Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Qué era? —terció Pielargo con la cuchara detenida a mitad de camino de su boca.
—Su hija.
—Tolomei —susurró Quai con un siseo casi inaudible.
Bayaz asintió con la cabeza y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba como si le hubiera venido a la memoria un recuerdo muy grato.
—Era distinta de cualquier otra mujer. Nunca había salido de la Casa del Hacedor, nunca había hablado con nadie que no fuera su padre. Según me dijo, le ayudaba en algunas tareas. Manipulaba... ciertos materiales... que sólo alguien que tuviera la misma sangre del Creador podía tocar. Creo que ésa fue la principal razón por la que la engendró. Era la mujer más hermosa que haya existido jamás —el rostro de Bayaz palpitó y clavó la vista en el suelo con una sonrisa amarga—. O al menos así se me aparece en el recuerdo.
—Estaba bueno esto —dijo Luthar chupándose los dedos tras dejar su cuenco vacío en el suelo. Últimamente se mostraba bastante menos fastidioso con la comida. Logen supuso que pasarse unas cuantas semanas sin poder masticar bastaría para tener ese efecto en un hombre—. ¿Queda más? —preguntó esperanzado.
—Coja el mío —le siseó Quai tendiéndole bruscamente su cuenco. La expresión del semblante del aprendiz era de una frialdad escalofriante, y sus ojos, dos puntos luminosos que brillaban en la oscuridad, miraban desafiantes a su maestro—. Prosiga.
Bayaz alzó la vista.
—Tolomei me fascinaba y yo a ella también. Ahora parecerá extraño, pero entonces yo era joven, estaba lleno de pasión y todavía tenía una cabellera tan espléndida como la del capitán Luthar —se pasó la palma de la mano por la calva y luego se encogió de hombros—. Nos enamoramos —los miró a todos uno por uno, como retándolos a que se rieran, pero Logen estaba demasiado ocupado sacándose los restos de la salada papilla que se le habían quedado encajados en los dientes y los demás ni siquiera esbozaron una sonrisa.
—Me habló de los trabajos que le encomendaba su padre y poco a poco fui comprendiendo. El Creador había ido reuniendo de acá y de allá los restos de un material del mundo inferior que quedaban de la época en que los demonios poblaban la tierra. Tenía la intención de extraer el poder que contenían esas esquirlas para incorporarlo a sus inventos. Estaba enredando con las fuerzas prohibidas por la Primera Ley y ya había obtenido algunos éxitos.
Logen rebulló inquieto. Se acababa de acordar del extraño y fascinante objeto que había visto en la Casa del Creador colocado en el lecho húmedo de un bloque de piedra blanca. El Divisor, así lo había llamado Bayaz. Dos filos: uno aquí y el otro en el Otro Lado. Se le había quitado el apetito, y empujó hacia el fuego su cuenco a medio terminar.
—Yo estaba horrorizado —prosiguió Bayaz—. Había visto la devastación que Glustrod había traído al mundo y decidí volver con Juvens y contárselo todo. Pero me daba miedo dejar allí a Tolomei, y ella, por su parte, se mostraba reacia a abandonar el único lugar que conocía en el mundo. Me demoré, Kanedias regresó antes de lo previsto y nos descubrió juntos. Su furia fue... —y Bayaz hizo una mueca de dolor como si el mero recuerdo le resultara doloroso— indescriptible. La Casa entera se estremeció, retumbó, ardió. Tuve suerte de salir con vida de allí. Luego huí a buscar refugio con mi antiguo señor.
Ferro resopló con desdén.
—Un tipo indulgente, ¿eh?
—Sí, por fortuna para mí. A pesar de mi traición, Juvens no me rechazó. Sobre todo una vez que le hablé de los intentos de su hermano de quebrantar la Primera Ley. Al poco, el Creador, lleno de ira, se presentó ante Juvens reclamando justicia por la afrenta que había sufrido su hija y por el robo de sus secretos. Pero Juvens se la negó y exigió a Kanedias que le dijera qué experimentos había estado realizando. Los hermanos lucharon y yo salí huyendo. El cielo resplandeció con el furor de su combate. Cuando regresé, mi maestro estaba muerto y su hermano ya se había ido. Juré vengarme. Convoqué a los Magos, que estaban desperdigados por todo el mundo, y emprendimos la guerra contra el Creador. Todos menos Khalul.
—¿Por qué él no? —gruñó Ferro.
—Dijo que no se podía confiar en mí. Que era mi locura la que había provocado la guerra.
—¿Y no tenía razón? —masculló Quai.
—Puede que sí, en parte. Pero también me acusó de cosas mucho peores. Él y su maldito aprendiz, Mamun. Mentiras —bufó mirando hacia el fuego—. Todo mentira, y los demás Magos no se dejaron engañar. Así que Khalul dejó la orden y regresó al sur, donde buscó poder en otras partes. Y lo encontró. Haciendo lo mismo que ya había hecho antes Glustrod y condenándose como él. Quebrantando la Segunda Ley, comiendo carne humana. Sólo once de nosotros fuimos a luchar contra Kanedias y sólo nueve regresamos.
Bayaz respiró hondo y exhaló un prolongado suspiro.
—Bien, maese Quai. Ahí tiene la verdad desnuda de mis errores. Diga si quiere que fueron la causa de la muerte de mi maestro y del cisma de la Orden de los Magos. Diga si quiere que ésa es la razón por la que ahora nos dirigimos hacia el oeste, hacia las ruinas del pasado. Diga si quiere que soy el culpable de que el capitán Luthar tenga la mandíbula rota.
—Las semillas del pasado dan sus frutos en el presente —musitó Logen.
—Así es —dijo Bayaz—. Así es. Un fruto increíblemente amargo. En fin, maese Quai, ¿aprenderá de mis errores, como hice yo, y hará más caso a lo que le diga su maestro?
—Por supuesto. Le obedeceré en todo —dijo el aprendiz. Logen, no obstante, creyó advertir un leve deje de ironía en su voz.
—Sería lo más sensato. Si yo hubiera obedecido a Juvens, tal vez no tendría ahora esto —Bayaz se desabrochó dos botones y se abrió el cuello de la camisa hacia un lado. La luz parpadeante de la hoguera iluminó una desvaída cicatriz que arrancaba de la base del cuello del anciano y bajaba hacia el hombro—. El Creador en persona me la hizo. Un centímetro más y me habría costado la vida —se la frotó con gesto amargo—. A pesar del tiempo que ha pasado, todavía me duele de vez en cuando. Ni se imaginan el dolor que me ha causado a lo largo de los años. En fin, maese Luthar, ya ve que, por muchas marcas que le hayan quedado, podría haber sido bastante peor.
Pielargo carraspeó.
—Una señora herida, qué duda cabe, pero me parece que yo puedo superarla —se agarró la pernera de su mugriento pantalón, se la arremangó hasta la ingle y luego acercó su nervuda pierna a la luz de la hoguera. Una repulsiva cicatriz gris de carne rugosa le recorría la totalidad de la pierna. El propio Logen tuvo que reconocer para sus adentros que estaba impresionado.
—¿Cómo demonios se hizo eso? —inquirió Luthar, con el estómago un poco revuelto.
Pielargo sonrió.
—Hace muchos años, cuando aún era joven, un tifón me hizo naufragar a no mucha distancia de la costa de Suljuk. En total han sido nueve las veces que Dios ha estimado conveniente arrojarme a su frío océano en las peores condiciones meteorológicas imaginables. Por fortuna, también me ha bendecido con una notable destreza en el desempeño del arte natatorio. Pero en aquella ocasión, por desgracia, una especie de pez gigantesco me confundió con su próximo almuerzo.
—¿Un pez? —masculló Ferro.
—Exacto. Un pez de lo más grande y agresivo, con unas fauces tan anchas como el umbral de una puerta y unos dientes que parecían cuchillos. Afortunadamente, un golpe seco en el morro —y azotó el aire con una mano— hizo que me soltara y, luego, una corriente fortuita me condujo a la costa. Mis bendiciones se vieron doblemente incrementadas cuando encontré entre los nativos a una gentil dama que tuvo a bien acogerme en su casa, pues, como es bien sabido, las gentes de Suljuk suelen desconfiar de los forasteros —suspiró alegremente—. Gracias a eso aprendí su idioma. Un pueblo con un alto sentido espiritual, sí. En fin, Dios me ha colmado de bendiciones —durante unos instantes reinó el silencio.
—Seguro que usted puede superarlo —Luthar miró a Logen con una sonrisa de oreja a oreja.
—Una vez me mordió una oveja que tenía muy mal genio, pero no dejó mucha marca.
—¿Y qué me dice del dedo?
—¿Esto? —Miró su viejo muñón y lo movió de atrás adelante—. ¿Qué le pasa?
—¿Cómo lo perdió?
Logen torció el gesto. No estaba muy seguro de que le gustara el derrotero que estaba tomando la conversación. Una cosa era oír hablar de los errores de Bayaz y otra muy distinta tener que hablar de los suyos. Bien sabían los muertos que había cometido cantidad de ellos, y algunos muy gordos. Pero todos le miraban. Algo tenía que decir.
—Lo perdí en una batalla. Frente a un lugar llamado Carleon. Entonces era joven, y también yo estaba lleno de pasión. La culpa la tuvo mi manía de lanzarme de cabeza al grueso del combate. Esa vez, cuando salí, el dedo había volado.
—Y en el calor de la refriega ni se dio cuenta, ¿no? —preguntó Bayaz.
—Algo así —frunció el ceño y se frotó suavemente el muñón—. Es raro. Mucho tiempo después de haberlo perdido aún seguía sintiendo a veces un picor justo en la punta. Me volvía loco. ¿Cómo te puedes rascar un dedo que no tienes?
—¿Le dolió mucho? —preguntó Luthar.
—De cojones, al principio, pero ni la mitad que muchas otras heridas que tengo.
—¿Como cuál?
Eso iba a tener que pensárselo. Se rascó la cara y fue repasando mentalmente todas las horas, los días y las semanas que se había pasado herido, ensangrentado y aullando de dolor. Todas las veces que había andado cojeando o que había tenido que cortar la carne con las manos vendadas.
—Una vez me dieron un buen tajo en la cara con una espada. Tenían que haber visto cómo sangraba aquello —dijo palpándose la muesca que le había dejado Tul Duru en la oreja—. Otra vez casi me saltan un ojo con una flecha —añadió frotándose la cicatriz en forma de media luna que tenía debajo del entrecejo—. Tardaron varias horas en sacarme todas las astillas. En el asedio de Uffrith me cayó encima una piedra enorme. El primer día también —se frotó la coronilla y se tocó los bultos que tenía debajo del cabello—. Me rompió el cráneo y, ya de paso, un hombro.
—Feo asunto —dijo Bayaz.
—Fue culpa mía. Es lo que suele pasar cuando uno trata de derrumbar las murallas de una ciudad con las manos —Luthar le miró fijamente, y Logen se encogió de hombros—. No funcionó. Ya les he dicho que de joven tenía la sangre muy caliente.
—Lo que me sorprende es que no intentara acabar con ellas a mordiscos.
—Seguramente ése habría sido mi siguiente paso. Tal vez fuera una suerte que me cayera esa piedra encima. Así al menos he conservado mis dientes. Me pasé dos meses tumbado pegando alaridos mientras proseguía el asedio de la ciudad. Me recuperé justo a tiempo de combatir con Tresárboles. En otras palabras, que me volví a fastidiar todo lo que me había fastidiado antes, y algunas cosas más —Logen hizo una mueca de dolor al recordarlo; dobló los dedos de la mano derecha y luego los estiró, sintiéndolos otra vez machacados—. Aquello sí que dolió. Aunque no tanto como esto —se metió una mano por debajo del cinturón y se levantó la camisa. Todos se asomaron entre las llamas para ver lo que señalaba. Justo debajo de la última costilla, en la oquedad de al lado del estómago, se veía una pequeña cicatriz.
—No parece gran cosa —dijo Luthar.
Logen se dio la vuelta para mostrarles la espalda.
—Ahí está el resto —dijo apuntando con el pulgar a la espina dorsal, donde sabía que había una cicatriz mucho más grande. Se produjo un profundo silencio mientras asimilaban lo que estaban viendo.
—¿Le atravesaron de lado a lado?
—De lado a lado, sí, con una lanza. En un duelo con un hombre al que llamaban Hosco Harding. Tengo suerte de estar vivo, por éstas.
—Si fue en un duelo —murmuró Bayaz—, ¿cómo es que salió con vida?
Logen se humedeció los labios. Tenía un regusto amargo en la boca.
—Le vencí.
—¿Con una lanza atravesada?
—No me enteré hasta más tarde.
Pielargo y Luthar se miraron con el ceño fruncido.
—No parece fácil pasar por alto un detalle como ése —dijo el Navegante.
—Eso es lo que cualquiera pensaría —Logen titubeó un instante para ver si había alguna manera de suavizar las cosas, pero no la había—. Verán, a veces... bueno... no sé lo que hago.
Se hizo un prolongado silencio.
—¿Qué quiere decir? —le interrogó Bayaz. Logen hizo un gesto de dolor. El frágil clima de confianza que había conseguido crear en los últimos días corría peligro de venirse abajo, pero no tenía elección. Nunca se le había dado bien mentir.
—Una vez, debía de tener yo unos catorce años, discutí con un amigo. Ni siquiera me acuerdo de la razón. Lo que sí recuerdo es que estaba furioso. Y que él me golpeó. Luego me encontré mirándome las manos —y se miró las manos, que se destacaban pálidas en medio de la oscuridad—. Le había estrangulado. Bien muerto estaba. No recordaba haberlo hecho, pero ahí no había nadie más que yo y tenía sangre encajada en las uñas. Le arrastré hasta unos peñascos y lo tiré de cabeza. Luego dije que se había caído de un árbol y se había matado, y todo el mundo me creyó. Su madre lloró y eso, pero, ¿qué podía hacer yo? Esa fue la primera vez que me pasó.
Logen sentía que los ojos de todos los miembros del grupo estaban clavados en él.
—Algunos años más tarde casi mato a mi padre. Le apuñalé mientras comía. No sé por qué. No tengo ni la más remota idea. Por fortuna, se curó.
Notó que Pielargo se apartaba de él. No podía reprochárselo.
—Eso fue cuando las incursiones de los Shanka empezaban a ser más frecuentes. Así que un día mi padre me envió al sur, al otro lado de las montañas, para que buscara ayuda. Encontré a Bethod, que se ofreció a ayudarme si yo luchaba para él. Y yo, tonto de mí, acepté encantado. Pero la lucha se prolongó y se prolongó. La de cosas que hice en aquellas guerras... Y la de cosas que me dijeron que hice —respiró hondo—. Maté a varios amigos. Así que ya pueden imaginarse lo que les hice a los enemigos. Además, me gustaba. Me encantaba sentarme en la parte alta de la hoguera, mirar a los hombres, ver el miedo reflejado en sus rostros, ver que nadie se atrevía a mirarme a la cara, pero las cosas fueron a peor. Y a peor. Hubo un invierno en que me pasé la mayor parte del tiempo sin saber quién era ni lo que hacía. A veces me daba cuenta de que me iba a venir, pero no podía hacer nada para evitarlo. Nadie sabía quién sería el próximo al que mataría. Todos estaban cagados de miedo, incluso Bethod, pero el que más miedo tenía era yo.