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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (4 page)

BOOK: A por el oro
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Pasado un rato, dejabas de preocuparte por lo que era real o no. Los contados días de escuela duraban seis horas y media, y luego concluían. Tu vida duraría hasta que fueras muy vieja —un noventa por ciento de probabilidades— o solo unos meses más —un diez por ciento de probabilidades—. Estar aquí, en la Estrella de la Muerte, duraría lo que durase. Así era como tenías que tomártelo.

Su padre se arrodilló y la rodeó con un brazo.

—¿No tendrás miedo, grandullona?

La niña negó con la cabeza.

—No.

Logró que su voz sonase como si la pregunta hubiera sido estúpida, pero Vader iba a venir y la verdad era que estaba más asustada que nunca en su vida —más de lo que lo estuvo en enero, cuando el doctor Hewitt le dijo que la leucemia se había reproducido—. Sin embargo, era importante no preocupar a papá. Para él era aún más duro que para ella misma.

—¡Dejad de hablar, prisioneros! —ordenó secamente uno de los soldados imperiales. Luego, con un tono más suave, añadió—: ¿Os apetece algo de beber, chicos? ¿Queréis que os traiga un zumo o unas galletas?

Sophie preguntó:

—¿Tenéis zumos Ribena?

—¿Y la fórmula mágica? —replicó el soldado imperial.

—¿Tenéis zumos Ribena, por favor?

—Por supuesto —respondió el soldado, y sacó un brik de una bolsa isotérmica azul.

—Tenemos una bolsa como esa en casa —comentó Sophie.

—¡Vaya! —exclamó el otro soldado—. ¡Qué pequeño es el universo!

El primer soldado imperial se giró para mirar al segundo, y luego se dio la vuelta con presteza e interpeló a la niña:

—¡Escucha, prisionera! Nuestro señor puede llegar en cualquier momento. Cuando llegue, hay que ponerse firmes. Si te concede la palabra, te dirigirás a él como «Señor Vader». ¿Cómo tienes que llamarlo?

—Señor Vader —respondió Sophie en voz baja.

—¿Cómo dices? No te oigo —dijo el soldado imperial, llevándose una mano enguantada al lugar del casco en el que debía de haber un pabellón auricular.

—¡Señor Vader! —repitió Sophie, lo más alto que pudo. Estaba cansada del largo trayecto en coche. Su voz emitía un lento pitido y sonaba ahogada.

—Eso está mejor —asintió el soldado, y se acercó a su compañero para susurrarle algo al oído.

Alguien ordenó silencio en el puente. Los soldados imperiales se pusieron en guardia. A Sophie le temblaban las piernas. Desde unos altavoces ocultos empezó a sonar la música de
La marcha imperial
. A Sophie se le escapó un gemido involuntario. Se abrió una compuerta. Surgieron nubes de humo artificial y Darth Vader emergió entre vapores, con su silueta majestuosa. Caminó por el puente. Su respirador emitía silbidos y crujidos.

Miró a Sophie y a papá, y asintió.

—Entonces —dijo—, estos son los rebeldes que habéis capturado…

Sophie sintió que el pis corría por sus piernas, sorprendentemente caliente. Luego, goteó sobre el suelo de acero bruñido. El sonido era inconfundible.

Miró el charco de orina a sus pies y sintió que se le saltaban las lágrimas. Esto iba a dejar flipado a papá.

Alzó la mirada hacia él.

—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.

Hubo un momento de silencio atónito en el puente. El respirador de Vader bufó.

—Esto…, ¿estás bien? —preguntó.

—Creo que se le ha escapado un poco de pis —susurró papá.

—¿Qué?

—Oh, perdón, ¡Qué modales los míos! Quiero decir que creo que se le ha escapado un poco de pis…, señor Vader.

Este mostró las palmas de sus manos, enfundadas en guantes negros, y exclamó:

—¡Eh! No me hagas quedar como el malo.

El soldado imperial simpático se acercó, se arrodilló junto a Sophie y le pasó un brazo por el hombro.

—No pasa nada —susurró—. Estas cosas ocurren.

Sophie miró el rostro de papá, arrugado a causa de la preocupación. No podía soportar haberle hecho esto. Empezó a llorar.

Darth Vader se arrodilló a su vez y dio unas palmaditas en el hombro de Sophie.

—¿Qué es ese tubo que tienes ahí? —preguntó.

—Es… es… un… ca…ca… catéter —gimió Sophie.

Papá la rodeó con sus brazos.

—Ese tubo sirve para introducirle la quimio.

—¡Ja! ¿A eso lo llamas tubo? Deberíais verme cuando me quito este casco. Tengo tantos tubitos retorcidos entrando en mí, que parezco un plato de espaguetis.

La niña sonrió entre sollozos. Una perfecta pompa de mocos verdes asomó a su nariz, se alargó hasta alcanzar una finura molecular y se encogió de nuevo, como la membrana de una rana cantarina.

—Eres una jovencita muy valiente —comentó Vader.

Después de las lágrimas, Sophie tenía una jaqueca horrible, las tripas desgarradas y un dolor en el costado que le hacía desear enroscarse.

—Estoy bien —insistió, mirando a papá—. En realidad, me encuentro genial.

Papá sonrió, y ella hizo lo propio. Aquello era bueno.

Después, cuando asearon a Sophie, Darth Vader la aupó para llevarla sobre los hombros. Contemplaron las enormes pantallas del puente, que mostraban la galaxia que se extendía ante ellos, titilante.

—¿Te apetece escoger un mundo y destruirlo? —preguntó Vader.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—Es algo que suelo ofrecer a mis invitados.

—¿Tiene que ser un mundo? ¿No podrías destruir mis glóbulos malos?

Un suspiro surgió de la placa del rostro de Vader, quien extendió su mano enguantada ante el campo de estrellas y explicó:

—Puedo hacer cualquier cosa en ese mapa.

Sophie apuntó a una brillante estrella en Orión.

—Pongamos que esas estrellas son mis glóbulos blancos y que esta de aquí es la mala.

—De acuerdo —asintió Vader—. Comenzamos la secuencia de iniciación del rayo mortal.

Sophie alzó la mano.

—Perdón, pero si sirve para salvar mi vida, no será un rayo mortal.

Vader le señaló un gran botón rojo con la etiqueta «RAYO MORTAL» y dijo:

—Es el único rayo de que disponemos.

—Oh, vale.

Vader se puso en cuclillas para dejar a Sophie apretar el botón. Un lento zumbido formó con lentitud un
crescendo
. Las luces parpadearon. Todos contemplaron las pantallas mientras los ocho haces verdes del rayo mortal convergían en uno que salía disparado por el espacio y calentaba el corazón del glóbulo malo de Sophie hasta que estallaba en una sucesión de brillantes chispas que se extendían por la negrura del espacio.

Contemplaron cómo las chispas crepitaban y luego se iban apagando hasta finalizar en la oscuridad perpetua.

Aparcamiento, Pinewood Studios, Iver Heath, Buckinghamshire

Jack llevó a Sophie al coche mientras Kate y Zoe se cambiaban los uniformes de soldados imperiales. La pequeña estaba baldada. Aferrada a su cuello, hundía el rostro en su pecho.

Jack descansó en un brazo el peso de la niña, cuya cabeza colgó inerte. Sacó la llave del coche del bolsillo trasero de sus vaqueros, abrió la portezuela y sentó a Sophie en su silla infantil. La trataba como un policía paciente a un detenido borracho, posando una mano en su coronilla para que la cabeza no golpeara en el marco de la puerta. Uno de los últimos mechones de pelo que le quedaban se desprendió. Llevado por el viento, se alzó un poco contra el cielo y después fue cayendo hasta posarse en el barro. Jack siguió con la vista su avance, y luego se volvió hacia su hija. No dijo nada.

Sophie se sentó con los ojos entrecerrados, poco colaboradora, mientras Jack se las arreglaba para instalarla. Estaba aletargada, como un reptil esperando que el sol lo reviviese. Al otro lado del aparcamiento, crías de mamíferos con katiuskas rojas y gorros de rayas con borlas reían y se salpicaban con el agua parda de los charcos.

El catéter de Sophie estaba en mal sitio para el cinturón de la silla, justo donde se cruzaba con su clavícula, así que siempre tenían que colocar un trapito doblado bajo el cinturón. Su padre comprobó que protegía el catéter y que la cincha pasaba sin problemas.

Pellizcó la rodilla de Sophie.

—¿Qué tal te lo has pasado con ese Vader? —le preguntó.

La pequeña abrió los ojos de golpe.

—Era muy majo —dijo—. ¿Te acuerdas de que en realidad es el padre de Luke Skywalker?

Jack sonrió.

—¿En serio?

Sophie asintió.

—¿No te acuerdas de que se lo dice en
El Imperio contraataca
? Justo al final.

Jack pareció estar sopesando la información.

—No irás a creerte todo lo que te cuente un tipo que lleva botas de cuero negro hasta la rodilla…

La alegría desapareció del rostro de Sophie, sustituida por un gesto fugaz de preocupación.

—¿Por qué?

A Jack le dio un vuelco el estómago. Era un idiota por haber roto su burbuja.

—Perdona, grandullona. Olvida lo que te he dicho.

Intentó acariciarle la mejilla, pero Sophie se giró, apartando su rostro, y se cruzó de brazos. Ahora, Jack se sentía fatal por haberse burlado de su hija. Aquello era con lo que Sophie soñaba —en lo que creía—, mientras las vecinas de la calle iban en bici y hacían fiestas de pijamas a lo Hannah Montana.

El tipo que interpretaba a Darth Vader había manejado bien la situación. Seguramente, mejor de lo que el propio Jack lo hubiera hecho. La gente era realmente buena. Aquel tipo quizá ganaría…, ¿cuánto? ¿Diez libras la hora? ¿Ochenta al día? Embutido en su sofocante traje negro, ayudando con paciencia a niños de menos de diez años a elegir mundos que destruir…

Jack se preguntó si tendría que haber dado una propina a Vader.

Ocupó el asiento del conductor y comprobó que el kit de emergencia del catéter seguía en la guantera del coche, junto al gel esterilizante, por si la pequeña sufría una hemorragia por el tubito y era necesario cortarlo.

—¿Puedes dejar de dar patadas en el respaldo de mi asiento, por favor?

—Perdón, papá.

Conectó su teléfono al mechero del coche para cargarlo, por si sucedía algo en el camino y tenían que hacer una llamada de emergencia. Sacó el mapa de carreteras de debajo del asiento del copiloto y memorizó el camino de vuelta a su casa en Manchester. Luego, comprobó qué hospitales había cerca de la ruta e intentó recordar cuáles tenían servicios de Urgencias, por si a Sophie le daba un ataque, o perdía la conciencia, o le picaba una avispa o una abeja y precisaba una inyección preventiva de adrenalina para evitar que su cuerpecito sufriera un colapso circulatorio.

—¿Puedes parar de una vez de dar patadas en mi asiento?

—Perdón.

Le guiñó el ojo por el espejo retrovisor. En realidad, no le importaba. Es más, le gustaba. Le resultaba reconfortante que lo sacara de sus casillas, tal como hacen los niños normales.

Un movimiento en el espejo atrajo su atención, y se giró en su asiento para ver cómo Kate y Zoe accedían al aparcamiento. Zoe caminaba cabizbaja. Kate andaba despacio, para permitir que, si quería, su amiga fuera a su lado, pero ella la seguía unos pasos por detrás. Se preguntó si Zoe lamentaría haberlos acompañado.

Se inclinó para cerciorarse de que la pequeña bombona de oxígeno de emergencia para Sophie estaba a mano en el hueco de la puerta del copiloto. Comprobó la línea de aire en busca de posibles pliegues u obstrucciones. Giró un cuarto de vuelta la llave en la cabeza de la bombona y se llevó la máscara de oxígeno al oído para ver si funcionaba. Por último, cerró la válvula y reintegró la bombona al hueco de la puerta.

De nuevo alzó la vista y ajustó el retrovisor, en el que vio cómo Zoe y Kate se acercaban al coche. Se detuvieron para decir algo, y después se abrazaron por unos instantes. Sabía que no era un observador muy atento, pero aquella mañana resultaba difícil no percatarse de los signos, no advertir que las dos mujeres corrían acercándose al borde de la desintegración, a lo cual seguían el frenazo y la cautelosa marcha atrás. Habían estado así todo el trayecto hasta llegar al coche. La suya siempre había sido una complicada amistad con la que bregar, un cariño agridulce entre rivales, y hoy parecía incluso más agudo.

Kate ocupó el asiento trasero junto a Sophie, tomó sus mejillas entre sus manos y se dispuso a besarla en la frente. La pequeña se retorció para esquivar aquel ataque, como suelen hacer las niñas remolonas sanas de ocho años. Jack sonrió. Había que conservar esos signos de normalidad. Guardarlos en el banco, consciente de que si conseguías reunir los suficientes, el interés compuesto terminaría por convertir los ahorros en una niña curada.

Zoe se sentó en el asiento del copiloto junto a Jack.

—¿Todo bien? —preguntó este, mirándola.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Por qué no iba a ser así?

Jack no contestó.

—¿Qué pasa? —añadió Zoe.

—Vámonos, por el amor de Dios —intervino Kate desde atrás.

Jack se encogió de hombros, soltó el freno de mano y retrocedió cinco metros. Sophie anunció que necesitaba hacer pis. Jack sonrió. Claro, tanto zumo Ribena… Los soldados imperiales habían sido muy generosos en cuanto a la bebida. Volvió a avanzar cinco metros, echó de nuevo el freno de mano y se quedó mirando al frente.

Kate desabrochó el cinturón de Sophie y la ayudó a ir hasta el borde del aparcamiento, donde se alivió protegida tras una furgoneta. Jack y Zoe los contemplaban.

—Ahora eres más padre que humano —comentó Zoe.

Jack ignoró la broma.

—Hoy pareces machacada.

Zoe soltó una carcajada burlona.

—Sabes cómo conseguir que una chica se sienta especial…

—¿Has estado entrenando demasiado?

—Pensando demasiado, diría yo.

—Ha estado muy bien que vinieras. Para Kate, eso significa mucho.

Jack se permitió lanzarle una mirada.

—A veces todo resulta un poco duro, ¿sabes? —comentó Zoe.

Él aferró el volante un poco más fuerte.

—¿Lo llevas bien?

Ella se golpeó en el pecho, un poco por encima del corazón.

—Es solo que me afecta más que antes. A ver, Sophie está muy enferma…

—Pero ¿tú estás bien?

Zoe titubeó.

—Bien… —repitió, y parecía que estuviera comprobando cómo sonaba esa palabra en sus labios, como si llevase mucho tiempo sin pronunciarla, igual que otras palabras como ama de casa, o Rodesia—. Bien…, Sí, quiero decir… joder, ¿cómo no iba a estarlo?

Jack se volvió para mirar por el parabrisas, y permanecieron en silencio mientras Kate subía los pantalones de Sophie y la llevaba de regreso al coche.

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