Zapatos de caramelo (2 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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La placa de metal azul colocada en la esquina indicaba que se trataba de la place des Faux-Monnayeurs. Es pequeña, como una cama bien hecha. Albergaba una cafetería, una crepería, un par de tiendas y nada más, ni siquiera un árbol que suavizase las aristas. Por algún motivo, un negocio llamó mi atención; era una especie de confitería cursi, si bien el letrero colocado sobre la puerta estaba en blanco. La persiana estaba casi bajada, pero desde donde estaba vi lo que exponían en el escaparate y una puerta de color azul brillante, como si fuera un trozo de cielo. Un sonido suave y repetitivo atravesaba la plaza: el conjunto de campanillas que colgaba sobre la puerta emitía tenues notas azarosas, como si fueran señales.

Soy incapaz de decir por qué me llamó la atención. Existen infinidad de tiendas pequeñas como esa en el laberinto de calles que suben por la colina de Montmartre y que, cual penitentes fatigados, se agazapan en las esquinas adoquinadas. De fachada estrecha y con la espalda encorvada, a menudo son húmedas a la altura de la calle, el alquiler asciende a una fortuna y prácticamente basan su continuidad en la estupidez de los turistas.

Las habitaciones de la parte alta no suelen ser mejores: pequeñas, con escasos muebles e incómodas; ruidosas por la noche, cuando la ciudad cobra vida a sus pies; frías en invierno y probablemente insoportables en verano, cuando el sol abrasa las gruesas tejas de piedra y la única ventana, un tragaluz que no supera los veinte centímetros de lado, solo permite el paso del calor asfixiante.

Hubo algo que despertó mi interés. Tal vez fue la correspondencia que, como una lengua furtiva, asomaba a través de las fauces metálicas del buzón. Quizá se debió al esquivo olor a nuez moscada y a vainilla (¿o simplemente a humedad?) que se filtró por debajo de la puerta de color azul cielo. Acaso fue el viento que coqueteó con el dobladillo de mi falda e hizo cosquillas a las campanillas colgadas sobre la puerta. Tal vez fue el letrero, correctamente escrito a mano, con su potencial tácito y seductor:

CERRADO POR DEFUNCIÓN

Para entonces ya había terminado el café y el cruasán. Pagué, abandoné la mesa y me acerqué a mirar el local. Era una chocolatería y el diminuto escaparate estaba abarrotado de cajas y latas; tras ellas, en la penumbra, vislumbré bandejas y pirámides de bombones, cada una de las cuales se encontraba bajo una campana de cristal, tomo los ramos de novia de hace un siglo.

A mis espaldas, en la barra de Le P'tit Pinson, dos viejos comían huevos duros y grandes rebanadas de pan con mantequilla mientras el dueño, que llevaba puesto el delantal, despotricaba contra alguien que se llamaba Paupaul y que le debía dinero.

Más allá la plaza estaba casi vacía si exceptuamos la mujer que barría la acera y el par de artistas que, con los caballetes bajo el brazo, se dirigían a la place du Tertre.

Uno de los jóvenes pintores llamó mi atención:

—¡Vaya, hola! ¡Pero si eres tú!

Es el grito de caza de los retratistas. Lo conozco perfectamente porque he estado en la misma situación, como también conozco la mirada de satisfecho reconocimiento que da a entender que por fin han encontrado a su musa, que la búsqueda ha llevado muchos años y que, por muy exorbitante que sea la cifra que cobre, el precio en modo alguno hace justicia a la perfección de la obra.

—No, no lo soy —repliqué secamente—. Búscate otra a la que inmortalizar.

El retratista se encogió de hombros, puso cara de contrariedad y, arrastrando los pies, se reunió con su compañero. La chocolatería era toda mía.

Eché un vistazo a las cartas que todavía asomaban descaradamente a través del buzón. No tenía motivos para correr riesgos, pero la realidad indicaba que la tiendita me atraía como algo que brilla entre los adoquines y que puede ser una moneda, un anillo o un trozo de papel de aluminio que refleja la luz. El aire anunciaba promesas y, por si eso fuera poco, era la víspera de Todos los Santos, que para mí siempre ha sido una fecha propicia, un día de finales y principios, de vientos malignos, discretos favores y fuegos que arden de noche. Era una fecha de secretos, de prodigios... y, obviamente, de muertos.

Paseé rápidamente la mirada a mi alrededor. Nadie me veía. Estoy convencida de que nadie me vio cuando, con presteza, me guardé las cartas en el bolsillo.

El viento otoñal era racheado y hacía bailar el polvo de la plaza. Olía a humo, no precisamente al humo de París, sino al de mi niñez, que no suelo evocar a menudo, esa fragancia a incienso, pastel de almendras y hojas secas. En la
butte
o colina de Montmartre no hay árboles; se trata de una roca y el glaseado de esa tarta nupcial apenas disimula su falta de sabor. El cielo había adquirido el tono de la frágil cáscara de huevo y estaba atravesado por un complicado laberinto de caminitos de vapor que parecían símbolos místicos surgidos de la nada.

Entre esos símbolos divisé la Mazorca de Maíz, la señal del Desollado..., una ofrenda, un regalo.

Sonreí. ¿Se trataba acaso de una coincidencia?

La muerte... y un regalo..., ¿todo en el mismo día?

En la más tierna infancia, mi madre me llevó a México a visitar las ruinas aztecas y a celebrar el Día de los Muertos. Me encantó el carácter dramático de la celebración: las flores, el pan de muerto, los cantos y las calaveras de azúcar. Mi elemento preferido fue la piñata: una figura animal de cartón piedra, pintada, colgada y llena de petardos, golosinas, monedas y regalitos envueltos.

El objetivo del juego consiste en colgar la piñata del marco de una puerta y lanzarle palos y piedras hasta que se rompe y libera los regalos que contiene.

La muerte y un regalo..., todo a la vez.

No podía tratarse de una coincidencia. La fecha, la chocolatería, la señal en el cielo... tuve la impresión de que la propia Mictecacihuatl las había interpuesto en mi camino. Era mi propia piñata...

Me volví con una sonrisa en los labios y noté que alguien me observaba. A tres metros había una niña que permanecía inmóvil; una chiquilla de once o doce años, con abrigo rojo fuerte, zapatos marrones bastante estropeados y pelo negro y brillante, como el de los iconos bizantinos. Con la cabeza ligeramente ladeada, me miró impertérrita.

Durante unos segundos me pregunté si me había visto coger la correspondencia. Era imposible saber con certeza cuánto tiempo llevaba ahí, por lo que le dediqué mi sonrisa más atractiva y apreté el fajo de cartas que ocultaba en el bolsillo.

—Hola —la saludé—. ¿Cómo te llamas?

—Annie —repuso la niña sin sonreír.

Sus ojos eran de un peculiar tono entre gris, verde y azul y tenía los labios tan rojos que parecían pintados. Esos colores llamaban la atención en la fresca luz matinal; cuando la miré, sus ojos parecieron iluminarse un poco más y adquirir los matices del cielo otoñal.

—Annie, ¿verdad que no eres de aquí?

La cría parpadeó, tal vez desconcertada porque me había dado cuenta. Los niños parisinos jamás hablan con desconocidos porque la desconfianza está incorporada a sus circuitos cerebrales. Esa chiquilla era distinta, cautelosa quizá, pero no mal dispuesta ni insensible a los encantos.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó por último.

Sonreí porque había conseguido un punto a mi favor.

—Lo noté en tu modo de hablar. ¿De dónde eres? ¿Del sur?

—No exactamente —replicó y esbozó una sonrisa.

Se aprende mucho al hablar con los niños: nombres, profesiones y esos pequeños detalles que proporcionan un toque auténtico a las personificaciones. En casi todas las contraseñas interviene el nombre de un niño, un cónyuge e incluso una mascota.

—Annie, ¿no deberías estar en la escuela?

—Hoy no. Es festivo. Además... —Miró el letrero escrito a mano y pegado en la puerta.

—Además, está cerrado por defunción —añadí y la niña asintió—. ¿Quién ha muerto?

El abrigo de color rojo brillante no tenía nada de fúnebre y su expresión no transmitía pesar.

Aunque de momento Annie no dijo nada, percibí cierto brillo en sus ojos entre azules y grises y de expresión ligeramente altiva, como si sopesase si mi pregunta era impertinente o comprensiva.

Dejé que me mirase a gusto. Estoy acostumbrada a que me observen. A veces ocurre hasta en París, donde abundan las mujeres hermosas. Digo hermosas pero, en realidad, se trata de una ilusión, del encanto más sencillo que de mágico no tiene nada: cierta inclinación de la cabeza, los andares, la vestimenta adecuada para cada ocasión, prácticamente cualquiera puede hacer lo mismo.

Bueno, casi cualquiera puede hacer lo mismo, aunque no todos.

Dirigí mi mejor sonrisa a la chiquilla; fue tierna, descarada y un tanto pesarosa; durante unos instantes me convertí en la hermana mayor y desgreñada que nunca ha tenido, en la rebelde glamurosa con un Gauloise entre los dedos, la que viste faldas ceñidas y colores fosforitos y cuyos tacones imposibles de llevar ansia ponerse.

—¿No quieres decírmelo? —inquirí.

Annie siguió estudiándome. Por extraño que parezca, es una niña mayor, harta, hartísima de ser buena y peligrosamente cercana a la edad de la rebelión. Sus colores eran de una nitidez extraordinaria y en ellos detecté cierta obstinación, un poco de tristeza, un toque de cólera y el hilo brillante de algo que no fui capaz de identificar con claridad.

—Vamos, Annie, dime quién ha muerto.

—Mi madre —respondió—. Vianne Rocher.

2

Mi
é
rcoles, 31 de octubre

Vianne Rocher... Ha pasado tanto tiempo desde que usé ese nombre. Como un abrigo muy querido pero desechado hace años, casi había olvidado lo bien que me sienta, lo calentito y cómodo que resulta. He cambiado mi nombre tantas veces, mejor dicho, nuestros nombres, mientras íbamos de pueblo en pueblo en pos del viento, que a estas alturas ya tendría que haberlo superado. Vianne Rocher murió hace mucho tiempo pero, por otro lado...

Por otro lado, me gustaba ser Vianne Rocher. Me gustaba la forma que el nombre Vianne adquiría en sus bocas, parecía una sonrisa, una palabra de bienvenida.

Como es obvio, ahora tengo otro nombre, no muy distinto del anterior. También tengo una vida, algunos hasta dirían que una vida mejor, pero no es lo mismo a causa de Rosette, a causa de Anouk y a causa de todo lo que dejamos en Lansquenet-sous-Tannes aquella Semana Santa en la que el viento cambió de dirección.

Aquel viento..., ahora mismo veo cómo sopla. Furtivo y autoritario, ha dictado cada uno de nuestros pasos. Mi madre lo notó y yo también, incluso aquí y ahora, cuando nos arrastra como a hojas en la esquina de este callejón, nos hace bailar y nos aplasta contra las piedras.

V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent

Creí que lo habíamos silenciado para siempre, pero hasta lo más nimio puede despertarlo: una palabra, una señal, incluso una muerte. Las trivialidades no existen. Todo tiene un precio; todo se suma hasta que, al final, la balanza se descompensa y volvemos a la carretera mientras nos decimos que quizá la próxima vez...

Pues ahora no habrá próxima vez. Esta vez no pienso huir. Me niego a tener que empezar de nuevo, como hemos hecho tantas veces, antes y después de Lansquenet. Esta vez nos quedamos. Pase lo que pase y cueste lo que cueste, nos quedamos.

Nos detuvimos en el primer pueblo sin iglesia. Estuvimos seis semanas y seguimos nuestro camino. Tres meses, una semana, un mes y otra semana; cambiamos de nombre a lo largo del recorrido hasta que el embarazo comenzó a notarse.

Entonces Anouk tenía casi siete años. Le entusiasmaba la idea de una hermana pequeña, pero yo estaba agotada, harta de los interminables pueblos a la vera del río, las casitas con geranios en las jardineras y la manera en la que los habitantes nos miraban, sobre todo a ella, y hacían preguntas, siempre las mismas.

«¿Vienen de lejos? ¿Se quedarán por aquí, en casa de unos parientes? ¿Monsieur Rocher se reunirá con ustedes?»

Cuando respondíamos, ponían esa cara peculiar, esa mirada calculadora que evaluaba nuestra ropa gastada, la solitaria maleta y la actitud fugitiva que evoca demasiadas estaciones de tren, lugares de paso y habitaciones de hotel que acaban ordenadas y vacías.

Por otro lado, cuánto ansiaba ser finalmente libre. Quería que fuéramos libres como nunca lo habíamos sido, libres de instalarnos en un lugar, de sentir el viento y no hacer caso de su llamada.

Pese a que lo intentamos con todas nuestras fuerzas, los rumores nos acompañaron. Los cuchicheos aludían a algún tipo de escándalo. Alguien había oído que había participado un sacerdote. ¿Y la mujer? Era una gitana que estaba conchabada con los del río; se preciaba de ser sanadora y se dedicaba a las hierbas. Según los cotilleos, alguien había muerto..., tal vez envenenado o, simplemente, no había tenido suerte.

Fuera como fuese, carecía de importancia. Los rumores se extendieron como plantas rastreras en pleno verano y nos tendieron zancadillas, nos atormentaron y nos pisaron los talones; paulatinamente comencé a comprenderlo.

A lo largo del camino ocurrió algo, algo que nos cambió. Tal vez nos quedamos un día o una semana de más en alguno de esos pueblos. Algo era distinto. Las sombras se habían alargado y huimos.

¿De qué huimos? Entonces no lo supe, pero lo vi en mi imagen reflejada en los espejos de las habitaciones de los hoteles y en los escaparates relucientes. Yo siempre había llevado calzado rojo, faldas indias con campanillas en el bajo, abrigos de segunda mano con margaritas en los bolsillos y tejanos con flores y hojas bordadas. A partir de ese momento intenté fundirme con la masa: abrigos negros, calzado negro y boina negra sobre mi pelo negro.

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