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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (62 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—Este doctorado señor —dijo, señalándome al hombre— no es la docta ignorancia que tan buenos frutos dio en mejores días, sino la ignorancia docta y el analfabetismo diplomado. Hijo de un zapatero ligur que había traído al país una honradez infinita, un alma de oro y un oficio útil, este quídam hubiera llegado a ser en otros climas un remendón casi tan bueno como su padre. Mas, ¡ay!, el zapatero ligur se vio de pronto en una urbe que hacía gala de querer doctorar a su millón y medio de habitantes, y en la cual no había oficio útil ni mérito del corazón que no se avergonzase ante la prosopopeya de un título universitario. ¿Qué haría, entonces, el zapatero ligur con un hijo, una trincheta y un tirapié? Noche y día se puso a clavetear los trajinados botines de Saavedra, se quitó el pan de la boca y sacrificó el sueño al ensueño, mientras este pelmazo rendía exámenes a regañadientes, cuidaba sus uñas, perdía sus noches en los
danángs
y agregaba un Núñez a su Scarpi nativo, no sin lanzar a su futuro una mirada recta y a su pasado una mirada oblicua. Y al fin, cuando esta preciosura consiguió su diploma, el zapatero ligur creyó tocar el cielo con la mano.

Irguiéndose a medias en su chiquero, el doctor Scarpi Núñez se ajustó dignamente los anteojos:

—Señor mío —refunfuñó—, sepa que no me avergüenzo de mi origen.

—¡El doctor ha contestado! —exclamó la rolliza Betty, con aire de triunfo.

—El doctor oculta la verdad —me dijo Schultze—. Porque no bien instaló su bufete, y contrajo un matrimonio por dinero, y se lanzó a una existencia inspirada en el lujo, el malthusianismo y la frivolidad, este quídam sólo tuvo una preocupación grave: la de ocultar al zapatero ligur, la de hundirlo en la sombra, mediante cien estratagemas cuya sola descripción haría llorar a un peñasco. El zapatero ligur lo entendió al fin, y en un principio se decidió a no deshonrar aquella gloria que había cimentado él con un millar de botines rotos; volvió a su tabuco de Saavedra, y sólo por la noche lo abandonaba sigilosamente para llegarse hasta la puerta del quídam y acariciar sus doctorales chapas de bronce. Pero, más tarde, la soledad del alma y el frío del corazón le inspiraron una indiferencia que algunos toman hoy por locura: el zapatero ligur vive ahora con un perrito llamado «Beffa», cuya única pasión es la de ladrar furiosamente a todas las chapas doctorales del barrio.

En este punto la rolliza Betty gritó, arrebolada de cólera y sacudiendo al doctor Scarpi Núñez, que visiblemente dormía:

—¡Cántale una fresca,
Doc
! ¡No te dejes escupir el asado!

—Silencio, Betty —suspiró él—. No le hagas el caldo gordo a ese Virgilio de ferretería.

Pero Schultze, sin darse por aludido, me siguió diciendo:

—Con todo, si este hombre yace hoy en una pocilga del
Fanguibarrio
no sólo es a causa del zapatero ligur. Este hombre adquirió indudablemente la técnica del picapleitos, como lo hace un deshollinador con la suya; pero el núcleo de su ser permaneció inculto, basto, rechoncho de grosería. ¡Peor aún! La soberbia de su nuevo estado le hizo perder hasta el último vestigio de las virtudes natales; de modo tal que, si los comparásemos ahora, el zapatero ligur frente a su hijo nos parecería un dechado de finura y sensibilidad.

—¡Este hombre delira, Betty! —ronroneó el doctor Scarpi, muerto de sueño.

—Imagínese usted —prosiguió Schultze sin dejar de mirarme— que no bien el quídam vio su diploma en un marco dorado (por cierto de un gusto abominable), se creyó con autoridad suficiente para dar su juicio sobre todas las especulaciones humanas. Pregúntele si en conciertos, exposiciones y teatros no escandalizó a los entendidos con su opinión grosera y su ignorancia fundamental. Pregúntele si no agotó la paciencia de unos y la risa de otros, y si, ante la intimación de aquellos que lo enviaban a sus zapatos, no sacó él a relucir el dogma de la igualdad y el derecho a la opinión que le confería nuestra Carta Magna. ¡Pregúntele, ahí lo tiene!

Schultze guardó silencio; y yo me volví hacia el quídam, no para interrogarlo, sino curioso de saber lo que replicaría. Pero el doctor Scarpi Núñez roncaba ya sonoramente, muy arropado en sus cobijas de lodo.

—¡Chist! —me silenció la rolliza Betty—. El doctor no está visible. Nos alejamos del chiquero, rumbo a la salida del
Fanguibarrio
se nos mostraba cerca.

VI

—¡Bienaventurados los de fuerte riñón y de cintura inquebrantable! ¡Bienaventurados los que, sin mancillar el alma con los delirios del cuerpo ni destruir el cuerpo con los delirios del alma, guardaron la medida justa y el orden armonioso por los cuales el hombre se instala con honor entre el plano del Ángel y el plano de la Bestia! ¡Felices los que no tuvieron imaginación, o le recortaron el ala con las tijeras del amoroso raciocinio! ¡Y felices los que, si escucharon un día el coro de las sirenas, lo hicieron desde aquel mástil en que Ulises fue sujetado, y que le permitió gozar de la música inteligible sin naufragar en el escollo de lo sensible!

Estas palabras dijo Schultze, en tono solemne, cuando el arranque de la segunda espira se manifestó a nuestros ojos. Y al evocar ahora las imágenes de aquel segundo barrio infernal, apruebo
el flatus vocis
con que me las anunció el astrólogo, pero vacila en cambio mi pluma, tales fueron las escenas que vi en aquel círculo y tan numerosas las falanges que allá padecían los rigores de la Venus Terrestre.

Habíamos salido del
Fanguibarrio
por otra hendidura del murallón; y abandonando paraguas y botas nos detuvimos junto a un despeñadero que nos cortaba el paso. Me asomé a la sima, y una ráfaga caliente me azotó el rostro pero ningún sonido humano me llegó desde las honduras. De pronto, algo así como un tambor lejanísimo redobló abajo: el redoble creció hasta el trueno, vibraron las paredes del abismo, y salté atrás. Pero en un reflujo no menos rápido, aquel trueno volvió al redoble y del redoble a un silencio preñado de amenazas.

—Ahí está el puente —me advirtió Schultze, dirigiéndose a una estructura frágil que se lanzaba de un borde al otro de la sima.

Lo seguí sin aventurar comentario alguno, pero receloso de aquel puente que me olía desde lejos a tobogán o a cualquier otro de los artificios en que tan fértil era la imaginación schultziana. Grande fue mi alivio cuando al llegar al puente vi que lo era de verdad, que no le faltaban sus barandales de madera y que se parecía mucho a los que se arquean sobre los arroyos en los grabados chinos. Y, como de costumbre, a mi alivio sucedió un movimiento de audacia que me hizo avanzar sobre el puente con el mayor desenfado, sin advertir el aire de preocupación y el fruncimiento de cejas que gradualmente se acentuaban en el semblante del astrólogo. Habríamos llegado a la mitad del puente, cuando el redoble-trueno volvió a manifestarse, pero seguido ahora de una ráfaga brutal que surgía del abismo y amenazaba con barrernos.

—¡Agárrese a la baranda! —me gritó Schultze.

Obedecí a tiempo, y cerré los ojos hasta que redoble y ráfaga cesaron con la misma rapidez con que habían sobrevenido. Pero Schultze conservaba su aire de inquietud:

—Eso no es todo —me anunció—. Ahora viene lo difícil.

Su mirada buscó alguna cosa en el tramo del puente que deberíamos recorrer aún.

—¿Dónde se habrá metido la sucia bestia? —se preguntó, avanzando con extremadas precauciones.

No había terminado la frase, cuando el monstruo se dejó ver en la cabecera del puente; y reconsiderando ahora las incidencias del viaje, me digo que la presentación de aquel animal fue la jugarreta más abominable que me hizo Schultze en las espiras de su Helicoide. Lo que ya nos cortaba el paso era una gigantesca figura de mujer, totalmente desnuda: rosas de latón y laureles de trapo se entrelazaban en sus revueltas crines; exhibía una combada frente de idiota, unos ojos en desvarío y ciertos labios carnudos que se alargaban ansiosamente a los cuatro puntos cardinales; en el lugar de las mamas tenía dos cabezas de perro que entrecerraban los ojos, como adormecidas; vasto y redondo, su vientre parecía el campo de batalla de todos los delirios; un cangrejo de pinzas inmóviles le disimulaba o le substituía el sexo, y un torpe alón de gallinácea le nacía en cada uno de los glúteos. Y la bestia mostraba en conjunto una expresión de sensualidad tan dolorosa, que sólo con mirarla se me aflojaron los tendones.

—¡Yo no sigo adelante! —protesté, desviando mis ojos de la hetera que vigilaba la cabecera del puente.

—No se le achique a doña Lujuria —me aconsejó el astrólogo—. No haga ver que le tiene miedo.

—¡Yo no le tengo miedo a ese bodrio! —contesté—. Y los alones de sus nalgas me parecen de un gusto muy discutible.

Sin escuchar mi protesta, el astrólogo Schultze me tomó de un brazo y me hizo avanzar hacia la mujer. Pero doña Lujuria se animaba en ese instante; sus dos tetas
perricabezunas
alargaron los hocicos y se pusieron a ladrar furiosamente; nos tendió el
sexicangrejo
sus pinzas amenazadoras; y las dos torpes
nalguiaks
batieron el aire con fuerza, en una infructuosa tentativa de vuelo. Dando saltitos de gallina, la mujer se nos plantó frente a frente:

—¡A ver, muchachos! —susurró con voz monótona—. ¡A ver, muchachos!

—Sí, sí —le contestó Schultze sin detenerse.

—¡A ver, muchachos! ¡A ver, muchachos! —canturreaba doña Lujuria, retrocediendo a saltitos delante de nosotros.

Así llegamos al final del puente y dimos en tierra firme.

—¡Malditos franeleros! —nos gritó entonces la mujer, regresando al sitio de su guardia, mientras las dos cabezas de perro se mordían entre sí rabiosamente.

Antes de pasar a describir los ámbitos de la segunda espira y el orden en que los recorrimos, me es forzoso declarar que aquel infierno nada tenía de barrio: se asemejaba, según recapacité más tarde, a un inmenso estudio de cinematografía, donde raros escenógrafos hubieran montado seis ambientes heterogéneos, uno junto al otro y sin soluciones de continuidad.

El primer escenario en que nos vimos (y no sabría decir cómo) era una enorme sala teatral, decorada por pornográficos atributos de yeso, cortinones roñosos y espejos injuriados de moscas. Una multitud de hombres enardecidos llenaba la platea y las galerías hasta el techo; brumosa con el humo de los cigarrillos, densa de calor animal y oliendo a sudores, a sopas de ajo y a perfumes de insignificante categoría, la atmósfera de aquel salón hubiera podido cortarse con un cuchillo. Mientras el astrólogo buscaba dos localidades vacantes, distinguía yo en la multitud las chaquetas decorativas de los lecheros, los monos azules de los mecánicos, los trajes lustrosos de los oficinistas, los chamberguitos de los estudiantes, las chisteras de los aristócratas y los perramus de los burgueses.

—Aquí está reunida media Villa Crespo —le dije a Schultze cuando me instalé a su lado.

—Las tres cuartas partes de la ciudad —me corrigió el astrólogo—. Pero escuchemos ahora.

Era visible que la multitud se impacientaba. Inicióse de pronto un zapateo infernal que levantó la más acre de las polvaredas: los del paraíso contestaron con una rechifla estridente, y una lluvia de cáscaras de banana cayó sobre el telón de seguridad en el que se leían los anuncios de nuestros más notables especialistas en venéreas. Como si se desease calmar la impaciencia del auditorio, una charanga invisible, de cobres destemplados, rompió a tocar la marcha de San Lorenzo. Pero redobló la silbatina, y mil voces indignadas gritaron en coro:

—¡Murga no, discurso sí! ¡Murga no, discurso sí!

Calló entonces la charanga, levantaron el telón de seguridad, y un silencio expectante reinó en la sala. De pronto, abriéndose paso entre cortinas rojas, un hombrecito apareció en el escenario y se adelantó hasta las candilejas, mientras una ovación clamorosa lo recibía en triunfo.

—¡El petizo Bernini! —exclamé yo al reconocerlo.

—¡Silencio! —me ordenó Schultze—. En esta espira no conviene divulgar nombres.

Era, en efecto, el petizo Bernini quien acababa de aparecer en escena y recibía los aplausos con cierta desganada majestad de
condottiero.
Y como la ovación arreciara, el petizo agradeció con un esquema de sonrisa.

—¡Escuchemos al Jefe! —gritó alguien en la platea.

—Jefe! Jefe! —aulló la muchedumbre delirante.

Entonces el petizo Bernini levantó una mano imperativa:

—¡Estudiantes de ojos perseguidores como lebreles —declamó—, horteras intoxicados de cinematógrafo, obreros de activas muñecas, burgueses en forzosa castidad, y sobre todo vosotros, oh, empleados nacionales! No es un problema vulgar el que nos reúne ahora en este congreso entusiasta, sino un problema que ha torturado al hombre, desde que el mundo es mundo, y cuyas tentativas de solución figuran en las páginas más candentes de la Historia. Me refiero al problema sexual.

—¡Muy bien! —gritó alguien.

—¡Al hablar se agiganta!

—¡Silencio! ¡Silencio!

El tribuno hizo una señal, y cierto proyector oculto le arrojó un haz de luz amarilla.

—Tan alto problema —continuó el petizo— adquiere hoy entre nosotros una gravedad catastrófica. No ignoráis que el desequilibrio entre la oferta y la demanda encarece los artículos de primera necesidad, justamente cuando la demanda es superior a la oferta. Pues bien, señores, esto sucede con la mujer en nuestra ciudad de Buenos Aires.

Hondos suspiros se levantaron de la sala, y el haz de luz que caía sobre Bernini pasó del amarillo al rojo.

—¿Suspiráis, mis bravos oyentes? —exclamó el petizo—. ¡Sí, son vuestros suspiros, y no un viento importuno, los que llegan hasta mí y hacen vibrar las cuerdas de mi lira! No fatigaré vuestra justificable atención con datos estadísticos. Pero, decidme: ¿quién de vosotros, reunido en un café nocturno con cien o más ejemplares de nuestro sexo, no contempló ávida, silenciosa y ferozmente a tres o cuatro divinidades femeninas que, desde un palco inaccesible, trataban de utilizar sus rebeldes instrumentos de música? ¿Quién de vosotros, digo, en un baile familiar de Villa Ortúzar, no malgastó saliva y paciencia tras el empeño inútil de bailar con alguna de las desdeñosas beldades que a ese juego inocente se prestaban y no se prestaban? Y las llamo desdeñosas porque, como si no nos bastase la insuficiencia numérica de tan adorables criaturas, debemos sufrir la altivez y superioridad con que nos tratan, superioridad que, dicho sea en honor de la justicia, sólo su ventajosa situación en plaza les confiere.

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