Zothique (2 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Zothique
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Sin embargo, lo único que detenía a Xeethra era el presentimiento de que una región tan hermosa y fértil debía pertenecer a algún propietario celoso que podría oponerse a su intrusión. Escudriñó con gran circunspección la solitaria llanura. Después, seguro de no ser observado, cedió al anhelo que había despertado en él el apetitoso fruto rojo.

Cuando corrió hacia los árboles más cercanos, el césped bajo sus pies era elástico, como una sustancia viviente. Cargadas con aquellos brillantes globos, las ramas se inclinaban a su alrededor. Arrancó varios frutos de gran tamaño y los almacenó frugalmente en la pechera de su raída túnica. Después, incapaz de resistir más su apetito, comenzó a devorar uno de los frutos. La piel se rompió con facilidad bajo sus dientes y le pareció como si un vino real, dulce y poderoso, fuese derramado en su boca por una copa rebosante. Sintió un repentino calor en su garganta y en el pecho que casi le ahogó, y una extraña fiebre hizo cantar sus oídos y desorientó sus sentidos. Aquello pasó rápidamente, y el sonido de unas voces que parecían despeñarse desde una gran altura le sacó de su aturdimiento.

Instantáneamente supo que aquellas voces no eran de hombres. Llenaban sus oídos con un estruendo semejante al de unos tristes tambores cargados de ecos siniestros; sin embargo, parecían hablar con palabras articuladas, aunque en un lenguaje extraño. Levantando la vista por entre las espesas ramas, vio algo que le llenó de terror. Dos seres de una estatura colosal, tan altos como las torres de vigilancia del pueblo de la montaña, sobresalían desde la cintura por encima de las copas de los árboles más cercanos. Era como si hubiesen aparecido por arte de magia del verde suelo o de los cielos de oro, puesto que las masas arbóreas, que la comparación con su tamaño hacían parecer como arbustos, nunca hubiesen podido ocultarles de la vista de Xeethra.

Las figuras iban cubiertas por armaduras negras, opacas y siniestras, tales como las que llevan los demonios al servicio de Thasaidón, señor de los mundos subterráneos sin fondo. Xeethra se sintió seguro de que había sido visto y, quizá, su ininteligible conversación se refería a su presencia. Se echó a temblar, pensando ahora que había penetrado sin permiso en los jardines de los genios. Atisbando temerosamente desde su escondite, no pudo discernir ningún rasgo bajo las viseras de los oscuros cascos que se inclinaban hacia él, solamente unas placas de fuego rojo amarillento, en lugar de ojos, que, inquietas como las luces que servían de señales en los pantanos, iban de un lado para otro en la vacía sombra donde debieran haber estado los rostros.

A Xeethra le pareció que la rica vegetación no podía proporcionarle asilo contra el escrutinio de aquellos seres, los guardianes del país donde había entrado tan temerariamente. Se sintió sobrecogido por la conciencia de ser culpable; las sibilantes hojas, las voces de los gigantes, tan parecidas a unos tambores, las flores en forma de ojos..., todo parecía acusarle de intruso y ladrón. Al mismo tiempo, estaba confundido por una extraña y desacostumbrada ambigüedad en lo que se refería a su propia identidad; en cierta forma no era Xeethra el cabrero..., sino otro..., el que había encontrado el brillante jardín y había comido la fruta del color oscuro de la sangre. Esta identidad extraña no tenía nombre ni memoria formulable, pero por las agitadas sombras de su mente corría un parpadeo de luces confusas, un murmullo de voces indistinguibles. Volvió a sentir el extraño calor, la fiebre que ascendía rápidamente, que le había sobrevenido después de devorar la fruta.

Fue despertado de todo esto por un lívido resplandor de luz que rastreó hacia abajo, acercándose a él entre las ramas. Después nunca llegó a estar completamente seguro de si una descarga de relámpagos había caído desde la clara bóveda, o de si uno de los seres cubiertos de armadura había llegado a blandir una enorme espada. La luz le dejó sin visión, retrocedió, presa de un pánico incontrolable, y se encontró corriendo, medio ciego, sobre el espacio abierto cubierto por el césped. Entre remolineantes sacudidas de color ante sí, en un acantilado cortado a pico y sin cima, la boca de la caverna por la que había entrado. A sus espaldas oyó un largo estruendo, como el de algún trueno... o la risa de los colosos.

Sin detenerse a recoger la rama, todavía ardiente, que había dejado junto a la entrada, Xeethra se zambulló sin pensarlo en la oscura cueva. Rodeado de una oscuridad estigia, se las arregló para encontrar a tientas el camino hacia arriba por la peligrosa pendiente. Tambaleándose, dando trompicones, hiriéndose en cada esquina, llegó al final a la abertura exterior, en el oculto valle detrás de las colinas de Cincor.

Para su consternación, la oscuridad había caído durante su ausencia sobre el mundo al otro lado de la caverna. Las estrellas se arracimaban sobre los formidables acantilados que amurallaban el valle, y los cielos, de un púrpura incendiado, estaban traspasados por el agudo cuerno de una luna marfileña. Todavía temeroso de la persecución de los guardianes gigantes, y temiendo también la ira de su tío Pornos, Xeethra regresó a toda prisa junto al pequeño lago, recogió su rebaño y lo condujo hacia el redil, a lo largo de lúgubres y largas millas.

Durante el viaje le pareció que una fiebre quemaba y moría en su interior a intervalos, trayéndole extrañas fantasías. Olvidó su miedo de Pornos, olvidó, incluso, que él fuese Xeethra, el humilde y despreciado cabrero. Regresaba a otra morada distinta de la escuálida cabaña de Pornos, construida con arcilla y rastrojos. En una ciudad de altas cúpulas, las puertas de bruñido metal se le abrirían y los gallardetes de ardientes colores se balancearían en el perfumado aire, las trompetas de plata y las voces de odaliscas rubias y negros chambelanes le saludarían como rey en un salón de mil columnas. La antigua pompa de la realeza, tan familiar como el aire y la luz, le rodearía, y él, el rey Amero, que había ascendido recientemente al trono, gobernaría como sus padres lo habían hecho sobre el reino de Calyz junto al mar Oriental. Los feroces nómadas del sur llevarían a su capital sobre velludos camellos su tributo de vino de dátiles y zafiros del desierto y las galeras de las islas más allá de la mañana cubrirían los muelles con el tributo semianual de especias y tejidos de colores raros...

La locura iba y venía, surgiendo y desvaneciéndose como las imágenes de un delirio, pero tan lúcidas como los recuerdos cotidianos; de nuevo volvía a ser el sobrino de Pornos que regresaba tarde con el rebaño.

Como la hoja de un arma lanzándose hacia abajo, la rojiza luna se había fijado sobre las sombrías colinas cuando Xeethra alcanzó el tosco corral de madera donde Pornos encerraba a las cabras. Como Xeethra había supuesto, el anciano le esperaba delante de la puerta, con una linterna de arcilla en una mano y en la otra un bastón de madera de espino. Comenzó a maldecir al muchacho con vehemencia semisenil, agitando el bastón y amenazando con darle una paliza por su tardanza.

Xeethra no tembló al ver el bastón. Otra vez en su imaginación, él era Amero, el joven rey de Calyz. Molesto y asombrado, veía ante sí, a la luz de la temblorosa linterna, un anciano loco y oliendo a rancio, a quien no podía recordar. Apenas podía entender lo que decía Pornos; el enfado de aquel hombre le dejaba perplejo, pero no le asustaba, y su nariz, como si sólo estuviese acostumbrada a perfumes delicados, se sintió ofendida por el hediondo olor de las cabras. Como si fuese la primera vez, escuchó los balidos del fatigado rebaño y contempló, con gran sorpresa, el entretejido corral y la cabaña detrás.

—¿Para esto —gritaba Pornos— he criado, con grandes gastos, al huérfano de mi hermana? ¡Maldito lunático! ¡Mozalbete desagradecido! Si has perdido una cabra de leche o un solo cabritillo, te azotaré desde los muslos a los hombros.

Estimando que el silencio del joven era debido a una simple obstinación, Pornos comenzó a golpearle con el bastón. Con el primer golpe, la brillante nube se alejó de la mente de Xeethra. Esquivando ágilmente el espino, intentó hablarle a Pornos de los nuevos pastos que había descubierto entre las colinas. Ante esto, el anciano suspendió los golpes y Xeethra continuó hablándole de la extraña caverna que le había conducido a un insospechado país jardín. Para apoyar su historia, buscó en el interior de su túnica las manzanas rojas como la sangre que había robado, pero, para su confusión, las frutas habían desaparecido y no supo si las habría perdido en la oscuridad, o si, quizá, se habrían desvanecido en virtud de alguna magia negra inherente a ellas.

Pornos le oía al principio con manifiesta incredulidad, interrumpiendo al joven con frecuentes reprensiones. Pero permaneció silencioso mientras el joven continuaba, y cuando la historia terminó, gritó con temblorosa voz:

—Desgraciado ha sido este día, puesto que te has perdido entre hechizos. En verdad, no existe ningún lago entre las colinas como el que has descrito, ni, en esta estación, ha encontrado unos pastos semejantes ningún pastor. Estas cosas eran una ilusión destinada a conducirte a la perdición, y la caverna, estoy seguro, no era una verdadera caverna, sino una entrada al Infierno. He oído a mis padres contar que los jardines de Thasaidón, rey de los siete mundos subterráneos, se encuentran en esta región cerca de la superficie de la tierra, y que cavernas como ésa se abren como un portal y los hijos de los hombres que inconscientemente penetran en los jardines han sido tentados por la fruta y han comido de ella. Pero entonces le sobreviene la locura y una gran pena y larga condenación, porque el Demonio, dijeron, no olvidará ni una sola manzana robada y exigirá su precio, tarde o temprano. ¡Ay! ¡Ay!, la cabra de leche estará seca durante toda una luna a causa de la hierba de esos pastos mágicos y después de toda la comida y el cuidado que me has costado, tendré que encontrar otro desgraciado que guarde mis rebaños.

Mientras le escuchaba, la ardiente nube volvió a posarse sobre Xeethra una vez más.

—Anciano, no te conozco —dijo, perplejo.

Después continuó, empleando las suaves palabras de un idioma cortesano que era medio ininteligible para Pornos:

—Me parece que me he extraviado. Te ruego me digas dónde yace el reino de Calyz. Allí soy el rey, he sido coronado recientemente en la noble ciudad de Shathair, donde mis padres han reinado durante mil años.

—¡Oh desgracia! —gimió Pornos—. El muchacho está loco. Estas ideas le han venido después de comer la manzana del Demonio. Termina con tu charla y ayúdame a ordeñar las cabras. Tú no eres nadie más que el hijo de mi hermana Askli, que te dio a luz hace diecinueve años, después de que su esposo Outhoth muriese de una disentería. Askli no vivió durante mucho tiempo y yo, Pornos, te he criado como si fueses mi hijo y las cabras te han servido de madres.

—Debo encontrar mi reino —insistió Xeethra—. Estoy perdido en la oscuridad, rodeado de cosas agrestes, y no puedo recordar cómo he llegado hasta aquí. Anciano, dame alimento y posada por esta noche. Al amanecer emprenderé viaje hacia Shathair, junto al océano Oriental.

Tembloroso y musitando algo, Pornos levantó su linterna hasta la altura del rostro del muchacho. Era como si un extraño estuviese delante de él, un extraño en cuyos ojos dilatados y maravillados se reflejaba de alguna forma la llama de sus lámparas doradas. En el aspecto de Xeethra no había nada salvaje, simplemente una especie de orgullo cortés y de lejanía, y llevaba su raída túnica con una extraña gracia. Sin embargo, estaba claro que se había vuelto loco porque sus modales y forma de hablar estaban más allá de toda comprensión. Pornos, farfullando por lo bajo pero sin insistir en que el muchacho debía ayudarle, se dedicó a ordeñar las cabras...

Xeethra se despertó temprano con el blanco amanecer y contempló con asombro las paredes recubiertas de barro del cobertizo donde había vivido desde que nació. Todo le resultaba extraño y asombroso, le preocupaban especialmente sus toscas vestimentas y el bronceado que el sol había causado en su piel, puesto que eran cosas difícilmente apropiadas para el joven rey Amero que él creía ser. Sus circunstancias le resultaban completamente inexplicables y sintió la urgencia de partir rápidamente y emprender el viaje de vuelta a su hogar.

Se levantó sin hacer ruido del montón de hierbas secas que le habían servido de lecho. Pornos, tumbado en una esquina alejada, todavía dormía el sueño de la edad y la senectud y Xeethra tuvo cuidado de no despertarle. Se sentía perplejo y repelido a un tiempo por aquel desagradable anciano que, la noche anterior, le había alimentado con áspera borona y fuertes leche y queso de cabra, y le había dado la hospitalidad de una fétida cabaña. Había prestado poca atención a los murmullos e imprecaciones de Pornos, pero era evidente que el anciano dudaba de sus pretensiones al rango real y, además, estaba poseído por unas peculiares alucinaciones con respecto a su identidad.

Abandonando el cobertizo, Xeethra siguió un tortuoso sendero que se dirigía hacia el este, por entre las rocosas colinas. No sabía adónde le llevaría el sendero, pero razonó que Calyz, por ser el reino en el extremo oriental del continente de Zothique, estaría situado en algún punto bajo el sol ascendiente. Ante él, como en una visión, revolotearon los verdeantes valles de su reino como un hermoso milagro, y las hinchadas cúpulas de Shathair eran como cúmulos por la mañana amontonados sobre el oriente. Aquellas cosas, pensó, eran recuerdos del pasado. No pudo recordar las circunstancias de su partida y su ausencia, pero seguramente la tierra sobre la que gobernaba no estaba muy lejos.

El sendero giró entre elevaciones más suaves y Xeethra llegó al pequeño pueblecito de Cith, cuyos habitantes le conocían. El lugar ahora le resultaba nuevo, no le pareció nada más que un círculo de sucias cabañas que hedían y se emponzoñaban bajo el sol. La gente se reunió a su alrededor, llamándole por su nombre, mirándole y riéndose idiotamente cuando les preguntó dónde estaba el camino hacia Calyz. Parecía ser que nadie había oído hablar nunca ni de aquel reino ni de la ciudad de Shathair. Advirtiendo algo extraño en la conducta de Xeethra y pensando que sus preguntas eran propias de un loco, la gente comenzó a burlarse de él. Los niños le apedrearon con barro seco y piedrecillas, y de esta forma fue expulsado de Cith, siguiendo una carretera oriental que iba desde Cincor hasta las vecinas tierras bajas del país de Zhel.

Sostenido únicamente por la visión del reino perdido, el joven vagabundeó durante muchas lunas a través de Zothique. Cuando hablaba de su realeza y hacía preguntas sobre Calyz, la gente se burlaba de él, pero muchos, que consideraban la locura como algo sagrado, le ofrecieron cobijo y sustento. Entre los extensos viñedos de Zhel, cargados de fruta, por Istanam de las diez mil ciudades, sobre los altos puertos de Ymorth, donde la nieve se amontonaba a principios del otoño, a través del pálido desierto salino de Dhir, Xeethra persiguió aquel brillante sueño imperial que ahora se había convertido en su único recuerdo. Siguió su camino siempre hacia el este, viajando algunas veces con caravanas cuyos miembros esperaban que la compañía de un loco les atrajese la buena suerte, pero más a menudo como un caminante solitario.

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