Zombie Planet (35 page)

Read Zombie Planet Online

Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

BOOK: Zombie Planet
2.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

Muertos vieron muchos, y muchos de ellos se dirigían al oeste. Fuera lo que fuese lo que atraía los huesos de Ayaan, tiraba de ellos aún con más fuerza. Se los divisaba a lo lejos, a veces al norte o al sur de la columna, caminando lentamente a la velocidad de la muerte. Sus caras no se volvían para mirar la extraña caravana que dejaban a un lado. Sus pies no flaqueaban. Eran arrastrados adelante inexplicable e inexorablemente. Ayaan se preguntó si recientemente habría sucedido algo que los inspirara a ir o si eso había sido así durante años.

La pradera dio paso al desierto. Las colinas que ascendían se volvieron plateadas o púrpuras por la salvia, o amarillo brillante donde estaban cubiertas de millones de rudbeckias y margaritas. En las depresiones entre las colinas, brotaban amplios trechos de grama o espigas o hierba en cualquier parte que hubiera un poco de agua. Comenzaron a subir, y las carreteras se volvieron más empinadas a medida que las colinas se convertían en montañas atestadas de pinos amarillos y abetos. Comenzaron a encontrar parches de nieve ocultos en todos los huecos de la tierra que estuvieran a resguardo del sol.

—Esto era muy diferente —dijo Nilla. Se sentó en el borde del vagón de carga, con las piernas colgando por encima del camino. Señaló las montañas, verdes por los raquíticos pinos y los enebros—. Había mucho menos verde, todo era más marrón. Todo parecía... No sé. Como otro planeta, un planeta muerto. Supongo que los necrófagos se lo comieron todo, la vegetación, pero luego creció de nuevo. Es raro, ¿verdad? La Fuente es para todos, vivos y muertos. Hace que todo crezca y no hace diferencias.

Ayaan no fingió que seguía la cadena de pensamientos de Nilla. En cuanto a sí misma, en realidad no estaba pensando en nada en particular, sólo observaba como pasaba la carretera bajo las ruedas como si fuera la película más tranquila de la historia. En un lado crecía la ramita de un matorral apretada entre las rocas del camino. Luego veía las huellas en forma de uve invertida que la apisonadora dejaba donde había aplastado un poco de tierra suelta. Había aprendido en el curso de las semanas a entrar en un estado de trance a su antojo. Recordaba a Erasmus de pie en los ojos de buey del barco de residuos nucleares
Pinega
, observando las olas durante días sin fin, sencillamente observándolas subir y bajar. Supuso que era el gran consuelo de estar muerto. Estaba despojada del tiempo; su cuerpo no reconocía el transcurso de las horas, los días o los meses del mismo modo que antes de ser asesinada. Su periodo, o al menos el momento en que debería haber menstruado, había llegado y había pasado sin ni siquiera una mancha. Se alegraba bastante por eso.

—Oh, mierda —exclamó Nilla. Fue lo bastante sorprendente para hacer que Ayaan levantara la vista. En realidad no vio nada, salvo una herida en la montaña, un lugar donde los árboles no eran tan densos. Miró con más atención y vio un trozo de metal retorcido brillando apagadamente entre dos árboles.

—Te ha vuelto algo —sugirió Ayaan—. Un recuerdo.

Nilla la cogió de la muñeca. No de un modo agresivo, sino como una niña pequeña que busca seguridad.

—Ven conmigo —le suplicó, y saltó a la carretera. Ayaan la siguió, por supuesto, aunque no del todo contenta. Comprendía lo que estaba sucediendo. Nilla había pasado por allí en su viaje al este. Ahora iba a recrear ese viaje, pero al revés.

Tenía que haber cosas del pasado que la habían llevado a cruzar el país. Cosas que nadie querría revivir.

Juntas se metieron entre los árboles, escalando por encima de árboles caídos y matorrales, abriéndose camino entre ramas finas como látigos que las bañaban de polvo y restos orgánicos y nieve a medida que pasaban. La nieve del suelo había formado una fina cobertura y crujía como poliestireno bajo sus pisadas.

Ayaan miró atrás, a la columna, que no había dejado de moverse. No había estado tan lejos en semanas y se sintió extrañamente vulnerable, incluso con los árboles cerniéndose sobre ella. Se dio media vuelta nuevamente y vio a Nilla adelantándose.

—¿Qué es? —gritó Ayaan—. ¿Qué es? —preguntó, más suavemente. Había encontrado la pieza de metal que había visto desde el camino, oxidada y chamuscada. Una hilera de remaches, algunos reventados por la fatiga del metal y el tiempo, dividían el fragmento. Se internó más en el bosque y encontró más piezas, algunas encajadas en los troncos de los árboles. Los pinos habían crecido alrededor de los restos con suaves y fluidos contornos.

—Oh, no —exclamó Nilla desde algún lugar más alejado en el bosque. Su voz era tan suave como el constante susurro de las agujas cayendo de las ramas. El mismo sonido, la misma suavidad, que tenía la nieve al caer de los árboles. Ayaan se apresuró a acercarse.

Una larga aspa de metal se levantaba en la nieve como una polea clavada en la tierra. Aunque el óxido y el deterioro se habían apoderado de ella, Ayaan reconoció el rotor de un helicóptero. En un claro más adelante, estaba olvidada y maltratada por los elementos la mayor parte de los restos de un aparato aéreo, un llamativo círculo de titanio, acero y plexiglás. En su día hubo un severo incendio, presumiblemente cuando el helicóptero se estrelló. Había restos humanos en el círculo. Huesos ennegrecidos por la ceniza, blancos donde el sol los había desteñido. Unos restos todavía se movían.

Llevaba el uniforme de un soldado, decolorado por el sol pero todavía cubierto de insignias y medallas. Había sido parcialmente devorado, la mayor parte de la carne de sus piernas y brazos había sido arrancada, y también estaba quemado. Sin ojos, casi sin cara, su calavera miraba al cielo. Los pocos músculos que le quedaban en los brazos tiraban de un irregular fragmento de metal que salía de su caja torácica. Estaba intentando soltarse. Probablemente lo había estado intentando durante doce años.

Nilla se arrodilló cerca de su cabeza, con las manos sobre la cara. No decía nada.

Ayaan comprendió. Se adelantó y puso las manos sobre la piel destrozada de la cabeza del hombre. Cerró los ojos y dejó que un latido de energía oscura manara a través de sus dedos hasta lo que quedaba de su cerebro. El cadáver cayó sobre la estaca y dejó de moverse. Nilla asintió enfáticamente y se puso en pie.

—Él no quiso confiar en mí, pero hubiera tenido que hacerlo —dijo ella.

—Cuidado —le advirtió Ayaan—. Estás empezando a convertirte en alguien.

Nilla le sonrió de un modo que comenzó a derretir el corazón muerto de Ayaan. Sin embargo, la sonrisa desapareció de su rostro casi al instante.

—¿Estoy perdiendo la cabeza o tú también oyes eso? —Se volvió para mirar las piezas del helicóptero derribado.

Ayaan se quedó totalmente inmóvil, más de lo que jamás podría haberlo estado en vida, y se convirtió en un oído. Escuchó, descartó los sonidos de la naturaleza que la rodeaban, y escuchó de nuevo. Definitivamente lo oía. El sonido que hace el rotor de un helicóptero en movimiento. ¿Cómo era posible? ¿Era alguna especie de fantasma de un vehículo? Ayaan había visto un montón de cosas extrañas, pero no estaba preparada para aceptar eso.

Entonces un helicóptero de verdad pasó sobre sus cabezas, volando tan bajo que su sombra oscureció el claro, tan rápido que había desaparecido en el tiempo que tardaron los ojos de Ayaan en ajustarse a la oscuridad. Le echó un vistazo a Nilla, luego comenzó a correr hacia la carretera. Las explosiones empezaron antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia.

Capítulo 9

Había cientos de ellos allí abajo. La mayoría muertos, pero no todos. Vio energía dorada desperdigada por la columna. La mayor parte iba a pie. Avanzaron penosamente durante quinientos metros mientras atravesaban un estrecho paso en el interior de la montaña. Algunos estaban vivos.

—¿Lo tengo despejado? —gritó Sarah a través de su micrófono. Alguien le dio un golpecito en el hombro, era la señal de «afirmativo». Habían practicado esto, lo habían ejercitado en Omaha, pero aquello no había contado de verdad. El almacén de combustible de la base aérea de Omaha estaba infestado de necrófagos. Habían sobrevolado alrededor matando a los muertos hambrientos uno a uno durante tres horas, hasta que fue seguro aterrizar. Esa vez nadie había sido capaz de responder a los disparos.

El vagón de carga que tenían debajo, el mismo que ella había visto en Egipto, tenía dos ametralladoras en la parte de atrás. Ambas estaban a cargo de vivos vestidos con pijamas azules de hospital. Sarah nunca había matado a un vivo antes.

En cualquier guerra, se dijo a sí misma, alguien tiene que disparar primero.

El SMAW
[1]
llevaba un pequeño rifle adherido al lado del tubo. No servía para dispararle a nadie, era para apuntar el disparo real.

Sarah apretó el gatillo y una nube de esquirlas salió despedida del vagón de carga. Uno de los tiradores bajó la vista, volviendo la cabeza cómicamente rápido.

—Misil —anunció ella, y bajó la barra percutora a la vez que accionaba el mecanismo del gatillo. La magneto de la parte posterior de la SMAW hizo clic y un humo supercaliente salió del tubo por detrás a través de la otra puerta de embarque que ella había abierto previamente. No hubo ninguna clase de retroceso, aunque el lanzamisiles vibraba tanto que se le adormecieron las manos.

Cuando había elegido el SMAW entre el arsenal de Governors Island había razonado que se enfrentaría a
liches
, no sólo a necrófagos, de modo que necesitaba algo más grande que una simple pistola. En ese momento no había tenido en cuenta que estaría apuntando sus misiles hacia personas vivas.

No tenía elección. Había que acabar con esas ametralladoras, y rápido. Podían machacar el Jayhawk en segundos. No tenía elección. Siguió repitiéndoselo a sí misma.

A sus ojos, su misil parecía una línea recta plateada perfecta entre el helicóptero y el vagón de carga remodelado. Cuando llegó a la superficie de madera del vagón se expandió en una nube de humo marrón y gris. Lo que parecían ochenta kilos de gelatina roja se esparcieron por el vagón y tiñeron un lado de la yurta, cubriendo a los muertos que accionaban las manivelas cerca de la parte delantera. Los muertos no dejaron de hacer su trabajo.

El otro tirador al que ella no había apuntado estaba tumbado en el suelo, con las manos en las orejas. Él también estaba cubierto de gelatina roja. Sarah no podía encontrar ningún rastro de su objetivo, ya fuera la propia ametralladora o el hombre que estaba al lado, si es que existieron alguna vez. Salvo por la gelatina roja.

Tenía ganas de vomitar, tenía intención de asomarse por la puerta del Jayhawk y echar las tripas. En cambio, se metió dentro y se apartó del camino de sus sustitutos.

Mael Mag Och le había dicho que consiguiera un ejército, pero Marisol le había negado los soldados vivos. Sarah había optado por su segunda mejor opción y había reclutado a las momias que en su día ayudaron a su padre. Las momias del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Cuando Ptolemy las convocó, no vacilaron.

Tres momias se acercaron a la abertura rectangular de la puerta y desplegaron las miras telescópicas de sus M72 LAW. Totalmente al unísono, las momias levantaron los tubos hasta sus mejillas, eligieron objetivos y abrieron fuego. Sus misiles salieron de los tubos con un sonido hueco, y giraron en el aire cuando salieron las aletas estabilizadoras de sus hendiduras. Tumbada sobre una manta antibalas en el suelo del helicóptero, Sarah no pudo ver adónde se dirigían los misiles. Cada M72 tenía sólo un misil de 66mm. Simultáneamente, las momias bajaron sus tubos y se retiraron para dejar que el tercer reemplazo tomara posiciones.

El combustible sólido de los misiles se consumía por completo antes de que saliera de los tubos. Los gases de combustión que emitían podían alcanzar los ochocientos grados Celsius. Sarah pensó que Ayaan tenía razón. Le había dicho a Sarah en un sinfín de ocasiones que concentrarse en número y estadísticas y detalles técnicos ayudaba a no pensar en lo que le estabas haciendo a cuerpos humanos.

Gelatina roja... Sarah se estremeció y se puso la capucha de la sudadera.

Se levantó y se quedó de pie en la escotilla del compartimento de tripulación donde su padre estaba sentado al lado de Osman. Gary estaba agazapado en el suelo detrás del asiento de su padre. De algún modo tenía un aspecto diferente, aunque no acertaba a decir qué era. Quizá había crecido un poco, sí, sus patas parecían más largas. Quizá su padre estaba trabajando inconscientemente en él incluso en ese momento.

—Haz un círculo amplio, pero déjame ver qué hemos conseguido —le dijo a Osman, que simplemente asintió.

A través de la puerta de tripulación, estudió la columna de vivos y muertos. Vio que la mitad del vagón de carga parecía dañado y algunas partes estaban ardiendo. Todavía se movía. Debería parar en cualquier momento, cuando el Zarevich diera la señal de detener la columna y ponerse a cubierto. Era una táctica militar básica: cuánto más tiempo permaneciera él al descubierto, más tiempo dominaría ella el enfrentamiento desde el cielo.

Eso era exactamente lo que Sarah quería. Quería que él huyera en busca de cobertura, porque la mejor cobertura disponible era un estrecho paso en la montaña unos ochocientos metros atrás en la carretera por la que avanzaban. Sería imposible atacar con efectividad ese desfiladero desde el aire: el Zarevich lo escogería sin dudar. Sarah había pasado la mayor parte de un día enterrando minas detonables a distancia en la superficie de esa carretera.

Estaba bastante orgullosa de su estrategia. Tenía mucha lógica. Sólo tenía un fallo.

—No ha modificado la ruta en absoluto —constató ella cuando pasaron cinco minutos. Eso era tiempo más que suficiente para que una orden de repliegue recorriera la cadena de mando. El vagón de carga todavía se arrastraba hacia delante. Los muertos, y los vivos, seguían apiñados a su alrededor. Eran blancos fáciles. Podía matarlos uno a uno a su antojo.

—¿Los ha traído hasta aquí para que yo pudiera matarlos? —preguntó.

—No parece de los que lloran por las bajas —respondió Osman. Sarah se alegraba de que alguien le hablara. Miró la cola del compartimento de tripulación donde Ptolemy estaba esperando con un SMAW recargado para ella. Sarah se mordió el labio.

—Debe de saber algo que yo ignoro —dedujo. Se asomó por la puerta de tripulación y estudió la columna de nuevo. Una ametralladora seguía operativa en el vagón de carga, pero no había nadie cerca, nadie con manos. Los fanáticos de allí abajo tenían armas de asalto, pero podía permanecer fuera de su alcance sin problema. La yurta del Zarevich estaba en llamas. Eso era algo. Sin embargo, mientras ella miraba, un grupo de fanáticos con extintores lanzaban espuma blanca.

Other books

As Cold As Ice by Mandy Rosko
Adam's Woods by Walker, Greg
Put A Ring On It by Allison Hobbs
Ruler of Naught by Sherwood Smith, Dave Trowbridge
Burned by Kaylea Cross
Nightmare Child by Ed Gorman
Sophie's Throughway by Jules Smith
Red Knife by William Kent Krueger