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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (35 page)

BOOK: 99 ataúdes
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—Bien visto —le dijo a Glauer en una voz apenas audible incluso para sí misma.

—¿Qué quiere que hagamos, agente? —preguntó otro de los soldados en voz baja. En su placa ponía «SADLER>. Se puso en pie lentamente, intentando no hacer ruido, y los demás lo imitaron.

Había dos pasillos: uno llevaba al punto de inicio de las visitas guiadas y el otro, al mapa electrónico. No había ningún motivo para elegir uno y no el otro. Y eso, pensó Caxton, significaba que eligiera el que eligiera podía tratarse del pasillo equivocado. Si conducía a sus efectivos a la oficina de visitas guiadas, un vampiro podía atacarlos por la espalda y acabar con ellos antes de que se dieran cuenta siquiera de que estaba allí. Eso asumiendo que aún quedara algún vampiro en el edificio, pues también era posible que hubieran devorado a los agentes y que se hubieran marchado ya.

Tenía que pensar.

—Tenemos que comprobar que el edificio es un lugar seguro. Vamos a dividirnos, tan sólo durante un momento. Howell, vaya con sus hombres por el pasillo de la izquierda; Glauer y yo cogeremos el de la derecha. Si establecen contacto, no esperen a que lleguemos: abran fuego de inmediato.

Miró a su compañero. Estaba pálido y respiraba con dificultad, pero todavía podía moverse y tenía el brazo derecho, el de disparar, intacto. Glauer se percató de cómo lo miraba e hizo un gesto tranquilizador con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Howell, echando un vistazo a sus hombres—. Vamos, tíos; moved el culo.

Caxton se adentró en el pasillo débilmente iluminado que conducía al mapa electrónico; Glauer le pisaba los talones. Doblaron varias esquinas y pronto perdieron a los soldados de vista. Pasaron junto a varias vitrinas que exhibían artefactos hallados en el campo de batalla: cañones, rifles antiguos y una pared entera repleta de balas oxidadas y blanquecinas, además de botones de uniforme deslustrados y ennegrecidos. Sorteó otra esquina, levantó el arma y a punto estuvo de quedarse sin aliento. Sin embargo, antes de disparar se dio cuenta de qué era

lo que la había asustado tanto: un grupo de maniquíes vestidos con reproducciones de los uniformes azules y grises de la batalla. Los maniquíes tenían los rostros blancos como el yeso.

—Dios santo —dijo Glauer a sus espaldas—. No me vuelva a dar un susto así.

—Haré lo que pueda —le prometió Caxton.

Un poco más adelante, el pasillo se ensanchaba y desembocaba en una sala de espera. Había tornos, un podio donde se situaba el encargado de recoger los billetes y varias puertas dobles que daban a un auditorio. Una de las puertas se abrió hacia el interior delante de sus ojos, apenas uno o dos centímetros.

A Caxton se le heló la sangre. Se agachó en posición de disparo y extendió el brazo para bloquearle el paso a Glauer. Esperaba que las puertas se abrieran de golpe y que de ellas salieran decenas de vampiros en estampida, pero no sucedió nada.

Las puertas se quedaron ligeramente entreabiertas. Podría haber sido cualquier cosa. Tal vez la caldera que alimentaba la calefacción del edificio se había encendido de golpe y una ráfaga de aire caliente había abierto las puertas.

«Aunque es poco probable», pensó Caxton.

—Cúbrame —dijo Glauer, y se acercó hacia la puerta. Caxto permaneció agachada y con el arma a punto. El agente apoyó la espalda contra la pared, junto a la puerta, y echó un vistazo por la abertura—. No veo nada —dijo, y terminó de abrir la puerta usando el rifle.

Caxton pudo entrever parte de la sala que había al otro lado, un gran espacio lleno de hileras de butacas. Las puertas daban a la parte superior de un anfiteatro de planta cuadrad, podía haber cualquier cosa escondida a ras del suelo al acecho.

Se arrastró hacia la puerta y Glauer entró en la sala, barriendo el espacio de izquierda a derecha con el rifle.

—No hay moros en la costa —dijo. Entonces Caxton se levantó y entró también en la sala con el rifle en posición de disparó, por si a Glauer le había pasado algo por alto.

Recorrió con la vista los asientos tapizados de azul y la escalera que los atravesaban, tomó nota mentalmente de todas las salidas de emergencia y cerró la puerta a sus espaldas. El mapa electrónico estaba situado al fondo del anfiteatro. Se trataba de una enorme reproducción topográficamente correcta de la ciudad de Getttysburg y del campo de batalla del sur. Un operador podía encender una serie de luces que indicaba la posición de los diversos regimientos y batallones cada día de la batalla. Sin embargo, Caxton no lograba ver la mayor parte del mapa; estaba cubierto de ataúdes.

Muchísimos ataúdes. Algunos estaban rotos, pero la mayoría seguían intactos. Estaban amontonados sin orden ni concierto encima y alrededor del mapa. Había otros colocados entre las filas de asientos o apoyados en la escalera. No necesitaba contarlos para saber que había noventa y nueve en total.

Finalmente había encontrado los ataúdes, pero ya no servía de nada: era demasiado tarde.

Capítulo 84

Yo había salido a hacer la guerra y mientras tanto sucedieron muchas cosas a mis espaldas, en lo que otrora había sido mis aposentos. Mucho más tarde me di cuenta del error que había cometido al subestimar a mi nueva aliada. Posteriormente, logré reconstruir gran parte de lo sucedido. Lo que sigue está extraído del registro oficial del consejo de guerra especial del soldado Jack Beec Jack Beecham, transcrito a partir de sus propias palabras:

«Sucedió justo después de la medianoche, después de darle su ración nocturna de sangre.

«Realmente no tengo otra explicación para nuestra actitud, señor, más allá de que me pareció lo apropiado. El hombre que vino a buscarla tenía una herida en la cara y un aspecto enfermizo, pero pensamos que era un pobre diablo, un herido de guerra que habían destinado a tareas de intendencia porque no estaba en condiciones de luchar. A buen seguro, sabrá que algunos de los hombres que trabajan como cocineros están aquejados de heridas y dolencias peores. El tipo dijo que se llamaba Bill algo. Era un soldado yanqui y mencionó el nombre del coronel Pittenger, dijo que tenía órdenes suyas de recoger un ataúd y llevárselo para enterrarlo. Eso es lo único que sé. No, señor, no llevaba papeles, pero eso es algo bastante corriente en tiempos de guerra y a veces uno no puede considerar según qué sutilezas. Tenía un coche con una bandera negra, ya sabe, un coche fúnebre, y animales de tiro.

¡Si hubiera visto cómo se encabritaron los caballos cuando sacaron el ataúd, como si se encontraran en medio de un avispero! Como podrá imaginar, a todos nos alegró verle marcharse, pues eso significaba librarse de aquellos animales enloquecidos.

En aquel momento pareció lo correcto, le doy mi palabra. No sabía que la señorita Malvern iba dentro de aquel ataúd, pues en ese caso me habría opuesto con todas mis fuerza. Dijo que se la llevaba a su casa para enterrarla como Dios manda, pero no tengo ni idea de adónde fue en realidad.

Y Ahora, si así lo estima, recibiré mi castigo.

Al soldado Beecham se le ordenó cabalgar por todo el campamento sentando de espaldas a lomos de un asno y llevando un capirote durante la inspección matinal.

Entonces fue azotado y se le retiró la paga semanal. Tuvo suerte de que yo me encontrara tan

Lejos, pues yo le habría impuesto un castigo mucho más severo. A lo mejor le habría presentando a mis nuevos amigos.

ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM P ITTENGER

Capítulo 85

Glauer bajó la escalera hacia donde estaba el mapa. Mientras tanto, Caxton rodeó la parte superior del anfiteatro al tiempo que comprobaba una por una las salidas de emergencia. Probó la primera y al ver que estaba cerrada, fue hacia la siguiente. Sin embargo, sabía que se trataba de una tarea peligrosa. Para intentar abrir las puertas debía bajar el arma y eso la dejaba en una situación vulnerable. Debía hacerlo tal como le habían enseñado. En otras palabras, necesitaba ayuda; Glauer debía cubrirla mientras ella iba abriendo las puertas.

—Glauer, intentemos no separarnos. ¿vale? —le gritó. El corpulento policía había bajado hasta el mapa y se había detenido entre varios ataúdes. Caxton estaba segura de que estaban, vacíos, no le quería allí abajo—. ¿Glauer?

Dio la impresión de que ni siquiera la había oído. Apuntaba con el rifle hacia el suelo, pero tenía la vista orientada hacia arriba, hacia una cabina de cristal que quedaba sobre su cabeza, donde debía de sentarse el operador del mapa.

Tenía la boca entreabierta, como si se le hubiera aflojado la mandíbula. Sus enormes brazos colgaban inertes a los lados.

—¡Glauer! —le gritó, pero el agente ni se inmutó.

-Mierda, joder-, pensó Caxton en el preciso instante en que Glauer levantó el rifle y colocó la mano del brazo herido en el escudo térmico. Reconoció aquella mirada al instante, pues ella misma la había adoptado en varias ocasiones. Debía de un vampiro en la cabina. Glauer había establecido contacto visual con él y éste lo había hipnotizado. Caxton se precipitó hacia él, convencida de que iba a ser capaz de romper el hechizo.

Entonces se dio cuenta de que la estaba apuntando a ella. No obstante. Glauer seguía mirando hacia el techo, como paralizado ante una aparición religiosa. Probablemente no sabía siquiera lo que estaban haciendo sus manos. Caxton vio cómo metía el dedo dentro del guardamonte y apenas le dio tiempo de tirarse al suelo antes de que el rifle soltara una ráfaga de disparos contra la pared que quedaba a sus espaldas.

—¿Agente? —lo oyó llamarla con voz vaga y llorosa—. ¿Dónde está? Es que no... no la veo.

Caxton se arrastró sobre los codos y las rodillas, protegida por la hilera de butacas que los separaba. El policía disparó otra ráfaga que perforó la tapicería e impregnó el aire de virutas de espuma amarilla.

Caxton no tenía ni idea de qué iba a hacer. Glauer la tenía inmovilizada. Si se levantaba, él le dispararía. Si avanzaba o retrocedía, terminaría en uno de los tramos de escalera que conducían al mapa. A un lado había dos puertas, la salida de incendios que acababa de intentar abrir y la que tenía intención de probar a continuación, una incógnita absoluta. Tal vez estuviera abierta, aunque también era posible que al otro lado hubiera cincuenta vampiros esperándola. En cualquier caso, poco importaba, pues para llegar hasta ella iba a tener que esquivar las balas de Glauer.

—Agente... ¿ha dicho… algo? —preguntó el policía. Su voz sonó diferente y Caxton se dio cuenta de que se estaba moviendo. Se acercaba hacia ella, estaba subiendo por la escalera.

No podía moverse, pero sabía que si permanecía quieta él iba a encontrarla y la mataría allí mismo. Su única opción era intentar abrir la puerta misteriosa. Glauer iba a tener todo el tiempo del mundo para dispararle entre tanto, pero no le que daba otra salida.

Mentira, aún tenía otra opción: podía dispararle a él primero. Probablemente Arkeley habría hecho precisamente eso, pero ella no sabía si tenía la sangre fría necesaria.

Así, esperó a que descargara otra ráfaga, en esta ocasión tan sólo dos balas, una de las cuales hizo saltar esquirlas de yeso de la pared, justo encima de su cabeza, y después se levantó y salió corriendo hacia la puerta tan rápido como pudo.

Volvió la cabeza un momento, sin dejar de correr, y lo vio a unos dos metros de distancia, con el cañón del rifle apuntándole directamente. Sus ojos, en cambio, seguían fijos en la cabina. Se abalanzó con la cadera por delante contra la puerta con la esperanza de poder presionar la barra de emergencia y cruzar el umbral con un solo gesto. Había un problema: no había ninguna barra.

La puerta era más estrecha que las primeras salidas de emergencia que había visto y estaba pintada del mismo color que las paredes. A la altura de los ojos, había un cartel que ponía:

PASO RESTRINGIDO AL PERSONAL DEL MAPA ELECTRONICO GRACIAS.

En lugar de una barra, la puerta tenía un pomo de latón. Caxton lo cogió con la mano e intentó hacerlo girar, pero la puerta estaba cerrada.

Era consciente de que en cualquier momento Glauer le dispararía por la espalda. Desenfundó la Beretta con la intención de apuntar al policía, pero su brazo no fue capaz de concluir la acción.

Glauer dio un paso más y apretó el gatillo. El rifle de asalto hizo un clic, pero no quedaban más balas en la recámara; había gastado el cargador. Iba a tardar unos pocos segundos en recargar, segundos en los cuales Caxton aún podía dispararle. Levantó la pistola. Si lo hería en los brazos, impediría que pudiera disparar. Por otro lado, Glauer había perdido ya mucha sangre por lo que no había forma de saber si una nueva herida iba a sumirlo en un estado de shock o incluso a causarle la muerte. Y, sin embargo, era o ella o él…

Las manos de Glauer manoseaban el rifle y movían la palanca de modo de disparo hacia delante y hacia atrás, en vano. Sujetó el arma por el escudo térmico y miró por el cañón.

¿Qué coño estaba haciendo? De pronto, Caxton lo comprendió. Glauer habría sido capaz de hacer saltar el cargador vacío y colocar uno nuevo incluso con los ojos vendados. Pero no era el policía quien controlaba su propio cuerpo, sino el vampiro invisible: un vampiro que habría sabido cargar un rifle con mosquetón, o incluso un rifle Sharps de retrocarga, pero desde luego no un Colt AR6520.

—¿Caxton? —preguntó—. ¿Me ha... me ha dejado aquí a solas?

Caxton decidió ignorarlo y embistió contra la puerta con la cadera y el hombro. Si lograba cruzar la puerta podría subir a la cabina de control y llegar hasta el vampiro que había hipnotizado a Glauer. Podría matar al vampiro y romper el hechizo.

A sus espaldas, el policía local dio otro paso más hacia ella. A continuación tiró el rifle, que rebotó contra el suelo, se llevó la mano al cinturón, se sacó la porra extensible y la desplegó por completo.

—¿Laura? —la llamó.

La puerta se negaba a abrirse por mucho que la embistiera. Cuando Glauer levantó la porra para golpearla, Caxton pensó que parecía un oso.

— A la mierda todo —dijo y le pegó una patada en el pecho. Al Policía se le cortó la respiración y cayó al suelo como un saco de patatas.

Caxton se volvió hacia la puerta.., y entonces fue cuando se apagaron las luces.

Capítulo 86

El general Hancock, que era mi superior y también el de mis hombres, vino a verme cuando la hora más oscura de la batalla daba paso a la oscuridad de la noche. Yo me había procurado una tienda bastante espaciosa, donde los ataúdes reposaban sobre caballetes. En el interior resonaba ya la agitación de mis hombres, preparados para su bautismo de fuego.

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