A por el oro (32 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Sintió un escalofrío y desechó la imagen de su cabeza. No quería pensar que acabaría así. La única forma en que se despediría del deporte sería desde lo alto del podio en Londres. Tom debía de suponer que iba a vencer a Kate, o no le habría pedido que corriese. Sabía que ella no estaba hecha para sobrevivir a una lenta decadencia.

Lo único que la mantenía con vida era ganar; sin la victoria, solo había oscuridad y desesperación. Era así desde que tenía recuerdos. Nació en una ambulancia lanzada a toda velocidad tras un parto muy rápido, y el primer sonido que escuchó fue el de la sirena. ¿Qué podías hacer, cuándo habías nacido bajo una luz azul destellante en lugar de hacerlo bajo un signo astral? Solo podías continuar sacándole la delantera a tu destino. Solo podías contar calorías, y hacer trescientos abdominales cada mañana, y convertir tu cuerpo en tu hogar.

A los diez meses ya gateaba más rápido que los demás bebés. Cuando había galletitas o sonajeros que coger, siempre era la primera en alcanzarlos. A los once dio sus primeros pasos, cuando los demás apenas se tambaleaban. En las viejas fotos siempre salía movida, con sus vestiditos. A los dos años, corría ya sacando los codos, para que ningún otro niño pudiera adelantarla.

Su madre le fue proporcionando triciclos de segunda mano hasta que cumplió los diez años. Entonces, la mañana de su cumpleaños, bajó las escaleras a toda pastilla y allí la estaba esperando su primera bicicleta nueva. Iba envuelta en dos tipos de papel, uno amarillo canario, otro rojo con estrellitas. No había bastado con un solo rollo. La bici era rosa con ruedas blancas, flecos en el manillar y una cesta para meter la muñeca. No le gustaba su muñeca, o no lo bastante como para darle paseos gratis, así que quitó la cesta para ahorrar peso. Aflojó los tornillos con la punta de un pelazanahorias, y luego los desenroscó con las uñas. Cortó los flecos del manillar con las tijeras de peluquera de su madre. Sabía que los chicos eran más rápidos con la bici, y pensaba que la diferencia podía estar en los flecos. Los dejó a la vista en el suelo de la cocina, sin barrerlos, consciente de que más adelante tendría problemas por aquello. Pero para que eso ocurriera, el «más adelante» tendría que intentar presentarse antes en los sitios. Subió las escaleras para llamar a su hermano Adam y lo retó a echar una carrera.

Adam tenía siete años y medio, y era mucho más bajito que ella. Se ponía de puntillas cada vez que su madre marcaba sus estaturas en el marco de la puerta, pero aun así, su rayita todavía quedaba una cabeza por debajo de la de Zoe. Tenían el mismo pelo, de color negro oscuro muy brillante. Para cortárselo, su madre los sentaba en un taburete de tres patas en la cocina. Ellos movían las piernas mientras escuchaban los grandes éxitos en la BBC Radio 1, Debbie Gibson y los Fine Young Cannibals. No importaba si eras niño o niña: el corte que les hacía su madre era el de Luke Skywalker en su primera película de
Star Wars
, esa en la que recorría toda la galaxia sin encontrar a nadie que le dijera en confianza: «Mira, Luke, o te lo dejas largo y suelto o te lo cortas como Dios manda y nos dejas ver esos bonitos pómulos». Zoe quería ser un chico, y le molestaba que a Luke se le diera tan mal. Con todo, su madre nunca le dejaría llevar el pelo corto, así que tenía que conformarse con el peinado de Skywalker. Mejor el de Luke que el de Leia…

Dormían en la misma cama en un cuartito bajo el alero del tejado, y cuando su madre subía por la escalera para despertarlos cada mañana, estaban profundamente dormidos, con los ojos hinchados del sueño, o bien despiertos, discutiendo sobre los detalles de un sueño que habían compartido. Su madre los vestía más o menos igual, pero ponía horquillas en forma de mariposa en el pelo de Zoe, que a veces convencía a su hermano para que las llevase, a cambio de asumir ella la responsabilidad cuando su hermano se hiciera pis en la cama. Además del pelo, Adam tenía los mismos ojos verde jade y la misma habilidad para no estar ya en la habitación en el momento en que terminabas la frase. Habían aprendido el truco de vivir deprisa y escapar a todo correr antes de tener problemas. Por eso, era normal que Zoe quisiera probar su nueva bici con Adam lanzándose desde lo alto de Black Hill. Los flecos del manillar seguían en el suelo de la cocina, mezclados con los pelos negro azabache del corte de pelo que le había realizado madre por su cumpleaños. Se suponía que tenía que barrerlos, pero no había tiempo para ello. Cuando tienes diez años, esas tareas parece que cuestan dos siglos.

Vivían en una pequeña granja con su propio terreno al final de una larga carretera. Su padre se marchó de casa cuando ella tenía cuatro años, de manera que su madre se encargaba de todo. Además de Zoe y Adam, había cuatro docenas de gallinas bantam y nueve ovejas de Jacob, ese tipo de ovinos que tiene cuatro cuernos y ojos de demonio —se parecían a Lucifer envuelto en un jersey de lana—. No había mucho que hacer aparte de mirar a las ovejas, y entonces no pasaban muchos coches por las carreteras, así que salían en bici cuando les apetecía. Black Hill era su montaña local. Tenía sesenta y cinco metros de altura, el punto más alto al que podía ascender un ser humano sin ayuda de oxígeno. Desde lo alto de la colina se podía ver la curvatura de la Tierra, si girabas la cabeza con un ángulo determinado.

El día de su cumpleaños hacía calor. Era la culminación del verano, la época en que podías ver las plantas creciendo por el rabillo del ojo —aunque detenían el proceso en cuanto te volvías a mirarlas—. El trigo estaba ya en sazón, pero seguía fresco y verde, tachonado de amapolas y acianos. Corrieron por las carreteras, cantando
Back to life
de Soul II Soul y soltando las manos del manillar para dar palmadas al ritmo. Los vencejos descendían para chillarles y luego se remontaban de nuevo a las alturas, entre graznidos. Cuando llegaron a los pies del Black Hill, se apearon y empujaron sus bicis. La subida era demasiado empinada para subirla a golpe de pedal.

Compartían cantimplora, una de esas de aluminio que en tiempos pasados usaban los profesionales. Estaba rayada, llena de abolladuras y solo le quedaban vestigios de su pintura original. Adam bebía con frecuencia y lo hacía con mucho ruido, asegurándose de que Zoe advirtiese que aquello lo hacía parecer más profesional. Eso también provocaba que tuviera que pararse a hacer pis. Zoe cerraba los ojos y escuchaba; imaginaba que el sonido de la orina de Adam era el suyo y que dispersaba los insectos, se filtraba en la tierra y liberaba los oscuros aromas del barro y las piedrecillas frescas. Suponía que los chicos pensaban también en este consuelo. Por muy mal que pintaran las cosas, siempre podías hacer huir a las hormigas y poner en fuga a los escarabajos en busca de terrenos más elevados.

En lo alto del Black Hill, se detuvieron a recobrar el aliento y se ajustaron los cascos de carreras. Era el año 1989, antes de que se inventara la seguridad en bicicleta. Pero Greg Lemond acababa de ganar el Tour de Francia con un futurista casco aerodinámico —salió en las noticias de la tele—, así que Zoe y Adam se fabricaron sus propios cascos aerodinámicos con alambre, cola y papel de periódico, en concreto del Daily Telegraph, el que compraba su madre. Bajo la cola del casco de Zoe se podían ver tres cuartas partes de la foto del hombre de la plaza de Tiananmen, erguido delante de los carros de combate. El hombre se hizo famoso por su flema. Con cuatro carros echándosele encima y todos los nervios de su cuerpo gritándole que saliera pitando, el tío permaneció inmóvil en su sitio. Era la única carrera que se podía ganar sin moverse.

Adam y Zoe se colocaron junto al roble que siempre usaban como línea de salida, y giraron las bicis para encararlas cuesta abajo. La carretera tenía dos metros de anchura y estaba bordeada por hayas que formaban una bóveda vegetal sobre el asfalto. La luz era verde y tenue. Zoe eligió el lado izquierdo de la calzada y dejó a Adam el derecho. Era la mayor, así que podía manejar a su hermano a su antojo. Optó por el lado izquierdo porque la carretera se curvaba en ese sentido durante toda la bajada, así que su recorrido era más corto. Tenía menos distancia y una bicicleta nueva con las ruedas bien hinchadas. Iba a machacar a Adam. Él sonreía. Nunca adivinaba por qué siempre perdía las carreras. O igual sí, pero le daba igual. Sencillamente, a Adam aquello le importaba menos que a ella.

Se sujetaban los cascos con cordel. En la parte frontal del de Adam se podía ver un fragmento de un titular de periódico. Decía «jubilación como». Su hermano sonreía bajo la luz verdosa, y al hacerlo mostraba los huecos donde crecían sus dientes de adulto; el olor de las plantas florecientes en la carretera; «jubilación como»… ¿Como qué?, se preguntaba Zoe. Hicieron una cuenta atrás desde cinco y comenzaron a pedalear. Zoe empezó a sacar ventaja a Adam. Pronto estaban pedaleando como locos. Podía oír cómo Adam intentaba coger aire y se reía al mismo tiempo. Cuanto más de cerca la perseguía, más rápido corría ella.

Iban tan deprisa que los ojos se le empezaron a humedecer. No lograba ver bien, pero tampoco había mucho que ver, solo los altos terraplenes de la carretera entre los que corrían. El aire rugía sobre sus cabezas, y Zoe gritaba de emoción, igual que Adam. Habían alcanzado esa velocidad en que la bici zumba debajo de ti, donde las vibraciones a través del manillar y el sillín te llevan a un trance de concentración. Te fijas en todo: cada sonido que hacen al abrirse los élitros de las mariquitas que, en el largo arcén de hierba, se asustaban al ver que te acercabas; en cada choque de chinitas arrancadas del asfalto por tus neumáticos y que golpeaban el aluminio del cuadro de la bici. El tiempo adquiría la cualidad de la indefinición. Todo era inusualmente rápido, e inusualmente lento a la vez.

Zoe chilló. Adam la imitó, en algún punto por detrás de ella. Al tomar la curva, Zoe vio que un coche subía a toda velocidad por la carretera de la colina; era un coche negro, silencioso entre el bramido del aire veloz, y se encontraba increíblemente cerca de ellos. Vio la cara de la mujer que conducía. Vio la «O» que se formó en su boca. Su pintalabios era de un rosa fosforito, artificial. Zoe se arrimó al arcén de su izquierda y la conductora al de la suya, y ella se coló por el hueco que había entre el coche y el terraplén de la carretera. Estaba sorprendida. No se ve a muchas mujeres con los labios pintados en estas carreteras, pensó. Entonces oyó el impacto, que sonó con mucha más fuerza que el fin del mundo, y siguió pedaleando.

Sabía que no sería real a no ser que se volviese para mirar. Estaba convencida de que si podía correr más deprisa que la noticia, esta nunca la alcanzaría. Ese fue el momento en el que Zoe comenzó a emerger, a separarse del flujo principal del tiempo. Ella y el tiempo eran aceite y vinagre mezclados y dejados en reposo: empezaban a separarse en magia y agua. Recorrió sin detenerse cuarenta kilómetros; cuando la Policía por fin la encontró ya estaba oscureciendo y pedaleaba por la autopista, temblando de agotamiento mientras los camiones la esquivaban a volantazos y atronaban con las bocinas. Deliraba. Le preguntó al agente si la iban a detener por cortar los flecos de su manillar y dejarlos tirados en el suelo de la cocina. La ubicaron en el asiento trasero del coche patrulla, le quitaron el casco de papel maché y lo dejaron a su lado. La llevaron al hospital, le administraron fluidos y luego le dieron la noticia.

Su madre acudió al hospital al día siguiente por la tarde y la llevó a casa, en silencio. Los flecos y el pelo seguían en el suelo de la cocina. Su madre se acostó sin pronunciar palabra, y permaneció en su cuarto diez días, hasta que su mente le permitió contestar al teléfono, dar permiso para que sacaran a Adam del depósito de cadáveres y condujeran el cadáver a la iglesia para incinerarlo.

A casa llegaron tarjetas y flores. Zoe no estaba convencida de que aquello hubiera sucedido, aunque todo el mundo parecía insistir en ello. Varias veces al día ascendía hasta lo alto del Black Hill y volvía a lanzarse cuesta abajo, lo más rápido que podía. La idea era que si lograba correr más deprisa que nunca, si conseguía ir más veloz que el tiempo, entonces se giraría y Adam estaría de nuevo allí, corriendo tras ella. Estaba convencida de que podría traerlo de vuelta. Al fin y al cabo, se había propuesto muchos retos de niña, y más o menos la mitad de ellos había funcionado y la otra mitad, no. Una vez, en Nochebuena, durmió en un saco en el suelo y dejó su cama libre para que Jesús durmiese en ella. Al día siguiente, por la mañana, corrió a examinar la almohada, para ver si alguien había estado en la cama… y no. Pero en otra ocasión, pasó con la bici junto a un zorro muerto en la carretera; el animal no presentaba heridas. Su cuerpo todavía estaba caliente y los ojos le brillaban con un fulgor negro. Se propuso que si lo dejaba bajo un abedul y le ponía bellotas cerca de la cabeza, cuando se despertara, volvería a la vida. Cuando al día siguiente regresó al lugar para mirar, ya no estaba, y aquello probaba que había funcionado.

Si había conseguido burlar el tiempo de un zorro, podía intentar robar el de su hermano. Se lanzó desde Black Hill una y otra vez, más rápido en cada ocasión, y cada vez que miraba hacia atrás y Adam no aparecía, pensaba «Iré más rápido la próxima vez. Nunca perderé una carrera».

No recordaba ningún día en concreto en que hubiera dejado de creer que la victoria le devolvería a Adam. No sabía cuándo dejaría de mirar hacia atrás en sus carreras para ver si su hermano iba a su rueda. Simplemente, fue creciendo poco a poco, y el tiempo, con su ojo engreído, se construyó un monumento a sí mismo con sus recuerdos, lo levantó sobre los llanos de su experiencia hasta bloquear su visión del pasado.

203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Mientras Kate seguía al teléfono con Tom, Sophie bajó las escaleras, agarrándose con fuerza al pasamanos y con los ojos entrecerrados debido a la luz.

—Bueno, Tom —anunció Kate—, ya tengo que dejarte.

—Vale. ¿Lo harás?

—Sí. Correré contra ella.

—Puedes tomarte un poco más de tiempo, si quieres. Una semana o dos, por si necesitas prepararte mentalmente.

Kate cerró los párpados por un momento mientras se lo pensaba.

—No —dijo al fin—. Me parece bien hacerlo mañana.

—¿Puedo ayudarte en algo? ¿Hay alguna cosa de la que quieras hablar conmigo?

—No —repitió Kate—. Tú solo ten mi bicicleta lista.

—Esta es mi chica… Bien entonces, mañana a mediodía, ¿vale? Ven a las once para ir calentando.

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