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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (28 page)

BOOK: A por el oro
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—Bien, ¿ya eres feliz?

—No seas así, Zoe. Pensé que a lo mejor necesitabas hablar con alguien.

—Ya tengo a Tom.

Kate guardó silencio.

—Genial, entonces. Bueno, mira, te dejo, ¿vale?

Zoe suspiró y dijo:

—No te vayas. Te agradezco que hayas venido.

Kate se sentó junto a ella en la cama.

—¿Qué te ha pasado? ¿Qué han dicho los médicos?

Zoe le ofreció una ligera sonrisa de derrota.

—Una gastroenteritis. Mira, cuando volvamos a Inglaterra, ¿por qué no…? Ya sabes, ¿por qué no hacemos algo? Ir a ver una peli, o algo así.

—No en nuestra primera cita. No sé lo que te habrán contado, pero no soy de ese tipo de chicas.

Zoe se rio, pero en mitad de las risas rompió a llorar.

—¿Zoe? ¿Qué te pasa?

Se sorbió la nariz, se mordió los nudillos y susurró:

—Joder, Kate, estoy embarazada.

Su cara estaba tan contraída que las palabras salieron como en un chirrido.

—¿Qué?

—¡Que estoy embarazada! No lo sabe nadie.

—¿Nadie?

Zoe negó con la cabeza.

—Oh, vaya. Esto…, bueno…

—Está bien. A ver, no pasa nada. Tengo que abortar, ¿verdad?

Kate parpadeó.

—Oh, Dios, esto…

Zoe tragó saliva y, con voz rota, dijo:

—Lo sé, pero tengo que hacerlo, ¿no? A ver, me estoy preparando para ir a Atenas, no para… ya sabes… tener un bebé.

Kate no respondió.

—¿Kate?

Zoe observó cómo el rostro de su amiga se desencajaba, y no comprendió por qué. Le costó bastante descubrir que estaba intentando contener las lágrimas. Sintió un ataque de rabia. ¿Qué demonios hacía Kate llorando, cuando era ella quien tenía la vida hecha añicos?

—A ver, ¿qué te pasa? Joder, no tengo otra opción, ¿vale?

—Zoe, por favor…

—No tengo opción. Así que no me hagas sentir culpable.

Vio que los ojos enrojecidos de Kate miraban fijamente los suyos.

—¿Es de Jack? —preguntó en voz baja.

Zoe no sintió el impacto hasta pasados unos segundos. No había pensado de quién podía ser el hijo que llevaba en su vientre, solo en quitárselo de encima cuanto antes. Al oír la pregunta, la sacudida fue tal que no pudo conseguir que su expresión negara esa posibilidad.

Kate la miraba, con toda la tristeza del mundo en su rostro.

—Sabía que había pasado algo —confesó al fin—. Estuvo tan callado durante toda la concentración…

Zoe se levantó, abandonó la habitación y se fue a dar un largo paseo sola por las calles de Stuttgart. Mientras andaba, se dio cuenta de que no había matemática que valiese. No se había acostado con nadie desde Jack, ni tampoco un mes antes de él. Eso significaba dos cosas: que el bebé era suyo, y que hacer el amor con él había supuesto algo para ella, al menos lo bastante para romper el patrón de su conducta. Algo había estado creciendo en sus sentimientos, así como en su vientre, y tendría que encontrar un modo de acopiar fuerzas para deshacerse de ambas cosas.

En el avión de regreso a Londres, se encontraba hundida. No había dormido. Se tapó la cabeza con una manta y recogió las rodillas entre sus brazos en el asiento de ventanilla, tres filas por detrás del de Kate y Jack. A la media hora de vuelo, se levantó y se acercó a ellos por el pasillo. Quería pedirles perdón. Más aún, necesitaba desesperadamente hablar. Tom estaba enojado con ella y, con Kate y Jack juntos en su contra, no tenía a nadie con quién explayarse sobre la decisión agónica que debía tomar. Llegó a su fila. Al sentir su presencia, pensando que sería una azafata, alzaron la mirada con la leve sonrisa del pasajero que se dispone a rechazar con cortesía un ofrecimiento de café o té. Cuando vio la sorpresa pintada en sus rostros, seguida por el apuro de Jack y la apenada turbación de Kate, masculló un «lo siento» y regresó a su plaza.

Había fotógrafos esperándolos en Heathrow. Pasó el control de aduanas entre una galaxia de
flashes
. La habían vendido. Alguien de la clínica filtró la noticia a la prensa. Un reportero del mayor dominical británico le gritó para llamar su atención. Desde detrás de la barrera, aullaba:

—¡Zoe! ¡Zoe! ¿Vas a tener el bebé, o irás a los Juegos Olímpicos?

Una vez expuestos de este modo los hechos, en público, el asunto dejaba ya de ser de su elección. Centenares de
flashes
cegadores captaron el momento en que el rostro de Zoe mostraba que así lo había comprendido.

Cocina del 203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Después de cenar y de acostar a Sophie, Kate dejó los platos en remojo. En la repisa de encima del fregadero estaba el cazo de metal perforado donde guardaban los cepillos de fregar, y a su lado, la copa de plata en la que Jack había contado las dieciséis pastillas de la niña aquella mañana. Ahora estaba vacía.

—No son más que unos Juegos Olímpicos —reflexionó Kate—. Puedo pasar de ellos, ¿sabes? Y así estaré más tiempo con Sophie.

Vio un destello pálido y cauto de temor en los ojos de Jack.

—No hables así. Competirás con Zoe por la plaza, ganarás y participarás en Londres. Hoy habéis estado igualadísimas en la pista.

—Me preocupa competir con ella —murmuró Kate al tiempo que miraba por la ventana—. Creo que se está volviendo más inestable. Me parece que empieza a perder la cabeza.

—No lo veas solo desde su punto de vista. Piensa en cómo se sentiría Sophie si te retiraras. Piensa en cómo te sentirías tú.

—¿Y tú? ¿Cómo te sentirías?

—¿Si te retirases?

—Sí.

Kate percibió la tensión que contraía el rostro de su marido.

—Yo también me retiraría.

Kate asintió, creyendo que lo decía de corazón pero que no sería capaz de hacerlo. Abrió el grifo del agua fría y aclaró el jabón del plato del horno. Quizá fuera así como debía acabar su carrera; a fin de cuentas, tenía treinta y dos años. No con la derrota o la gloria en la pista, sino aquí, en su hogar, con un nuevo cargamento de su ropa de entrenamiento en la cesta de la colada del piso de arriba, y esos tres platos llanos con sus pegotes de pasta remojándose en el fregadero mientras el lavavajillas eliminaba la grasa más resistente.

—Creo que necesito algo de tiempo para pensar —concluyó.

—¡Ay, Dios! —exclamó Jack llevándose las manos a la cabeza—. ¿Desde cuándo esto es algo que hay que pensar?

Y tenía razón. Era terrible escucharse decir esas cosas. A su espalda había un tablón de corcho en la pared con los dibujos de Sophie desde que era un bebé hasta los ocho años. Soles sonrientes y naves espaciales. Las huellas del pie de su hija en témpera amarilla, formando los pétalos de un girasol. Kate recordaba cómo había sujetado el escuálido tobillo de Sophie para estampar cada piececito en su lugar. Con el otro brazo mantenía a la pequeña erguida —aquello tuvo lugar antes de que pudiera ponerse en pie sola—. Kate dibujó el grueso tallo y las anchas hojas de la flor con una pintura de cera verde, mientras Jack volaba hacia Atenas.

—Piénsalo bien —insistió Jack—. ¿Qué harás con tu vida, si abandonas?

Kate quiso restarle importancia al tema con un gesto de la mano, e hizo una mueca de dolor porque el movimiento le estiró el tatuaje.

—Hay otras formas de ganarse la vida, ¿no? A ver, a no ser que todos esos que van en el metro con maletines estén fingiendo, existen otros trabajos.

Jack acarició su mejilla.

—No una vez que has escuchado el clamor del público.

Le apartó la mano con cariño. En realidad, el rugido de las masas, a menudo la asustaba. Te disparaba la adrenalina, sí, pero en el fondo encerraba un silencio particular. Esas mismas masas tenían media hora de pausa para el desayuno; esas mismas masas fumaban bajo la llovizna en el exterior de los edificios de sus oficinas, apagaban los cigarrillos y se deshacían de las colillas insertándolas a través de la rejilla metálica de la cajita recoge colillas adherida a la pared, a fin de cumplir con una directiva que había circulado por medio de un correo electrónico; las masas eran Jack, si su padre no le hubiese obligado a salir de su mundillo; las masas eran ella, si su padre no la hubiera llevado a participar en una carrera de bicicletas a los seis años. La línea divisoria era muy fina, y el griterío de las masas resonaba a través del espacio y la perseguía.

Sintió un escalofrío. Ya era de noche, allí estaban esos platos en el fregadero, la colada en la cesta y el brillo anaranjado de las farolas del alumbrado silueteando los tejados. En las ventanas de los vecinos, percibía ese brillo cálido y reconfortante; el parpadeo de fondo de los televisores. Y en el fregadero, el movimiento de burbujas de jabón, más finas cada vez que las miraba.

Tom siempre las había prevenido sobre aquello: «Un día, antes de lo que pensáis, vuestra vida deportiva se habrá acabado».

Ese plop suave de las burbujas de jabón al reventar en el fregadero…

Esa voz de desesperación en su marido mientras le decía:

—Piensa en lo que más te conviene, por una vez. No le debes nada a nadie.

Se volvió para mirarlo y afirmó:

—Aun así, creo que prefiero cuidar de Sophie antes que competir con Zoe.

—No es una cuestión de o esto o lo otro. Vamos, Kate, ¿es por falta de confianza en ti misma? Sé que puedes ganar a Zoe. Lo único que te lo impide es el miedo a perder.

Advirtió que su tono era ahora grave.

—Lo que me da miedo es ganar. Lo único que tiene Zoe es la victoria. Me preocupa lo que pueda pasarle si la dejamos con nada. Me asusta lo que pueda hacernos.

Vio en sus ojos que él pensaba igual; que se había resistido a manifestarlo hasta ahora. Nunca pensaba más allá de lo inmediato, así era su marido. Su misma simplicidad era el motivo por el que habían acabado por tener una existencia tan compleja. Jack no tenía la culpa de que ella fuera capaz de lidiar con complicaciones a las cuales él no podía enfrentarse. La gente tenía su hábitat natural, delimitado, a fin de cuentas, no por ecologías, sino por edades. Jack estuvo perfectamente adaptado a tener diecinueve años, y ella lo estaba a tener treinta y dos.

Lo besó con cautela en la mejilla, y entre los dos abordaron aquello que Kate por fin había expresado en voz alta. Buscaron modos de envolverlo con más palabras; de hacerlo seguro.

—No puede hacernos más daño, Kate. Aquello pasó hace casi una década. Ahora tenemos más años y somos más inteligentes.

—Y ella también.

—Pero ¿qué podría hacernos, si confiamos el uno en el otro y no dejamos que se interponga entre nosotros?

La pregunta permaneció suspendida entre ambos. Kate miró por la ventana el oscuro patio trasero y las oscuras viviendas adosadas que se oscurecían aún más bajo un súbito turbión de lluvia. Podía haber tenido tantas otras vidas…

Cuando tenía seis años, su padre la llevó a su primera carrera de bicicletas. Era algo que podían hacer juntos, fuera de casa —podía también haber sido perfectamente judo, o cualquier otra actividad—. Papá había leído un anuncio de la carrera en el periódico local.

Aquel día, mamá y papá habían discutido a la hora del desayuno. Kate se estaba comiendo sus huevos fritos y no pensó demasiado en la pelea. Mamá llevaba varias semanas de mal humor. Su nuevo trabajo la amargaba. Se dedicaba a la venta de puerta en puerta, por cuenta de una empresa que vendía telas por metros. En ocasiones tenía que viajar, y una o dos veces al mes se veía obligada a dormir fuera.

El día de la carrera, en el desayuno, mamá le retiró el plato antes de que Kate lo hubiera terminado, y lo tiró en el fregadero. Tenía manchas debajo de los ojos.

—Volveremos tarde, ¿vale? —anunció papá—. Me llevaré a Kate a comer en un pub después de la carrera.

Sonrió y acarició la mano de su hija, que se vio ante un plato de
ploughman’s lunch
[6]
, con su gruesa rebanada de pan integral y la mantequilla en su pequeño envoltorio dorado; evocó el queso, los encurtidos y las cebolletas en vinagre, extrañas y transparentes, cuyas capas se podían arrancar una a una. Papá se tomaría una pinta de cerveza y ella, una cola
light
.

—¿Por qué siempre tienes que ser tú el que hace las cosas divertidas? —le reprochó mamá a papá.

—¡Esta sí que es buena! —rezongó papá.

Y ahí fue cuando empezaron a discutir. Kate se tapó las orejas.

A veces, por la noche, soñaba con que encontraba dinero. Cientos de libras que desenterraba en el jardín y corría a casa a dárselas a mamá, para que no tuviera que estar todo el rato trabajando.

Papá la llevó a la carrera en el Rover 3500. Aquel viejo coche era muy bonito. Era del color amarillo oscuro y vivo de la yema de huevo. Chirriaba y traqueteaba, pero era precioso, grande y sólido. Allí dentro tenías tu propio mundo, totalmente seguro e inexpugnable. Papá le dijo que se podía sentar delante, como premio. Mamá empezó a decir algo. Papá cerró la portezuela del coche antes de que terminara la frase.

—¿A qué hora pensáis…?

¡Zas! Y luego, silencio, porque las puertas eran muy grandes y pesadas. El olor de los asientos de vinilo…, Y también el olor de papá, que le abrochó el cinturón de seguridad. Papá usaba una loción para después del afeitado que se llamaba Joop!, con un signo de exclamación, como si tuvieras que gritarlo. A veces, cuando estaba a solas, Kate lo decía, sin saber muy bien por qué: «
Joop
!».

Papá arrancó y sacó el coche a la calle mientras Kate veía por la ventilla que los labios de mamá seguían moviéndose.

—¿Qué está diciendo mamá?

—No lo sé.

—¿No deberíamos volver para preguntárselo?

Papá suspiró y la cogió de la mano. Luego, encendió la radio. El transbordador espacial había estallado el día anterior. Quedó reducido a pedacitos nada más despegar. Aún seguían hablando de ello —el suceso fue una verdadera conmoción—. Era blanco e intacto, como un diente de leche, una forma nívea y brillante en la atmósfera límpida y azul. Y en un momento, el cielo azul se encontraba lleno de trocitos blancos. Cada color estaba lleno del otro. Kate se sentía triste porque una de las astronautas era la mamá de algún niño. Alguien dijo: «El
Challenger
estaba acelerando a toda potencia, y de pronto, todo se desintegró», informaba la radio. Se negó a oírlo. Tarareó una canción y se tapó los oídos con los dedos.

En mitad del volante del Rover había un gran tornillo hexagonal plateado que lo sostenía. Era un instrumento que, igual que los demás; te recordaba de modo permanente que estabas exactamente a cuarenta y cinco centímetros de la muerte. La gente moría por culpa de aquellos tornillos. La Policía llegaba al lugar del accidente y descubría a padres con una herida en forma de hexágono entre las cejas, pero sin ninguna expresión de sorpresa en el rostro. Eran conscientes del riesgo, pues el tornillo llevaba años mirándolos a la cara.

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