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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (61 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡Esto es un infierno! —exclamé yo, tapándome los oídos.

—Naturalmente —dijo Schultze—. Pero no se me aleje del centro: conserve su izquierda. Cuanto más nos apartemos del eje, más grande será la vuelta de la espira; y no quisiera que nos eternizáramos en este barrial.

Tiré hacia la izquierda, renegando de la lluvia, del fango voraz que me arrancaba las botas y del malandrín que me había metido en aquel chiquero. De pronto, alguien me llamó desde una ventana próxima:

—¡Vecino! ¡Eh, vecino!

—¡Campanelli! —exclamé yo, reconociendo al hombre gordinflón que desde su ventana me hacía señales amistosas.

El astrólogo echó atrás el paraguas y frunció el entrecejo.

—¿Quién es? —me preguntó.

—Un viejo enemigo. ¡Demonio de Schultze, y qué bien me lo ha ubicado! ¿Puedo hablarle?

—Sólo tres minutos —concedió Schultze.

Nos acercamos a la ventana desde la cual vi un interior sombrío y húmedo, con muebles rengos y empapelados que se caían a jirones: Campanelli se acodaba en el alféizar, mostrándome un aire de timidez y compunción verdaderamente risible; frente a un enorme aparato radiotelefónico, su adiposa mujer, en traje de baño, hacía flexiones y más flexiones a la voz de un
speaker
sin entrañas; en un pianito de juguete que sólo tenía doce teclas, la señorita Campanelli, sentada en el suelo, repetía con imbécil obstinación los tres primeros compases del vals «Sobre las Olas».

—Y bien —dije, mirando sin rencor al hombre de la ventana.

—No sé si me recuerda —balbuceó Campanelli—. Yo habitaba el departamento X, encima del suyo.

—Sí, sí. Todo lo he perdonado.

—¿Qué me ha perdonado usted?

—Aquellas insignificantes molestias —aventuré yo, casi enternecido.

Campanelli esbozó una sonrisa de hiel.

—Usted no me comprende —murmuró—. Usted no lo sabe todo. ¿Se atreve a decir que mi conducta sólo era la expresión de una candorosa brutalidad?

—Yo no diría tanto.

—¡Mucho más, querido señor, mucho más! —dijo Campanelli, exaltándose—. Pero vayamos en orden. ¿Cuál fue su primera revelación acerca de mi persona y de los míos?

Lo miré a fondo, sorprendido ante el cariz que tomaba el diálogo.

—Verá usted —le dije—. Yo era entonces, y lo soy todavía, eso que se ha dado en llamar «un hombre de letras»: ente meditativo, componedor de fábulas y papador de sutiles nociones metafísicas. No sé si me comprende.

—Siga usted, por favor, siga usted.

—El silencio era para mí un artículo de primera necesidad. Mis nervios no son de bronce; ¿tengo yo la culpa? Y ustedes, en el piso de arriba...

—No me oculte ningún detalle —imploró Campanelli, retenido el aliento.

—Al principio —le dije—, tuve la sospecha de que todos ustedes andaban con zapatones herrados. Usted, sobre todo, antes de sus tres comidas, trotaba ruidosamente alrededor de la mesa, con el desasosiego de un animal en ayunas.

—¡Eso es, eso es! —dijo Campanelli, restregándose las manos.

—Luego advertí el despotismo que ustedes ejercían sobre las cosas familiares: aquel incesante aporreo de muebles, aquel martirio de puertas y ventanas, aquel uso brutal del inodoro, que se les rompió al tercer día, ¿se acuerda? No tardé mucho en abandonar mis libros y mi pluma, obsesionado por aquel pandemónium que gravitaba sobre mi cabeza. Señor, con el oído atento, llegué a conocer los menores detalles de su vida íntima.

—¿Por ejemplo?

—Sus gustos artísticos. Sintonizaba usted las estaciones de radio más vulgares, y elegía las músicas que imitaban ruidos, con preferencia gástricos; o bien las cancioncitas de moda, que usted escuchaba cien veces y que sus hembras repetían otras tantas con un solo dedo en el piano de cola. El radioteatro lo dejaba para la noche, y prefería los melodramas que abundasen en gritos desgarradores, en sollozos histéricos, en trabucazos y puñaladas, todo lo cual era sin duda necesario para que se conmoviese alguna fibra de su impermeable sensibilidad.

Campanelli batió palmas, en un sincero arranque de entusiasmo.

—¡Bravo! —exclamó—. ¡Duro ahí! Con todo, hay un pequeño error en sus últimas observaciones: la de los melodramas era mi esposa. Yo, personalmente, los detestaba, como detesté siempre todo lo dramático y heroico, ya fuera en la vida real, ya en el terreno de la ficción. Era yo de los que reían en el cinematógrafo ante las situaciones más conmovedoras; y no por vandalismo, se lo juro, sino porque ante lo dramático experimentaba yo una incomprensión fundamental. Por otra parte, no ignora usted que las escenas trágicas pueden afectar el movimiento peristáltico del intestino. Hombre de lentas digestiones, yo prefería ocupar una butaca
pullman
en los teatros de sainete: reía entonces a carcajadas, reía como un orate, hasta perder el aliento y sentir que se me aflojaba peligrosamente el esfínter. Y estas gordas mujeres reían a mi lado: hubo noches en que volvieron con la ropa interior bastante mojada. Pero siga usted, señor. ¡No sabe con qué interés lo escucho!

La exaltación de Campanelli me había dejado absorto.

—No tengo mucho que añadir —le dije—. Faltan sus últimas acciones, cuando, rompiéndose usted a fuerza de bostezos leoninos, se arrancaba los botines y los dejaba caer pesadamente al suelo. Y después, algo inconfesable...

—¿Eh? ¿Cómo? —interrumpió Campanelli muy excitado.

Se volvió rápidamente hacia la mujer que hacía gimnasia:

—¡Más bajo esa radio! —le gritó.

—Okey, Rudy —jadeó ella.

—¡A ver ese pianito! —rezongó Campanelli, dirigiéndose a la muchacha.

—Okey, papy —respondió una vocecita de cotorra.

Campanelli me sonrió con indulgente melancolía:

—¡Desdichadas! —observó—. Lo aprendieron en el cinematógrafo. Pero decía usted que algo inconfesable...

—Señor —le pregunté, mirándolo ahora con severidad—, ¿por qué causa elegía usted las noches de tormenta para realizar sus contactos matrimoniales? Cien veces lo he oído, entre relámpagos y truenos, debatirse arriba y gritar: «¡A la carga!», «¡Fuego!», y otras expresiones bélicas del peor gusto.

Un éxtasis amargo se dibujó en el rostro de Campanelli.

—¡Qué bien lo ha dicho! —suspiró con lágrimas en los ojos—. ¿Fue, acaso, esa circunstancia la que colmó su medida?

—¿Cuándo?

—Cuando se quejó usted al portero del inmueble.

—¿Se lo dijo él?

—Me habló con razones que habrían convencido a una piedra —lloriqueó Campanelli—. Era un portero castellano, de palabra dura y tierno corazón. Me dijo que usted no era un hombre común, que padecía demasiado las cosas y que sus nervios estaban a la miseria. Concluyó haciendo un llamado a mi espíritu de caridad.

—¿Y usted?

—No puede imaginarse la rabia tremenda que se apoderó de mí al escuchar los alegatos del portero. Señor, yo tenía mi tabla de valores: la renta mensual era para mí el fundamento de las jerarquías humanas; y supe que usted sólo tenía un sueldo de maestro, reforzado con algunas colaboraciones poéticas muy mal retribuidas. Además, yo tenía un automóvil de ocho cilindros, y me dijeron que usted sólo viajaba en tranvía. No es extraño, pues, que su queja me sonase a bofetón e injuria: era un bofetón que se quería dar a mi libreta de cheques, una injuria que se deseaba inferir a todos y cada uno de mis ocho cilindros. Pero lo que me llevó al colmo de la exasperación fue la reverencia con que hablaba de usted el portero castellano, ¡de usted, que a lo mejor sólo le daba las buenas noches!

—También hablábamos de Castilla, de sus pastores y sus gredas —corregí yo.

—Lo sé —repuso Campanelli—. Todo lo sé ahora. Pero aquel sermón del portero castellano me inspiró contra usted un odio ridículo. Deliberadamente, organicé yo entonces ruidosos fandangos en mi departamento, sólo para vengarme de usted y acrecentar su martirio.

—Sí —dije yo—, a veces temí que se desmoronara el techo sobre mi cabeza.

—Y lo realmente abominable fue que yo, sin participar en aquellas orgías, aguzaba el oído y contenía el aliento para sorprender abajo una lamentación o siquiera un insulto. ¡Señor, lo he oído a usted sollozar a medianoche y golpear con el puño las paredes medianeras!

El hombre de la ventana lloró amargamente, con el rostro escondido entre las manos. Busqué para él alguna frase de consuelo, y sólo atiné a darle varias palmaditas en el hombro. Por otra parte, Schultze, que nos había escuchado con absoluta impasibilidad, consultaba frecuentemente su reloj, como exigiendo el retorno al paraguas ilustre.

Nos alejamos, pues, de la casucha y volvimos al fangal, siempre bajo aquel aguacero que sin duda no tenía principio ni fin, y siempre a los encontrones con los burgueses del
Fanguibarrio,
entre los cuales buscaba yo a otros conocidos. La historia de Campanelli me había dejado absorto:

—Lo que me asombra —dije al fin— es la contrición de un hombre al que conocí tan duro.

El astrólogo me consideró sin bondad alguna.

—¿Y quién es usted —refunfuñó— para meterse a sondear los vericuetos de una conciencia?

—Soy un gusano —contesté—. Pero, a mi juicio, la contrición de Campanelli lo hace merecedor de un ascenso en el Helicoide.

Rió Schultze, aunque sin entusiasmo.

—Quizá no le falte razón —me dijo luego—. Pero, si bien lo mira, estamos en un infierno privado y hasta clandestino, sin patente ni oficialización alguna.

—Y otra maravilla —insistí yo—: ese bruto de Campanelli me habló con una elegancia desconcertante.

Un coro de risas y exclamaciones nos distrajo en este punto, y nos llevó hasta un grupo de burgueses muy excitados que formaban círculo en torno de dos figuras gesticulantes. A fuerza de codos nos abrimos paso hasta la primera fila, y entonces vimos a una mujer y a un hombre que, plantados en el centro del redondel, se dirigían miradas furibundas, como dos gallos en un reñidero.

—La señora de Ruiz —me anunció Schultze con el aire de un empresario circense.

—¡Y yo conozco al hombre! —dije—. ¡Qué me cuelguen si no es el profesor Berreta!

Un espectador que a mi lado alargaba su fuerte cabeza de tapir nos miró con visible descontento:

—¡Chist! —gruñó—. Ahora es el hombre quien tiene la palabra.

Exageradamente arropado en su sobretodo funeral, en sus guantes negros y en sus luctuosas polainas, el profesor Berreta dirigía ya un índice amenazador a la señora de Ruiz.

—¡Atención! —dijo—. Acuso a esa momia de poseer siete camisones distintos, con los siete colores del arco iris, envuelta en los cuales ella recibe, no sin espasmos de gozo, a los siete galenos que le manosean periódicamente las vísceras.

Una salva de aplausos estalló en el círculo, y el profesor Berreta saludó gravemente a los espectadores. Pero la señora de Ruiz, dura y estirada como un palo, miró al profesor a través de sus impertinentes:

—Acuso a este hombre —chilló—. Lo acuso de llevar consigo tres pulverizadores llenos de otros tantos desinfectantes, con los que se desinfecta las manos, la boca y la nariz en la vía pública, en los ómnibus, en los cafés y en los cines, por temor de la fauna microbiana y de los contagios directos o indirectos. Lo acuso de llevar escrupulosamente un Libro Diario de su salud, con el análisis de su orina y el de sus materias fecales, con el número de sus glóbulos rojos, con la hora exacta de sus defecaciones y el estado real de su metabolismo.

Cerrada fue la ovación que los espectadores consagraron a la señora de Ruiz. Con todo, y sin desfallecimiento visible, el profesor Berreta volvió a la carga:

—Esta señora —dijo— tiene la rara virtud de contraer todas las enfermedades a la sola lectura de sus síntomas. Ha honrado con su presencia todos los consultorios médicos, y su esqueleto venerable se ha extendido en todas las mesas de operaciones. Con un orgullo verdaderamente satánico, exhibe a sus relaciones el apéndice, la mitad del páncreas y un riñón que ágiles bisturíes le cortaron un día, y que guarda ella en frascos del cristal más puro, como trofeos de otras tantas victorias. Además, en su pavoroso engreimiento, se vanagloria de haber producido el bolo fecal más considerable que haya ilustrado las páginas de la
Revista Médica.

Gritos y carcajadas, aplausos y bisbiseos festejaron las gravísimas acusaciones del profesor Berreta. Y la señora de Ruiz, que había soportado muy bien el castigo, levantó una mano en procura de atención.

—Este hombre —declaró— es culpable de haber interpuesto siempre un preservativo entre su ser y los más nobles reclamos de la naturaleza: no acarició jamás a un niño, como no fuese con guantes de caucho, ni se acercó a mujer alguna sin previas, cuidadosas y mutuas esterilizaciones. Junto a los lagos de Palermo consultaba la dirección de la brisa, para evitar que le trajera las insalubres emanaciones del agua en reposo. Este Adán, señores, habría desinfectado el Paraíso, árbol por árbol; y sólo hubiera comido la manzana fatal si se la hubiesen dado hervida y en compota.

Interminables fueron los hurras con que saludó el público a la señora de Ruiz. Pero el astrólogo Schultze me hizo una seña:

—Vayámonos —ordenó—. Supongo que continuarán gritándose infinitamente.

—Adoradores de su cuerpo —dije yo—. Al profesor Berreta no le valieron sus tres desinfectantes: murió bajo las ruedas de un ómnibus.

—Los responsables están más abajo —anunció Schultze ominosamente.

Salimos del redondel, y tirando siempre hacia la izquierda seguimos recorriendo lo que faltaba de la espira: en aquel tramo las construcciones raleaban y se reducían a simplísimos tugurios cavados en la misma tierra o improvisados con dos o tres materiales heterogéneos. No obstante la prisa que sin duda llevaba, el astrólogo se detuvo frente a uno de aquellos cubiles: era una especie de chiquero en el cual, bajo dos chapas de cinc, dormían echados un hombre y una mujer, ésta con un batón de colores chillones y aquél provisto de unos anteojos descomunales.

—El doctor Scarpi Núñez —presentó Schultze—. Y su consorte, la rolliza Betty.

Al oírlo batió ella sus párpados azules:

—¡Chist! —susurró—. El doctor está de consulta.

Pero el doctor Scarpi Núñez abrió el ojo izquierdo y en seguida el derecho:

—Nosotros, los universitarios... —comenzó a barbotar en tono solemne.

—Etcétera, etcétera —lo interrumpió Schultze—. Ya conocemos la historia.

El astrólogo se volvió hacia mí:

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