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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (22 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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El estrecho de Torres debe su reputación de peligroso tanto a los escollos de que está erizado Como a los salvajes habitantes de sus costas. El estrecho separa la Nueva Holanda de la gran isla de la Papuasia, conocida también con el nombre de Nueva Guinea.

La Papuasia tiene cuatrocientas leguas de longitud por ciento treinta de anchura, y una superficie de cuarenta mil leguas geográficas
[17]
. Está situada, en latitud, entre 0° 19' y 10° 2' Sur, y, en longitud, entre 128° 23' y 146° 15'. A mediodía, mientras el segundo tomaba la altura del sol, vi las cimas de los montes Arfalxs, que se alzan en grandes planos para terminar en pitones agudos.

Esta tierra, descubierta en 1511 por el portugués Francisco Serrano, fue sucesivamente visitada por don José de Meneses, en 1526; por el general español Alvar de Saavedra, en 1528; por Juigo Ortez, en 1545; por el holandés Shouten, en 1616; por Nicolás Sruick, en 1753; por Tasman, Dampier, Fumel, Carteret, Edwards, Bougainville, Cook, Forrest, Mac Cluer y D'Entrecasteaux, en 1792; por Duperrey, en 1823; y por Dumont d'Urville, en 1827. «Es el foco de los negros que ocupan toda la Malasia», ha dicho Rienzi. No podía yo sospechar que los azares de esta navegación iban a ponerme en presencia de los temibles Andamenos.

El
Nautilus
se presentó en la entrada del estrecho más peligroso del mundo, cuya travesía evitan hasta los más audaces navegantes. Es el estrecho que afrontó Luis Paz de Torres a su regreso de los mares del Sur, en la Melanesia, y en el que las corbetas encalladas de Dumont d'Urville estuvieron a punto de perderse por completo en 1840. El
Nautilus
, superior a todos los peligros del mar, se disponía, sin embargo, a desafiar a los arrecifes de coral.

El estrecho de Torres tiene unas treinta y cuatro leguas de anchura, pero se halla obstruido por una innumerable cantidad de islas, islotes, rocas y rompientes que hacen casi impracticable su navegación. Por ello, el capitán Nemo tomó todas las precauciones posibles para atravesarlo. Flotando a flor de agua, el
Nautilus
avanzaba a una marcha moderada. Su hélice batía lentamente las aguas, como la cola de un cetáceo.

Mis dos compañeros y yo aprovechamos la ocasión para instalarnos en la plataforma. Ante nosotros se elevaba la cabina del timonel, quien, si no me engaño, debía ser en esos momentos el propio capitán Nemo.

Tenía yo a la vista los excelentes mapas del estrecho de Torres levantados y trazados por el ingeniero hidrógrafo Vincendon Dumoulin y por el teniente de navío Coupvent-Desbois —almirante en la actualidad—, integrantes del estado mayor de Dumont d'Urville durante el último viaje de circunnavegación realizado por éste. Estos mapas son, junto con los del capitán King, los mejores para guiarse por el intrincado laberinto del estrecho, y yo los consultaba con una escrupulosa atención.

El mar se agitaba furiosamente en torno al
Nautilus
. La corriente de las olas, que iba del Sudeste al Noroeste con una velocidad de dos millas y media, se rompía en los arrecifes que asomaban sus crestas por doquier.

—Mal está la mar —dijo Ned Land.

—Detestable, en efecto —le respondí—, y más aún para un barco como el
Nautilus
.

—Muy seguro tiene que estar de su camino este condenado capitán —dijo el canadiense— para meterse por aquí, entre estas barreras de arrecifes que sólo con rozarlo pueden romper su casco en mil pedazos.

Grande era el peligro, en efecto. Pero el
Nautilus
parecía deslizarse como por encanto en medio de los terribles escollos. No seguía exactamente el rumbo del
Astrolabe
y de la
Zelée
, que tan funesto fue para Dumont d'Urville, sino que, orientándose más al Norte, pasó ante la isla Murray, para luego dirigirse al Sudoeste, hacia el paso de la Cumberland. Por un momento temí que fuera a chocar con ella, pero puso rumbo al Noroeste para dirigirse, a través de una gran cantidad de islas e islotes poco conocidos, hacia la isla Tound y el canal Malo.

Ya estaba yo preguntándome si el capitán Nemo, imprudente hasta la locura, iba a meter su barco por aquel paso en el que habían encallado las dos corbetas de Dumont d'Urville, cuando, modificando por segunda vez su rumbo hacia el Oeste, se dirigió hacia la isla Gueboroar.

Eran las tres de la tarde y la marea alcanzaba ya casi la pleamar. El
Nautilus
se acercó a aquella isla, todavía intacta en mi memoria con su hilera de pandanes. Navegábamos a unas dos millas de la isla, cuando, súbitamente, un choque me derribó. El
Nautilus
acababa de tocar en un escollo, y quedó inmovilizado tras bascular ligeramente a babor. Cuando me reincorporé, vi en la plataforma al capitán Nemo y a su segundo examinando la situación del barco y hablando en su incomprensible idioma.

A dos millas, por estribor, se divisaba la isla Gueboroar, cuya costa se redondeaba desde el Norte al Oeste como un inmenso brazo. Hacia el Sur y el Este el reflujo comenzaba a dejar al descubierto las crestas de algunos arrecifes de coral. Habíamos tocado de lleno y en uno de esos mares que tienen mareas pobres, lo que dificultaba la puesta a flote del
Nautilus
. Sin embargo, éste no parecía haber sufrido ninguna avería gracias a la extraordinaria solidez de su casco. Pero si no podía abrirse ni irse a pique, sí corría el riesgo, en cambio, de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos. Así, tal vez había acabado allí su carrera el aparato submarino del capitán Nemo.

En tales términos me planteaba yo la situación, cuando el capitán, frío y tranquilo, tan dueño de sí como siempre, sin manifestar la más mínima emoción o contrariedad, se acercó a mí.

—¿Un accidente? —le pregunté.

—No; un incidente —me respondió.

—Pero un incidente que puede obligarle a ser nuevamente un habitante de esa tierra de la que huye.

El capitán Nemo me miró de un modo singular e hizo un gesto de negación, claramente expresivo de su convicción de que nada le obligaría nunca a regresar a tierra. Luego, me dijo:

—Señor Aronnax, el
Nautilus
no está perdido, tranquilícese. Volverá a ofrecerle el espectáculo de las maravillas del océano. Nuestro viaje no ha hecho más que comenzar, y yo no deseo privarme tan pronto del honor de su compañía.

—Y, sin embargo, capitán Nemo —le dije, sin darme por enterado del tono irónico de sus palabras—, el
Nautilus
ha encallado en el momento de la pleamar. Y dado que las mareas son débiles en el Pacífico y que no puede usted deslastrar al
Nautilus
(lo que me parece imposible), no veo cómo va a sacarlo a flote.

—Tiene usted razón, señor profesor, las mareas no son fuertes en el Pacífico. Pero en el estrecho de Torres hay una diferencia de un metro entre los niveles de las mareas altas y bajas. Estamos hoy a 4 de enero, y dentro de cinco días tendremos luna llena. Pues bien, mucho me sorprendería que nuestro complaciente satélite no levantara suficientemente estas masas de agua, haciéndome así un favor que sólo a él quiero deber.

Dicho esto, el capitán Nemo, seguido de su segundo, se introdujo en el interior del
Nautilus
. Éste permanecía completamente inmóvil, como si los pólipos coralíferos lo hubiesen enquistado ya en su indestructible cemento.

—¿Y bien, señor? —me preguntó Ned Land, que se había acercado a mí tras la marcha del capitán.

—Amigo Ned, que vamos a esperar tranquilamente la marea del día 9, ya que parece que va ser la luna la encargada de ponernos a flote.

—¿Así de sencillo?

—Así de sencillo.

—¿Cómo? ¿Es que el capitán no va a echar el ancla fuera, ni disponer su maquinaria para hacer todo lo posible por sacarlo tirando del espía?

—¿Para qué, puesto que bastará con la marea? —dijo Conseil.

El canadiense le miró y se alzó de hombros. Era el marino quien hablaba en él.

—Puede usted creerme, señor, si le digo que este trasto de hierro no volverá a navegar por el mar ni bajo el mar. Ya sólo vale para venderlo como chatarra. Creo que ha llegado el momento de prescindir de la compañía del capitán Nemo.

—Amigo Ned —respondí—, yo tengo más confianza que usted en el
Nautilus
. De todos modos, dentro de cuatro días sabremos a qué atenernos sobre las mareas del Pacífico. En cuanto a su consejo de darnos a la fuga, me parecería oportuno si nos halláramos a la vista de las costas de Inglaterra o de la Provenza, pero en estos parajes de la Papuasia la costa es muy diferente. No obstante, siempre tendremos ocasión de recurrir a esta extremidad si el
Nautilus
no consigue salir a flote, lo que, para mí, sería muy grave.

—Pero, al menos, ¿no podríamos poner pie en tierra? —dijo Ned Land—. Ahí tenemos una isla. En esa isla hay árboles. Y bajo esos árboles hay animales terrestres, portadores de chuletas y
rosbifs
, en los que yo hincaría el diente muy gustosamente.

—En esto tiene razón el amigo Ned —dijo Conseil—, y yo soy de su opinión. ¿No podría obtener el señor de su amigo, el capitán Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no fuese más que para no perder la costumbre de pisar las partes sólidas de nuestro planeta?

—Puedo pedírselo, pero creo que será inútil.

—Inténtelo el señor —dijo Conseil—, y así sabremos a qué atenernos sobre la amabilidad del capitán Nemo.

Con gran sorpresa por mi parte, el capitán Nemo me concedió su autorización con toda facilidad, sin tan siquiera exigirme la promesa de nuestro retorno a bordo. Cierto es que una huida a través de las tierras de la Nueva Guinea era demasiado peligrosa y no sería yo quien aconsejase a Ned Land intentarla. Más valía ser prisionero a bordo del
Nautilus
que caer entre las manos de los naturales de la Papuasia.

Se puso a nuestra disposición el bote para el día siguiente. Yo daba por descontado que no nos acompañarían ni el capitán Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habría de dirigir él solo la embarcación. Pero la tierra no se hallaba más que a dos millas de distancia, y para el canadiense sería un juego conducir el ligero bote entre esas líneas de arrecifes tan peligrosas para los grandes navíos.

Al día siguiente, 5 de enero, se extrajo de su alvéolo la canoa y se botó al mar desde lo alto de la plataforma. Dos hombres bastaron para realizar la operación. Los remos estaban ya a bordo y nos embarcamos a las ocho de la mañana, con nuestras hachas y fusiles.

El mar estaba bastante bonancible. Soplaba una ligera brisa de tierra. Conseil y yo remábamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el timón en los estrechos pasos que dejaban los rompientes. La canoa obedecía bien al timón y navegaba con rapidez.

Ned Land no podía contener su alegría. Era un prisionero escapado de su cárcel, y no parecía pensar que debía volver a ella.

—¡Carne! —exclamaba—. ¡Vamos a comer carne, y qué carne! ¡Caza auténtica! No digo yo que el pescado no sea una buena cosa, pero sin abusar, y un buen trozo de carne fresca a la parrilla sería una agradable variación.

—¡El muy glotón, me está haciendo la boca agua! —dijo Conseil.

—Queda por ver —dije— si hay caza en esos bosques. Y puede que las piezas sean de tal tamaño que cacen al cazador.

—¡Oh!, señor Aronnax —respondió el canadiense, cuyos dientes parecían estar tan afilados como el filo de un hacha—, le aseguro que estoy dispuesto a comer tigre, solomillo de tigre, si no hay otro cuadrúpedo en esta isla.

—El amigo Ned es inquietante —dijo Conseil.

—Lo que sea —prosiguió Ned Land—. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos patas con plumas recibirá el saludo de mi fusil.

—He aquí que el señor Land vuelve a excitarse.

—No tema, señor Aronnax —respondió el canadiense—, y reme con fuerza. No pido más de media hora para ofrecerle un plato a mi manera.

A las ocho y media, la canoa del
Nautilus
arribó a una playa de arena, tras haber franqueado con fortuna el anillo de coral que rodeaba a la isla de Gueboroar.

21. Unos días en tierra

Me impresionó vivamente tocar tierra.

Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesión. No hacía más de dos meses, sin embargo, que éramos, según la expresión del capitán Nemo, los «pasajeros del
Nautilus
», es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.

En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente madrepórico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos graníticos, demostraban que la isla era debida a una formación primordial.

Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los cuales alcanzaban doscientos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lianas, verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks, hibiscos, pandanes y palmeras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóvedas verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, leguminosas y helechos.

Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo agradable por lo útil, al ver un cocotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y entonces bebimos su leche y comimos su almendra con una satisfacción que parecía expresar una protesta contra la dieta del
Nautilus
.

—¡Excelente! —decía Ned Land.

—¡Exquisito! —respondía Conseil.

—Espero —dijo el canadiense— que el capitán Nemo no se oponga a que introduzcamos a bordo una carga de cocos.

—No lo creo —respondí—, pero dudo que quiera probarlos.

—Peor para él —dijo Conseil.

—Y tanto mejor para nosotros —añadió Ned Land—, así tocaremos a más.

—Ned —dije al arponero, que se disponía a vaciar otro cocotero—, los cocos están muy buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que sería prudente ver si la isla produce algo no menos útil. Creo que la despensa del
Nautilus
acogería con agrado legumbres frescas.

—Tiene razón el señor —dijo Conseil—, y yo propongo que reservemos en la canoa tres espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no he visto todavía ni la más pequeña muestra.

—Conseil, no hay que desesperar —respondió el canadiense.

—Continuemos, pues, nuestra excursión —dije—, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que nosotros sobre la naturaleza de la caza.

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