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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (25 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—¡Mira su espira!

—¡Ah! Puede creerme el señor si le digo que en toda mi vida he sentido una emoción parecida —dijo Conseil, a la vez que tomaba la preciosa concha con una mano temblorosa.

Y era para estar emocionado. Sabido es, en efecto, y así lo han señalado los naturalistas, que la tendencia diestra es una ley de la naturaleza. Los astros y sus satélites efectúan sus movimientos de traslación y de rotación de derecha a izquierda. El hombre se sirve mucho más a menudo de su mano derecha que de la izquierda, y, consecuentemente, sus instrumentos y sus aparatos, escaleras, cerraduras, resortes de los relojes, etc., están concebidos para el uso de la mano derecha. La naturaleza ha seguido generalmente esta ley para el enrollamiento de sus conchas. Todas lo hacen a la derecha, y cuando, por azar, sus espiras lo hacen al contrario, los aficionados las pagan a precio de oro.

Nos hallábamos absortos Conseil y yo en la contemplación de nuestro tesoro, con el que esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un indígena, rompió el precioso objeto en la mano de Conseil.

Mientras yo lanzaba un grito de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil y apuntó con él a un salvaje que agitaba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedirle que disparara, pero no pude y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo del indígena.

—¡Conseil! —grité—. ¡Conseil!

—¡Y qué! ¿No ve el señor que ha sido el caníbal el que ha comenzado el ataque?

—Una concha no vale la vida de un hombre —le dije.

—¡Ah, el miserable! —exclamó Conseil—. ¡Hubiera preferido que me hubiera roto el hombro!

Conseil era sincero al hablar así, pero yo no compartía su opinión.

La situación había cambiado desde hacía algunos instantes, sin que nos hubiéramos dado cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del
Nautilus
. Las piraguas, largas y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equilibraban por medio de un doble balancín de bambú que flotaba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las manejaban con habilidad, y yo los veía avanzar no sin inquietud.

Era evidente que los indígenas habían tenido ya relación con los europeos y que conocían sus navíos. Pero ¿qué podían pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la bahía, sin mástiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se habían mantenido hasta entonces. Sin embargo, su inmovilidad debía haberles inspirado un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con él. Y era precisamente eso lo que convenía evitar. Nuestras armas, carentes de detonación, no eran las más adecuadas para espantar a los indígenas, a los que sólo inspiran respeto las que causan estruendo. Sin el estrépito del trueno, el rayo no espantaría a los hombres, pese a que el peligro esté en el relámpago y no en el ruido.

En aquel momento, ya muy próximas las piraguas al
Nautilus
, una lluvia de flechas se abatió sobre él.

—¡Diantre! Está granizando y quizá sea un granizo envenenado —dijo Conseil.

—Hay que avisar al capitán Nemo —dije—, y me introduje por la escotilla.

Descendí al salón. No había nadie, y me arriesgué a llamar a la puerta del camarote del capitán.

—Pase.

Entré y hallé al capitán Nemo sumergido en un mar de cálculos, entre los que abundaban las
x
y otros signos algebraicos.

—¿Le molesto? —le dije, por cortesía.

—Sí, señor Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, ¿no?

—Muy serias. Las piraguas de los indígenas nos tienen rodeados, y dentro de unos minutos nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes.

—¡Ah! —dijo el capitán Nemo, con la mayor calma—, ¿han venido con sus piraguas?

—Sí, señor.

—Pues bien, basta con cerrar las escotillas.

—Precisamente, y es lo que venía a decirle.

—Nada más fácil —dijo el capitán Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre eléctrico, transmitía una orden a la tripulación.

—Ya está —me dijo tras algunos instantes—. La canoa está en su sitio y las escotillas cerradas. Supongo que no temerá usted que esos señores destruyan unas murallas contra las que nada pudieron los obuses de su fragata.

—No, capitán, pero subsiste aún un peligro.

—¿Cuál?

—Mañana, a la misma hora, habrá que reabrir las escotillas para renovar el aire del
Nautilus
.

—Así es, puesto que nuestro navío respira como los cetáceos.

—Pues bien, si en ese momento los papúes ocupan la plataforma, no veo cómo podremos impedirles la entrada.

—Así que supone usted que van a subir a bordo.

—Estoy seguro.

—Pues bien, que suban. No veo ninguna razón para impedírselo. En el fondo, estos papúes son unos pobres diablos y no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno solo de estos desgraciados.

Me disponía a retirarme, pero el capitán Nemo me retuvo y me invitó a sentarme a su lado. Me interrogó con interés acerca de nuestras excursiones y la caza, y pareció no comprender la necesidad de carne tan apasionadamente sentida por el arponero. Luego la conversación se orientó hacia otros temas y, sin ser más comunicativo, el capitán Nemo se mostró más amable.

Entre otras cosas, tocamos el tema de la situación del
Nautilus
, encallado precisamente en el mismo estrecho en que Dumont d'Urville estuvo a punto de perder sus barcos. Y a propósito de Dumont d'Urville —me dijo el capitán Nemo:

—Fue uno de sus más grandes marinos, uno de sus más inteligentes navegantes. Para ustedes, los franceses, Dumont d'Urville es como el capitán Cook para los ingleses. ¡Qué infortunio el de ese hombre sabio! ¡Haber desafiado a los bancos de hielo del Polo Sur, a los arrecifes de Oceanía y a los caníbales del Pacífico, para acabar muriendo miserablemente en un tren! Si a ese hombre enérgico le fue dado pensar durante los últimos segundos de su existencia, ¿se imagina usted cuáles serían sus pensamientos?

Al hablar así, el capitán Nemo parecía emocionado, y yo inscribí ese gesto en su activo.

Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante francés, sus viajes de circunnavegación, su doble tentativa del polo Sur que le valió el descubrimiento de las tierras de Adelia y Luis Felipe y, por último, sus mapas hidrográficos de las principales islas de Oceanía.

—Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d'Urville —me dijo el capitán Nemo— lo he hecho yo en el interior del océano, y más completa y más fácilmente que él. El
Astrolabe
y la
Zelée
, incesantemente zarandeados por los huracanes, no podían competir con el
Nautilus
, tranquilo gabinete de trabajo y verdaderamente sedentario en medio de las aguas.

—Y, sin embargo, capitán, hay un punto común entre las corbetas de Dumont d'Urville y el
Nautilus
.

—¿Cuál?

—El de que el
Nautilus
haya encallado como ellas.

—El
Nautilus
no ha encallado —me respondió fríamente el capitán Nemo—. El
Nautilus
está hecho para reposar en el lecho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas maniobras que hubo de hacer Dumont d'Urville para sacar a flote sus barcos. El
Astrolabe
y la
Zelée
estuvieron a punto de perderse, pero mi
Nautilus
no corre ningún peligro. Mañana, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suavemente y reemprenderá su navegación a través de los mares.

—Capitán, yo no pongo en duda…

—Mañana —añadió el capitán Nemo, levantándose— a las dos horas y cuarenta minutos de la tarde, el
Nautilus
estará a flote y abandonará, sin avería alguna, el estrecho de Torres.

El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de despedida. Salí y volví a mi camarote, donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán.

—Cuando le dije que su
Nautilus
estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me respondió muy irónicamente. Así, pues, ten confianza en él y vete a dormir tranquilamente.

—¿El señor no necesita de mis servicios?

—No. ¿Qué está haciendo Ned Land?

—El señor me excusará, pero el amigo Ned está haciendo un paté de canguro que va a ser una maravilla.

Me acosté y dormí bastante mal. Oía el ruido que hacían los salvajes al pisotear la plataforma y sus gritos estridentes. Pasó así la noche sin que la tripulación cambiara en lo más mínimo su comportamiento habitual. La presencia de los caníbales les inquietaba tanto como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me levanté a las seis de la mañana. No se habían abierto las escotillas para renovar el aire, pero hicieron funcionar los depósitos para suministrar algunos metros cúbicos de oxígeno a la atmósfera enrarecida del
Nautilus
.

Estuve trabajando en mi camarote hasta mediodía, sin ver ni un solo instante al capitán Nemo. No parecía efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esperé aún durante algún tiempo y luego fui al salón. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez minutos la marea debía alcanzar su máxima altura y, si el capitán Nemo no había hecho una promesa temeraria, el
Nautilus
quedaría liberado. Si así no ocurría, podrían pasar meses antes de salir de su lecho de coral. Pero no tardé en sentir los estremecimientos precursores que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las asperezas calcáreas del arrecife.

A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.

—Vamos a zarpar —dijo.

—¡Ah! —exclamé.

—He dado orden de abrir las escotillas.

—¿Y los papúas?

—¿Los papúas? —dijo el capitán Nemo, alzándose de hombros.

—¿No teme que penetren en el
Nautilus
?

—¿Cómo podrían hacerlo?

—Entrando por las escotillas.

—Señor Aronnax, no se entra así como así por las escotillas del
Nautilus
, incluso cuando están abiertas.

Le miré.

—No lo comprende, ¿no es así?

—En efecto.

—Bien, pues venga y véalo.

Me dirigí hacia la escalera central, al pie de la cual se hallaban Ned Land y Conseil, muy intrigados, contemplando cómo algunos hombres de la tripulación abrían las escotillas. Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vociferaciones.

Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras horribles aparecieron a nuestra vista. Pero el primero de los indígenas que tocó el pasamano de la escalera, rechazado hacia atrás por no sé qué fuerza invisible, huyó dando espantosos alaridos y saltos tremendos. Diez de sus compañeros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.

Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus violentos instintos, se lanzó a la escalera. Pero nada más tocar el pasamano, fue derribado a su vez.

—¡Mil diantres! —bramó—. ¡Me ha golpeado un rayo!

Su grito me lo explicó todo. No era un pasamano, sino un cable metálico cargado de electricidad. Quienquiera que lo tocara sufría una formidable sacudida, que podría ser mortal si el capitán Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus aparatos. Podía decirse realmente que entre sus asaltantes y él había tendido una barrera eléctrica que nadie podía franquear impunemente.

Los papúas se habían retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas la risa, consolábamos y friccionábamos al desdichado Ned Land, que juraba como un poseso.

En aquel momento, el
Nautilus
, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el minuto exacto que había fijado el capitán. Su hélice batió el agua con una majestuosa lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco. Navegando en superficie, abandonó sano y salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.

23. «Aegri somnia»

Al día siguiente, 10 de enero, el
Nautilus
continuó su marcha entre dos aguas, pero con una velocidad extraordinaria, que no estimé en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal la rapidez de su hélice, que no podía yo ni seguir sus vueltas ni contarlas.

Al pensar que ese maravilloso agente eléctrico, además de dar al
Nautilus
movimiento, luz y calor, lo protegía de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que ningún profanador podía tocar sin ser fulminado, mi admiración no conocía límites, y del aparato se remontaba al ingeniero que lo había creado.

Marchábamos directamente hacia el oeste, y el 11 de enero pasamos antes el cabo Wessel, situado a 135° de longitud y 10° de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban indicados en el mapa con una extremada precisión. El
Nautilus
evitó con facilidad los rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a estribor, situados a 130° de longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.

El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 122° de longitud. La isla, cuya superficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de cocodrilos, es decir, tener el más alto origen a que puede aspirar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranjero que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!

Pero el
Nautilus
no tuvo nada que ver con tan feos animales. Timor sólo fue visible un instante, a mediodía, cuando el segundo fijó la posición. Asimismo, sólo pude entrever la pequeña isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas mujeres tienen adquirida en los mercados malayos una sólida reputación de belleza.

A partir de ese punto, la dirección del
Nautilus
se inflexionó en latitud hacia el Sudoeste. Se puso rumbo al océano Índico. ¿Adónde iba a llevarnos la fantasía del capitán Nemo? ¿Se dirigiría hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco probables en un hombre que rehuía los continentes habitados. ¿Descendería, pues, hacia el Sur? ¿Pasaría por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo antártico? ¿O regresaría a aquellos mares del Pacífico en los que su
Nautilus
podía hallar una navegación fácil e independiente? Era esto algo que sólo el porvenir podría decirnos.

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