3.000. Entonces el aire empieza a hacerse escaso, y te mueres de frío. Pat ponía su condenada cinta de «La cabalgata de las valquirias»; ésa fue la primera vez que me di cuenta de que un farang podría amar a una persona tailandesa. Hicimos dos aterrizajes forzosos con agujeros de bala por todo el avión. Me cagué en los pantalones, pero aquel aviador americano era como un superhombre. De algún modo, nos las arreglamos para llegar a Long Tien. Los hmong también eran maravillosos. ¿ Cómo podría entender nadie la inocencia del negocio del opio? Warren fue bueno con los hmong, obligó a sus amigos los chiu chow a que les pagaran el mejor precio. ¿ Qué te parece, Sonchai? Hasta él tenía honor por entonces.

Se inclina antes de volverse para regresar al interior de la casa.

Cincuenta

¿No es una historia del tipo «¿quién es el asesino?», ¿verdad? Es más bien del tipo ¿«qué hará ella ahora»? Mientras la agente del FBI estuvo aquí, esta pregunta nos presionó a los dos como si fuera inevitable que de algún modo llegáramos a uno de esos finales ingeniosos que tanto gustan en Occidente, con todos los puntos sobre las íes. ¿A lo mejor teníamos que irnos andando juntos en el atardecer, Jones y yo, sin que no nos persiguiera ningún esqueleto tailandés? Pero Warren ganó por fin esa batalla y anoche tuve que ir al aeropuerto a despedirla. Estuvimos tensos, afectuosos y melancólicos a la vez. Sus ojos eran de súplica cuando me dijo: «Te voy a echar de menos, Sonchai». Así que tuve que poner ojos de súplica cuando dije: «Yo también te voy a echar de menos, Kimberley». En el fondo lamenté que su progreso en el Camino no hubiera sido tan grande como yo habría deseado. Volverá, por supuesto. Mientras tanto «¿qué hará ella ahora?» se ha convertido en una de esas preguntas abiertas tailandesas para las que uno no espera necesariamente una respuesta antes de morir. Sin esa impaciencia americana por empujarme adelante no estoy seguro, en todo caso, de qué es lo que voy a hacer yo ahora. ¿ Traerla? El coronel no está dispuesto y la posibilidad de que una vil asesina se libre del castigo no me enfurece tanto como probablemente vosotros, farangs, creéis que debería. No puedo olvidar a Pichai, por supuesto. ¿Pero lo mató en algún sentido más allá del superficial? Todos sabemos quién es el asesino en realidad, ¿no? ¿Y qué es en concreto lo que tengo que hacer con él, con ese prototípico hombre occidental? Y luego, por supuesto, están mis charlas de casi todas las noches con mi alma gemela muerta, de las que no os he hablado. Por lo visto últimamente no le interesan lo más mínimo las cuestiones derivadas de la destrucción de su cuerpo químico. Pensándolo bien, agradece deshacerse de él. Hay muchas maneras de establecer contacto, me dice con cierto misterio mientras compartimos el estado de tránsito entre la vigilia y el sueño.

Durante un breve instante, pienso que, después de todo, los Estados Unidos de América me rescatarán de este dilema. Cuando menos me lo esperaba me invitan (es probable que «me llaman» sea más adecuado) a mi segunda casa, la embajada de Estados Unidos en Wireless Road. No dejo de percatarme del aumento en el grado de respeto cuando rebaso en la puerta a mi amigo de seguridad, mezclado con una pizca bastante ostensible de curiosidad, añadiría. Luego llega mi vieja compañera de antaño Katherine White con la noticia de que esta vez no voy a ir al despacho del agregado jurídico del FBI, sino (un rápido examen de mi cara para verificar que tengo pleno conocimiento del honor que estoy a punto de recibir) a la suite de la embajadora. Recorremos a paso ligero esas partes de la embajada diseñadas para dar la bienvenida a reyes y príncipes.

Son mujeres, tanto la embajadora como su delegada, y, aparte del origen étnico, podrían haberlas cortado a partir del mismo patrón de mujer alta, delgada, de cerca de cincuenta años, con brazos largos, modales enérgicos y tono de voz que da por supuesta la obediencia. La embajadora es blanca y su delegada, negra. Me han hecho pasar a la reunión después de la masacre. Casi puedo ver las carreras de Rosen y Nape ensangrentadas y destrozadas sobre la alfombra. Nape cuenta con lo que le queda de juventud y de op— dones para poder sobrellevar la reunión, pero Rosen tiene aspecto de estar deprimido. Están alrededor de una mesa más grande que una cama de matrimonio; sólo la embajadora está sentada. Detrás de ella pende inclinada la bandera americana junto a una ventana, y detrás de la misma están los cuidadísimos jardines. La embajadora delegada está a un lado.

La embajadora se levanta con cortesía cuando me acerco y me da la mano mientras Rosen nos presenta. Me pregunto si su educadón es una forma de deshonra para los otros.

—Bueno, me imagino que ya sabe cuál es el tema del momento, detective.

—¿Se trata de que el señor Sylvester Warren ha desapareado?

—Lo ha captado. Ya he redbido faxes, llamadas telefónicas y correos electrónicos de dos senadores, una llamada de la Casa Blanca, un fax urgente de su abogado de Nueva York y material de sus empleados. —Echa un vistazo a su reloj, luego a la delegada—. Pero a las doce tengo a la reina, y luego un vuelo a Tokio. Así que lo dejo todo en sus manos. Pueden seguir aquí, no tiene sentido trasladar a todo el mundo a otra habitadón. Siento irme justo cuando acaba de llegar, detective. Por supuesto, espero que pueda ayudarnos. Su coronel Vikorn ha sido muy elogioso con usted por teléfono esta mañana. Dice que lo encontrará. —Hace un rápido examen de mi cara—. Eso podría ser una prioridad muy grande. —Lanza un último vistazo y hace una señal con la cabeza a la delegada y sale de la habitadón por una puerta cercana a la mesa.

—Bueno, me imagino que podemos sentarnos todos —dice la delegada. Atravesamos la habitadón hasta los sillones y sofás dispuestos alrededor de una mesa de centro—. Permítanme repasar las observadones que ha hecho la embajadora, por el bien del detective. —Echa una mirada constante hacia mí con dos dedos levantados—. Dos posibilidades, detective. O es terrorismo o no lo es. Sólo tenemos unas cuantas horas para decidir. Por un lado, Sylvester Warren es un americano prominente que se sabe que visita este país todos los meses. Es amigo de presidentes y jefes de estado y es probable que sea tan conocido en el sudeste asiático como en Estados Unidos. Quizá más. Este país cuenta con una población musulmana considerable. Al sur de nosotros, sin ir más lejos, en Malasia e Indonesia, están los países musulmanes más populosos del mundo, con un buen número de facciones extremistas. Las fronteras son porosas, cualquiera puede entrar por tierra o por mar. No hace falta que le diga qué conexiones empezará a hacer la gente. ¿Ve cuál es la cuestión, detective? Se trata tanto de diplomacia como de investigación forense. El motivo de que tengamos agregados jurídicos es que esas dos disciplinas de vez en cuando se confunden, y nos gusta que nos den un pequeño aviso cuando está a punto de suceder. —Aprieta los labios mientras examina a los otros.

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