Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
La lluvia silbaba en las piedras altas, caía salpicando los resbaladizos adoquines, se deslizaba formando innumerables hilillos por los muros semiderruidos, corría con un gorgoteo por entre las grietas del camino. El pesado golpeteo de los cascos de los caballos sonaba amortiguado. Las ruedas del carro gemían con un leve chirrido. No se oía nada más. Ni asomo del bullicio, la algarabía y el alboroto de las multitudes. Ni graznidos de aves, ni ladridos de perros, ni la barahúnda que suele acompañar al comercio. Ni atisbo de vida. Ni atisbo de movimiento. Sólo los enormes edificios negros que se perdían en la distancia bajo un fino manto de lluvia y los jirones de nubes que se deslizaban parsimoniosos por el cielo oscuro.
Pasaron por delante de las ruinas de un templo, una masa caótica de bloques y losas que chorreaban, cuyo pavimento agrietado estaba sembrado de descomunales fragmentos de columnas volcados de lado y de grandes piedras del techo, que permanecían en el mismo sitio en que habían caído. A excepción de la mancha rosàcea que le cruzaba el mentón, el rostro empapado de Luthar estaba pálido como la cera mientras contemplaba las imponentes ruinas que se alzaban a ambos lados del camino.
—Es infernal —masculló.
—Y que lo diga —musitó entre dientes Pielargo—, una visión verdaderamente impresionante.
—Palacios de difuntos acaudalados —dijo Bayaz—. Templos en los que se rezaba a iracundos dioses. Mercados donde se compraban y vendían mercancías, animales, personas. Donde se compraban y vendían los unos a los otros. Teatros, y baños, y burdeles donde se daba rienda suelta a las pasiones antes de que llegara Glustrod —señaló un valle de piedras empapadas que se abría al otro extremo de la plaza—. Ésa es la Vía Caline. La principal arteria de la ciudad, el lugar donde residían los ciudadanos más opulentos. Traza una línea casi recta que va desde la puerta del norte hasta la del sur. Bueno, ahora presten atención —dijo volviéndose en su crujiente silla de montar—. A unos cuatro kilómetros al sur de la ciudad se alza un promontorio bastante elevado, coronado por un templo. La Peña Saturline la llamaban en los Viejos Tiempos. Si por un casual nos separamos, es ahí donde nos reuniremos.
—¿Por qué habríamos de separarnos? —inquirió Luthar abriendo mucho los ojos.
—La ciudad se asienta sobre un terreno... poco firme y propenso a los temblores. Los edificios son muy antiguos y bastante inestables. Tengo la esperanza de que podamos cruzar sin ningún percance pero... sería imprudente fiarlo todo a una simple esperanza. Si ocurriera algo, diríjanse hacia el sur. Hacia la Peña Saturline. Pero de momento procuren mantenerse lo más juntos que puedan.
Casi ni hacía falta decirlo. Mientras se encaminaban hacia la ciudad, Logen miró a Ferro; con sus negros cabellos en punta y su rostro moreno perlado de humedad, contemplaba con recelo los descomunales edificios que flanqueaban el camino.
—Si pasa algo —susurró Logen—, me ayudarás a salir del aprieto, ¿eh?
Ferro se volvió hacia él y asintió.
—Será si puedo, pálido.
—Claro.
La única cosa peor que una ciudad llena de gente es una ciudad donde no hay absolutamente nadie.
Ferro cabalgaba agarrando el arco con una mano y las riendas con la otra, mirando a diestro y siniestro, escudriñando las avenidas, las ventanas, los umbrales, esforzándose por ver lo que había detrás de las esquinas cuarteadas y de los muros agrietados. No sabía qué era lo que estaba buscando.
Pero no la pillarían desprevenida.
Todos se sentían igual que ella, se daba perfecta cuenta. Miró a Nuevededos: las fibras de los músculos de sus mandíbulas se tensaban y se destensaban en un lado de su cabeza mientras lanzaba miradas ceñudas a las ruinas. En todo momento mantenía la mano cerca de la empuñadura de su espada, cuyo frío metal mellado estaba cubierto de gotas de humedad.
Cualquier pequeño ruido bastaba para hacer que Luthar pegara un bote: el crujir de una piedra bajo las ruedas del carro, el chapoteo del agua en un charco, el bufido de uno de los caballos. Giraba bruscamente la cabeza a uno y otro lado, arrojando gotas de agua desde las puntas de sus cabellos empapados, y su lengua no paraba de chupar la muesca abierta en su labio partido.
Quai iba sentado en el carro, inclinado hacia delante, con su pelo húmedo dando sacudidas alrededor de su rostro demacrado, y sus pálidos labios apretados formando una tensa línea. Cuando agitó las riendas, Ferro advirtió que las estaba agarrando con tal fuerza que los tendones se le marcaban en el dorso de sus finas manos. Pielargo no paraba de mirar las interminables ruinas con los ojos y la boca entreabiertos. De vez en cuando unos chorritos de agua resbalaban por la fina pelusa de su cráneo huesudo. Por una vez, no parecía tener nada que decir: la única pequeña ventaja de aquel lugar dejado de la mano de Dios.
Bayaz trataba de aparentar confianza, pero Ferro no se dejaba engañar. Advirtió un temblor en su mano cada vez que soltaba las riendas para quitarse el agua de sus pobladas cejas. Advirtió que no paraba de mover la boca cuando atravesaban un cruce, se fijó en cómo escrutaba el fino manto de lluvia tratando de decidir cuál era el camino correcto. En todos sus movimientos se veía escrita la inquietud y la duda. Él lo sabía tan bien como ella. Aquél no era un lugar seguro.
Clin-clank.
Un débil ruido, parecido al de un martillo que golpeara un yunque en la lejanía, atravesó la lluvia. El ruido de unas armas que se están poniendo a punto. Apoyándose en las espuelas, Ferro se irguió para tratar de escucharlo mejor.
—¿Oyes eso? —preguntó a Nuevededos.
El norteño se detuvo, entrecerró los ojos tratando de distinguir algo y aguzó el oído.
Clink clank.
—Lo oigo —acto seguido, desenvainó su espada.
—¿Qué pasa? —Luthar miraba a todas partes con los ojos desorbitados mientras buscaba a tientas sus armas.
—Ahí no hay nada —refunfuñó Bayaz.
Ferro alzó una mano, indicándoles que se detuvieran; luego desmontó, pegó la espalda a la rugosa superficie de uno de los enormes bloques de piedra y, encajando una flecha en el arco, avanzó sigilosamente hacia la esquina del siguiente edificio.
Clank-clin
. Sintió que Nuevededos venía detrás de ella, moviéndose con cautela; le tranquilizaba tenerlo detrás.
Dobló la esquina, posando una rodilla en tierra, y oteó el panorama que se abría ante ella: una plaza desierta sembrada de charcos y llena de escombros. Al fondo había una torre inclinada, en cuya parte superior se abrían unos ventanales desvencijados sobre los que se alzaba una cúpula deslustrada. Algo se movía en su interior. Una silueta oscura que se balanceaba de un lado a otro. Tener un blanco al que disparar su flecha le alegró tanto que casi sonrió.
Era reconfortante contar con un enemigo.
Entonces oyó el ruido de unos cascos de caballo. Bayaz pasó a su lado y entró en la plaza ruinosa.
—¡Chiss! —le chistó, pero él no le hizo caso.
—Puedes guardar tu arma —dijo el Mago, volviendo la cabeza—. No es más que una vieja campana mecida por el viento. Las había a cientos en la ciudad. Tendrías que haberlas oído tañer cuando nacía un Emperador, o en el día de su coronación, o en el de su boda, o cuando regresaba de una campaña triunfal —acto seguido, alzó los brazos y subió la voz—. El aire resonaba con su jubiloso estruendo, y, desde todas las plazas, desde todas las calles, desde todos los tejados, los pájaros alzaban el vuelo y cubrían el cielo —ahora gritaba a pleno pulmón—. ¡Y las gentes se agolpaban en las calles! ¡Y se asomaban a todas las ventanas! ¡Y derramaban sobre el bienamado una lluvia de pétalos de flores! ¡Y le vitoreaban hasta quedarse roncos! —luego soltó una carcajada y dejó caer los brazos. Arriba, a lo lejos, la campana seguía tañendo mecida por el viento—. Pero de eso hace ya mucho. Sigamos.
Quai sacudió las riendas, y el carro comenzó a traquetear detrás del Mago. Nuevededos pasó a su lado y se encogió de hombros mientras volvía a envainar la espada. Durante unos instantes, Ferro permaneció inmóvil, mirando con recelo a la torre inclinada, cuya adusta silueta se recortaba sobre los negros nubarrones que desfilaban por el cielo.
Clin-clank
.
Luego siguió a los demás.
Las estatuas surgían de dos en dos en medio de la feroz lluvia; inmóviles parejas de gigantes cuyas facciones desgastadas por el tiempo habían perdido cualquier rasgo diferenciador. El agua corría por la pulida superficie de mármol y caía a gotas desde las largas barbas, desde las faldillas de las armaduras, desde los brazos, que se extendían en ademán de bendición o amenaza, pero que hacía mucho tiempo que habían sido mutilados a la altura de la muñeca, del codo, del hombro. Algunas partes estaban hechas en bronce —enormes cascos, espadas, cetros y coronas de laurel—, todas ellas teñidas ya de una tonalidad verde terrosa que dejaba sucias vetas en la reluciente piedra. Las estatuas emergían de dos en dos en medio de la feroz lluvia y, luego, la lluvia volvía a tragarse a cada pareja de gigantes, relegándolos a las brumas de la historia.
—Emperadores —dijo Bayaz—. Cientos de años de Emperadores.
Con el cuello dolorido de tanto mirar hacia arriba y la lluvia cosquilleándole en la cara, Jezal observaba el amenazador desfile de los soberanos de la antigüedad que se alzaban sobre el camino de baches. Las estatuas eran por lo menos dos veces más grandes que las que había en el Agriont, pero se les parecían lo bastante como para provocar en él una súbita añoranza.
—Es como la Vía Regia de Adua.
—Ajá —rezongó Bayaz—. ¿De dónde cree que saqué la idea?
Jezal aún seguía tratando de asimilar aquel extravagante comentario cuando advirtió que el siguiente par de estatuas era ya el último y que una de ellas estaba inclinada de una forma bastante alarmante.
—¡Detenga el carro! —ordenó Bayaz alzando una mano empapada y espoleando suavemente su montura para que avanzara un poco.
No era sólo que ya no hubiera más Emperadores delante de ellos, es que ni siquiera había camino. Un abismo vertiginoso se abría en la tierra, una enorme grieta que rasgaba la fábrica de la ciudad. Aun forzando la vista, Jezal apenas si alcanzaba a distinguir la pared de rocas quebradas y barro desmoronado que había al otro lado. Más allá sólo se atisbaban fantasmagóricas siluetas de muros y pilares: el difuso contorno de la gran avenida, que aparecía fugazmente y luego era barrido por el embate de la lluvia.
Pielargo carraspeó.
—Entiendo que no vamos a seguir por esta ruta.
Con suma cautela, Jezal se inclinó sobre su silla y se asomó al vacío. Al fondo, muy a lo lejos, se agitaban espumeantes unas aguas oscuras que bañaban la torturada tierra sobre la que se levantaban los cimientos de la ciudad. Una especie de mar subterráneo del que emergían muros agrietados, torres desmochadas y los cuarteados esqueletos de descomunales edificios. En lo alto de una tambaleante columna se erguía aún la estatua de un héroe muerto hace largos años. En tiempos, su mano alzada debió de ser una señal de triunfo. Pero ahora parecía suplicar que alguien le sacara de aquel infierno acuático.
Acometido por un súbito mareo, Jezal volvió a echarse hacia atrás en la silla.
—No, no vamos a seguir por esta ruta —alcanzó a decir con voz ronca.
Bayaz miró con gesto sombrío la incesante molienda del agua.
—En tal caso habrá que encontrar otra, y rápido. La ciudad está llena de grietas como ésta. Aun yendo en línea recta, nos quedan varios kilómetros por recorrer y, además, tenemos que cruzar un puente.
Pielargo frunció el ceño.
—Suponiendo que siga en pie.
—¡Sigue en pie! Kanedias lo construyó para que durara —el Primero de los Magos alzó la vista hacia la lluvia. El cielo, como un sombrío peso que pendiera sobre sus cabezas, empezaba a oscurecerse—. No podemos demorarnos. A este paso no conseguiremos atravesar la ciudad antes de que anochezca.
Jezal alzó la vista y miró espantado al Mago.
—¿Vamos a hacer noche aquí?
—Obviamente —fue la respuesta de Bayaz mientras apartaba a su caballo del borde del precipicio.
Las ruinas se iban cerrando sobre ellos conforme se alejaban de la Vía Caline y se internaban en el corazón de la ciudad. Jezal alzó la mirada para contemplar las amenazadoras sombras que surgían en medio de la oscuridad. La única cosa que le parecía peor que quedarse atrapado en ese lugar de día era tener que pasar allí la noche. Habría preferido pasarla en el infierno. ¿Acaso habría habido alguna diferencia?
El río fluía impetuoso a sus pies por el cañón artificial que formaban unos elevados muros de piedra alisada y mojada. Encajonado en tan angosto espacio, el poderoso Aos arrojaba espuma con inagotable y ciego furor, mordía la roca pulida y lanzaba al aire violentas rociadas de agua. Ferro no alcanzaba a comprender cómo había podido aguantar tanto tiempo con aquel diluvio que le llegaba desde abajo, pero Bayaz no se había equivocado.
El puente del Creador seguía en pie.
—En todos mis viajes por el ancho mundo, en todas y cada una de las ciudades y naciones que existen bajo el pródigo sol, jamás había visto semejante portento —Pielargo sacudió lentamente su cabeza rapada—. ¿Es que es posible construir un puente de metal?
Pero de metal era. Un metal oscuro, liso y mate que relucía con las salpicaduras del agua. Un sencillo arco, de una elegancia increíble, salvaba el vertiginoso abismo apoyado en un intrincado entramado de varillas que se entrecruzaban en el aire, y, en su parte superior, unas planchas metálicas trazaban un amplio y nivelado camino que parecía invitarles a que lo cruzaran. Todas sus aristas estaban afiladas, todas sus curvas eran precisas, todas sus superficies brillaban impolutas. La obra se conservaba en su prístino esplendor en medio del lento deterioro de todo cuanto la rodeaba.
—Como si lo hubieran acabado ayer mismo —murmuró Quai.
—Y, sin embargo, lo más probable es que sea la edificación más antigua de la ciudad —Bayaz señaló con la cabeza la devastación que tenían a sus espaldas—. Todos los logros de Juvens se encuentran en ruinas. Derruidos, rotos y olvidados como si nunca hubieran existido. Las obras del Maestro Creador, en cambio, se mantienen incólumes. Su brillo, si acaso, parece aún más intenso al lucir en medio de un mundo oscurecido —soltó un resoplido y una nube de vaho le salió por la nariz—. ¿Quién sabe? Tal vez lleguen intactas y sin mácula al final de los tiempos, cuando todos nosotros llevemos ya innumerables siglos en la tumba.