Antes de que los cuelguen (24 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Luego los miró a todos a los ojos uno por uno, consiguiendo que el Sabueso se sintiera un poco avergonzado por haber dudado de él.

—Y en cuanto a lo de buscar a Bethod donde no está, te recuerdo que Bethod no acostumbra precisamente a estar donde se le espera. Nos han dicho que exploremos y explorar es lo que vamos a hacer —acto seguido, se inclinó sobre la silla—. Qué os parece si de ahora en adelante nos guiamos por esta máxima: bocas cerradas y ojos abiertos —y, dándose la vuelta, apremió a su montura y se metió entre los árboles.

Dow respiró hondo.

—Está bien, jefe, está bien. Pero es una lástima. Sólo digo eso, una lástima.

—Son tres —dijo el Sabueso—. Hombres del Norte, seguro, aunque no es fácil saber de qué clan. Pero si están tan abajo, es que son gentes de Bethod.

—Más que probable —dijo Tul—. Parece ser la costumbre hoy en día.

—¿Sólo tres? —preguntó Tresárboles—. No tiene sentido que Bethod haya mandado tres hombres solos hasta aquí. Tiene que haber más por los alrededores.

—Ocupémonos de esos tres y ya nos las veremos luego con los demás —gruñó Dow—. He venido aquí a luchar.

—Has venido aquí porque yo te he traído a rastras —dijo Tresárboles—. Hace una hora querías darte la vuelta.

—Ajá —soltó Hosco.

—También podemos esquivarlos si queremos —dijo el Sabueso señalando el frío bosque—. Están en las laderas de allá arriba, entre los árboles. Sería fácil esquivarlos.

Tresárboles miró el cielo gris rosáceo que asomaba entre las ramas de los árboles y sacudió la cabeza.

—No. Se nos está yendo la luz, y no quiero dejarlos a nuestras espaldas en la oscuridad. Ya que nosotros estamos aquí, y ellos allá, será mejor que nos ocupemos de ellos. A por las armas —se puso en cuclillas y habló en voz baja—. Esto es lo que haremos. Sabueso, rodéalos y ponte por encima de ellos, en lo alto de esa ladera de ahí. Cuando oigas la señal, te ocupas del de la izquierda. ¿Me sigues? El de la izquierda. Y procura no fallar.

—Bien —dijo el Sabueso—, el de la izquierda —que no fallara, más o menos, no hacía falta decirlo.

—Dow, tú te arrastras hasta ellos sin hacer ruido y te ocupas del que está en medio.

—El de en medio —gruñó Dow—. Dale por muerto.

—Eso deja uno para ti, Hosco —Hosco asintió sin levantar la vista de su arco, que estaba limpiando con un trapo—. Que sea un trabajo limpio, muchachos. No quiero tener que devolveros al barro por un asunto como éste. A vuestros puestos.

El Sabueso encontró un buen puesto por encima de los tres exploradores de Bethod y se los quedó vigilando oculto tras el tronco de un árbol. Debía de haber hecho eso cientos de veces, pero seguía poniéndole nervioso. Probablemente fuera mejor así. Los errores llegan cuando las cosas parecen fáciles.

Como estaba atento a que apareciera, el Sabueso consiguió distinguir en la penumbra la figura de Dow, que se arrastraba por la maleza con los ojos clavados en su objetivo. Ya estaba cerca, muy cerca. El Sabueso preparó una flecha y, respirando muy despacio para que no le temblaran las manos, apuntó al de la izquierda. Fue entonces cuando se dio cuenta. Al haberse pasado al otro lado, el tipo que antes estaba a la izquierda se encontraba ahora a la derecha. ¿A cuál de los dos tenía que disparar?

Se maldijo a sí mismo mientras se esforzaba por recordar las palabras exactas de Tresárboles. Rodéalos y ocúpate del de la izquierda. Como peor habría sido no hacer nada, apuntó al de la izquierda confiando en que todo saliera bien.

Desde abajo llegó la llamada de Tresárboles, que sonaba como un pájaro que cantara en el bosque. Dow se preparó para saltar y el Sabueso soltó la flecha. Un instante después, se incrustaba con un ruido sordo en la espalda de su blanco justo en el mismo momento en que Hosco le acertaba por delante y Dow se abalanzaba sobre el de en medio y lo apuñalaba por la espalda. Eso hizo que quedara uno indemne con una expresión de inmensa sorpresa en la cara.

—Mierda —susurró el Sabueso.

—Socorro —tuvo tiempo de gritar el último de ellos antes de que Dow saltara sobre él. Rodaron por la hojarasca, gruñendo, retorciéndose. El brazo de Dow subió y bajó: una vez, dos veces, tres veces. Luego se levantó y miró entre los árboles con cara de muy pocos amigos. El Sabueso se disponía a encogerse de hombros cuando oyó una voz a sus espaldas.

—¿Qué pasa ahí?

Se quedó helado. Otro más, a menos de diez zancadas, entre los arbustos. Procurando no hacer ruido, cogió una flecha, la encajó en el arco y luego se dio lentamente la vuelta. Vio dos, ellos le vieron a él, y la boca se le llenó de un sabor tan agrio como el de la cerveza rancia. Se miraron fijamente. El Sabueso apuntó al más grande de los dos y tensó el arco.

—¡No! —gritó el tipo. La flecha se alojó en su pecho y el hombre exhaló un gemido, se tambaleó y luego cayó de rodillas. El Sabueso tiró el arco y se apresuró a coger el cuchillo, pero no pudo sacarlo antes de que el otro se le echara encima. Se estrellaron contra la maleza y empezaron a rodar ladera abajo.

Luz, oscuridad, luz, oscuridad. Caían dando vueltas, lanzándose patadas, puñetazos, arañándose. El Sabueso se dio un golpe en la cabeza y de pronto se encontró de espaldas, enzarzado con él. Se lanzaban bufidos; no exactamente palabras, sino unos sonidos como los que hacen los perros al luchar. El tipo consiguió soltarse una mano y se sacó un puñal de alguna parte, pero el Sabueso logró sujetarle la muñeca antes de que se lo clavara.

Descargando todo el peso de su cuerpo sobre él, empujaba hacia abajo con el puñal sujeto con las dos manos. Y el Sabueso le sujetaba las muñecas con ambas manos mientras empujaba en sentido contrario con todas sus fuerzas. Pero no parecían ser suficientes. El puñal descendía poco a poco hacia su cara. Bizqueando, lo miraba fijamente: una punta de metal reluciente situada a unos pocos centímetros de su nariz.

—¡Muérete, cabrón! —oyó, y la punta bajó otro centímetro más. Le ardían los hombros, los brazos, las manos; ya casi no tenía fuerzas. Miró el rostro de su enemigo. Barba de varios días en el mentón, dientes amarillentos, nariz aguileña con marcas de viruela. La punta avanzó un poco más. El Sabueso era hombre muerto, nada iba a impedirlo.

¡Zas!

Ya no había cabeza. El rostro del Sabueso recibió un baño de sangre caliente, pegajosa, hedionda. El cuerpo de su enemigo quedó inerte, y el Sabueso, con los ojos, la nariz y la boca llenos de sangre, lo apartó de un codazo. Se puso de pie tambaleándose, resollando, tosiendo, escupiendo.

—Ya está, Sabueso. Asunto arreglado. —Tul. Debía de haberse acercado a ellos mientras peleaban.

—Sigo vivo —susurró el Sabueso, como solía hacer Logen cuando el combate había terminado—. Sigo vivo —por los muertos, un poco más y esta vez no lo contaba.

—No parece que fueran muy bien equipados —dijo Dow mientras revolvía por el campamento. Un cazo puesto al fuego, unas cuantas armas y algunos otros bártulos; comida más bien poca. No la suficiente para andar solos por aquel bosque.

—Exploradores quizás —dijo Tresárboles—. ¿Una avanzadilla de un contingente mayor, tal vez?

—Lo más seguro —dijo Dow.

Tresárboles dio una palmada al Sabueso en la espalda.

—¿Todo bien?

Seguía muy ocupado limpiándose de sangre la cara.

—Creo que sí —un poco tembloroso todavía, pero eso se pasaba—. Sólo unos cuantos cortes y magulladuras. Nada que me vaya a matar.

—Bien, porque no puedo prescindir de ti. ¿Qué tal si te subes a uno de esos árboles y echas un vistazo mientras nosotros arreglamos este desbarajuste? A ver si averiguas para quiénes exploraban los cabrones estos.

—De acuerdo —dijo el Sabueso, y, luego, inspiró una buena bocanada de aire y la expulsó—. De acuerdo.

—¿Conque un trabajo de mierda, eh, Dow? —le susurró Tresárboles—. ¡Un trabajo de niños por el que encima teníamos que dar las gracias! ¿Qué me dices ahora?

—A lo mejor he cometido un error.

—De los grandes —terció el Sabueso.

Cientos de hogueras ardían en las oscuras laderas, cientos de hogueras y mucho más. Porque ahí abajo, ni que decir tiene, también había hombres. La mayoría siervos, con armamento ligero, pero también un buen número de Caris. El Sabueso veía reflejadas las últimas luces del día en las puntas de las lanzas, en los escudos y en las pulidas cotas de malla de los hombres que se apiñaban en torno a los flameantes estandartes de los jefes de clan, prestos para el combate. Un auténtico enjambre de estandartes. Unos veinte o treinta, calculando a ojo. El Sabueso nunca había visto más de diez juntos.

—El mayor ejército que jamás haya salido del Norte —masculló.

—Ajá —dijo Tresárboles—. Todos ellos a las órdenes de Bethod y a no más de cinco días a caballo de los sureños —luego señaló a uno de los estandartes—. ¿Ese de ahí abajo no es el estandarte de Huesocorto?

—Hummm —refunfuñó Dow y, acto seguido, lanzó un escupitajo a la maleza—. Sí, es su enseña. Yo tengo varias cuentas pendientes con ése.

—Ahí abajo está lleno de cuentas pendientes —dijo Tresárboles—. Ese otro de ahí es el de Pálido como la Nieve, y también está el de Costado Blanco, y el de Crendel Goring, por encima de las rocas esas. Una compañía sanguinaria. Todos los que tomaron partido por Bethod desde el principio. Todos bien recompensados por ello, me imagino.

—¿Y esos de ahí? —preguntó el Sabueso señalando unos estandartes que no reconocía: unas siniestras enseñas llenas de pellejos y huesos. Por el tipo de emblema le parecía que podían ser montañeses—. ¿No será el estandarte de Crummock-i-Phail, verdad?

—Imposible. Jamás se arrodillaría ante Bethod ni ante ningún otro. Ese loco seguirá arriba en las montañas, haciendo invocaciones a la luna y todo este tipo de cosas.

—A menos que Bethod haya acabado con él.

Tresárboles negó con la cabeza.

—Lo dudo. Es un perro astuto, ese Crummock. Lleva años resistiendo a Bethod en las Altiplanicies. Se conoce todos los caminos, o eso dicen.

—Entonces, ¿de quién son esas enseñas?

—Ni idea, puede que sean de gentes del este, de más allá de Crinna. Hay tipos muy raros por esas tierras. ¿Reconoces alguno de esos estandartes, Hosco?

—Hummm —respondió Hosco, pero no dijo nada más.

—Qué más da de quién sean —masculló Dow—. ¿Os habéis fijado en la cantidad que hay? Me cago en la puta, ahí abajo está la mitad del Norte.

—Y la peor mitad —dijo el Sabueso contemplando el estandarte de Bethod, que se alzaba maligno en medio de la hueste. Un círculo rojo pintado sobre lo que parecía un acre de pellejos negros; grande como un prado, montado sobre el tronco de un enorme pino y tremolando al viento—. No me haría gracia tener que cargar con él —dijo entre dientes.

Dow se acercó reptando y se les pegó.

—Tal vez pudiéramos colarnos ahí aprovechando la oscuridad —susurró—. Tal vez pudiéramos colarnos y meterle un acero a Bethod.

Todos se miraron. Era un riesgo inmenso, pero el Sabueso no tenía ninguna duda de que valía la pena intentarlo. No había ni uno solo de ellos que no hubiera soñado alguna vez con mandar a Bethod de vuelta al barro.

—Meterle un acero al cabrón ese —masculló Tul con una sonrisa de oreja a oreja.

—Grrr —gruñó Hosco.

—Una misión como ésa sí que vale la pena —siseó Dow—, ¡Ése sí que es un trabajo digno!

El Sabueso asintió con la cabeza sin dejar de mirar las fogatas.

—Desde luego —un trabajo noble. Un trabajo propio de unos Grandes Guerreros como lo eran ellos o, al menos, como lo fueron en tiempos. Seguro que se harían canciones sobre el tema. Sólo de pensarlo, al Sabueso le hervía la sangre en las venas y sentía un cosquilleo en las manos. Pero Tresárboles no estaba por la labor.

—No. No podemos correr ese riesgo. Tenemos que regresar y advertir a la Unión. Decirles que tienen invitados. Los peores invitados posibles, y en gran cantidad —luego se tiró de la barba, y el Sabueso concluyó que tampoco a él le hacía gracia darse la vuelta. A ninguno se la hacía, pero todos, Dow incluido, sabían que tenía razón. Lo más probable es que no pudieran llegar hasta Bethod y, en caso de que lo consiguieran, lo único seguro es que jamás saldrían de allí.

—Hay que volver —dijo el Sabueso.

—Entendido —dijo Dow—. Volvemos. Pero es una lástima.

—Así es —dijo Tresárboles—. Una lástima.

Sombras alargadas

—Por los muertos.

Ferro no dijo nada, pero, por primera vez desde que la conocía Logen, el ceño se le había borrado del rostro. La cara se le había desencajado y tenía la boca entreabierta. Luthar, por el contrario, se reía como un loco.

—¿Alguna vez habían visto algo parecido? —gritó imponiéndose al estruendo mientras señalaba hacia delante con mano temblorosa.

—No hay nada que se le pueda comparar —dijo Bayaz.

Logen tenía que admitir que no había parado de preguntarse a qué venía tanta historia con el asunto del cruce del río. Algunos de los más grandes del Norte podían plantear algún que otro problema, sobre todo si se trataba de cruzarlos en la estación equivocada o con mucho equipo. Pero, si no había puente, se buscaba un buen vado, se ponían las armas encima de la cabeza y se pasaba al otro lado. Puede que las botas tardaran un rato en secarse y que hubiera que tener los ojos bien abiertos por temor a las emboscadas, pero, por lo demás, no había mucho que temer de un río. Era un buen lugar para llenar los odres de agua.

Llenar un odre en el Aos habría resultado bastante peligroso, a no ser que se contara con una soga de cien zancadas de larga.

Una vez había estado en los acantilados que había cerca de Uffrith contemplando las olas que se estrellaban contra las lejanas rocas de abajo y mirando la masa de espumeante agua gris que se perdía en la distancia. Un lugar mareante e inquietante, una especie de cura de humildad. La sensación que producía hallarse al borde del gran cañón del río era muy parecida, aunque, en este caso, a medio kilómetro se erguía otro acantilado. La otra orilla, si es que podía emplearse ese término para designar una descomunal pared de roca.

Con suma cautela, arrastrando los pies y tanteando el suelo blando con la punta de las botas, se acercó hasta el borde y se asomó al vacío. Mala idea. La tierra roja, trabada con las raíces blancas de la hierba, sobresalía un poco y, a continuación, la pared de roca caía casi a pico. Abajo, muy lejos, el agua espumeante rompía contra ella y arrojaba al aire enormes columnas de brillante rocío, nubes de neblina húmeda que Logen casi llegaba a sentir en la cara. Alargadas matas de hierba se aferraban a las grietas y a las cornisas, y, a su alrededor, revoloteaban los pájaros, cientos de pequeños pájaros blancos. Logen apenas alcanzaba a oír sus gorjeos en medio del imponente estruendo del río.

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