Como si mi estómago la hubiese visto, se puso agitado, convulso, y súbitamente, en protesta, me devolvió algo, que me forzó a salir corriendo a la calle, mano en boca, por no ensuciar la mesa.
Punteó la risa —sonido— en no sé cuáles imprecisos sectores del bodegón.
El ridículo seguía llevándome a empujones.
Otra tarde, cuando terminaba ya el turno de un sol de esos que se van adentro del cuerpo, merodeé, irresoluto, haciendo ante la puerta de Luciana paseos extendidos que iba acortando en la ida y vuelta.
Más vale, aducía como pretexto, aguardar la noche, cuando no pueda mandarme al jardín, si me recibe.
Otro rodeo y ahí estaba yo, llegando, cuando la puerta dio los ruidos de hoja adentro y franqueó camino a un hombre.
Piñares. Me vino el nombre en el sobresalto.
Pero no: Bermúdez. Bermúdez de la cabeza a los pies.
Y Bermúdez no era varón de conformarse con el amor virtuoso.
En el recinto materno, yo estaba encogido, con las rodillas a la altura de la boca, incómodo por la espada y por el sombrero que no se avenían a una posición estable en el limitado y movedizo sitio. La espera me resultaba soportable porque poco me faltaba para nacer. Cuando el momento debido se produjo y eran tales las convulsiones que yo me deslizaba de espaldas hacia fuera, un individuo de reluciente casco de acero, aparecido de no sé dónde, se adelantó por el túnel hacia la luz. Se aquietaron las paredes interiores del recinto y yo tuve que permanecer comprimido hasta que se produjera una nueva oportunidad.
Yo, vestido de fiesta, todo de paño verde y bordados de oro, era invitado de honor a la función. La multitud espléndida acudía bulliciosa a la puerta, donde desaparecía sin que emitiese ya sonido alguno. Al trasponer esa puerta, mi anfitrión, que me llevaba cordialísimamente del brazo, extinguió su presencia. Entré. Estaba solo ante las ruinas de antiguos palcos, de un escenario con los bastidores, bambalinas y paños caídos bajo una lenta acumulación de polvo. Una noche cerrada de silencio. Al fondo, el telón decorativo, bajo una muerta claridad lunar, representaba una batalla inmóvil. Esas pintadas figuras de caballeros y de bestias acentuaban mi soledad. No quería verlas ni podía irme. Pero eran irresistibles. Torné a mirarlas y entonces se desprendió un jinete, un jinete de casco reluciente, que al galope de su cabalgadura atravesó el teatro suscitando una tormenta de ruidos. Al pasar, me cubrió de tierra.
Pero nunca, en la realidad, lograba considerar a Bermúdez como algo consistente. Si cobró bulto en la puerta de Luciana, pasó de sujeto a objeto antes de dejar de verlo. A mi juicio, constituía, simplemente, un objeto de amor de Luciana.
En la gobernación me esforzaba por aislarlo de los papeles y los muebles, mejor dicho, del aparato oficinesco, y no era posible. Cuando dirigía a él los ojos o el pensamiento no me servía más que para una noción: el capaz de ser amado.
Y esto sólo para que la idea fuese a chocar contra él y retornara a mí con las formas de la comparación: yo no.
Podía resignarme, sin embargo, a una de las posibilidades de desmentida: yo obtuve el amor completo y probado de mi esposa. Retenía su fe y su cariño.
Únicamente Marta, miel amorosa, podía ser la viajera del Plata.
Demoré aún en saberlo dos meses, en que anduve despegado hasta del deseo de recibir sus noticias. Nadie, nada me solicitaba, excepto la comida, que pedía más copiosa desde que no disponía de medios para pagarla. Estaba siempre con hambre y el mesonero se regocijaba de ello, provocando mi gula.
Un bergantín airoso, que de presencia no más proclamaba buenas noticias, trajo epístola de Marta. No se quejaba ya, al corriente de mis penurias económicas, y me ofrecía vender nuestra casa y huerta para mandarme dinero. «Lo primero, tu carrera, Diego», decía.
Húmedos los ojos de gratitud y renacida ternura, besé aquel papel donde se había posado la generosa mano.
Por aquel bergantín llegó caudal suficiente para la última paga del gobernador y la mía de diez meses.
En mi cuarto y a puerta cerrada, distribuí las monedas sobre la mesa y abrí caminos entre ellas. Cada sector aislado representaba el pago de una deuda. Del sobrante hice dos partes iguales: una para Marta; la otra, en reserva, para mi caja de latón.
La suma destinada a mi hogar era de casi dos mil pesos. Hecha la cuenta, le sustraje cien pesos para comprar un caballo regiamente empavesado de arneses. Pero me arrepentí. Los cien pesos quedaron de Marta y tomé ochenta, para una adquisición más modesta, de la caja de latón.
El gobernador se despidió con la fiesta del patrono, San Blas. En la víspera, dio un baile para la gente principal.
Yo me creía aguerrido para el encuentro con Luciana. Estaba templado por la comprensión y el sacrificio de Marta; me sentía sólo a ella debido y capaz de exigirme los mayores rigores para sostener esa actitud.
Pero Luciana no participó del baile. Los propósitos de despreocuparme de ella quedaban postergados, me dije, hasta saber del motivo.
Estaba postrada por los penetrantes dolores de cabeza.
Como su mal se presentaba en forma aislada, un día entre muchos, supuse, ya con deseos de verla, que estaría en la jornada de San Blas.
No acudió a misa.
En el banquete de almuerzo, el asiento inmediato al de Honorio Piñares estuvo vacío.
La fiesta popular de la tarde, en la plaza, se daría con estrado para las autoridades y su orbe oficial. Anhelaba ya tanto verla como que me viese, muy próximos los dos, entre el haber distinguido de aquella colectividad, con infinitas ocasiones de intercambiar miradas, observaciones, ocurrencias.
Piñares se comportó como seguramente no lo hubiera hecho de tener en el estrado el control de la esposa. Durante las carreras de caballos fue del sector privilegiado al popular y volvió de él cruzando apuestas con comerciantes y militares subalternos. Yo no lo descuidaba para hallar motivos de odiarlo y despreciarlo. No me dio muchos, en verdad.
El baile popular, que siguió a las carreras, representaba la parte más tediosa del programa para la gente del estrado, pues debía limitarse a mirar. Sin embargo, nadie se retiraba, por protocolo y asimismo en razón de que al cabo del baile se encendían fuegos de artificio.
Entonces, desde lejos, observamos que las cabezas de unos se doblaban hacia la oreja de otros, y así la multitud se vio como un trigal recorrido poco a poco por el viento.
Un soldado se abrió paso hasta su oficial, que estaba en el estrado, y el oficial dio traslado en voz baja al jefe de regimiento. El jefe de regimiento habló al gobernador y peste a las personas que estaban a su alrededor. De ahí, la noticia refluyó, esparciéndose ya desde dos fuentes: el pueblo al extremo de la plaza, y la principal autoridad, desde los sitiales de honor.
Mientras la población se concentra en la fiesta, dejando la ciudad hueca, Rita Gallegos Moyano había sido golpeada y despojada de todas sus ropas, hasta de las prendas más pegadas al cuerpo.
La encontró, agazapada en una zanja, una indígena. Rita le rogó que le facilitara con qué cubrirse, pero la nativa, menesterosa, no disponía más que del trapo que llevaba encima. Sin embargo, se avino a buscarle una sábana o cualquier otro género que resultara suficientemente útil.
Golpeó varias puertas, pero los vecinos estaban en la plaza. Dio por fin donde quedaba una vieja criada. Pero ésta nada aceptó facilitarle sin autorización de sus amos, indudablemente por desconfianza, ya que el pedido venía de una indígena. Quiso comprobar el caso por sus propios ojos. Guiada por la poco apurada intermediaria, fue hasta la zanja, constató que se trataba de una mujer blanca enteramente en cueros y, aunque nada respondió a los requerimientos de ayuda de la desdichada, procuró hacer lo que su entendimiento y honestidad le permitían.
Acudió a la plaza, buscó a sus amos hasta dar con ellos y les pidió permiso para disponer de una sábana. Lo insólito de la solicitud motivó que la señora reclamara mayores explicaciones, que la criada no tuvo reparo en darle con toda su voz, a fin de hacerse oír en medio del bullicio.
Aquella familia ayudó a la joven blanca desconocida, conduciéndola a su hogar; pero la perjudicó al no cuidarse de callar el suceso, que trascendió deshonrosamente apenas Rita fue puesta en cama por las criadas que habían quedado en la casa.
La primera curiosidad, que nació en un sector de la multitud a raíz del informe voceado de la criada, se encontró con la corriente de información posterior, y de este modo tuvo confirmación y se expandió con aditamento de la imaginación y el mal juicio.
No escuché todo el relato, que averiguaría después, de interesarme, y sólo pedí a mi informante que me dijese dónde estaba Rita y si había sido malherida. Renacía por ella mi afecto fraternal, con la exigencia de acudir sin tardanza a su lado.
Buscar el caballo me habría resultado engorroso y lerdo. Corrí por las calles y observé que otras personas, de distinta condición, procedían de igual manera.
Ante la casa de mi huésped se hallaba reunida multitud de curiosos, atentos a un espectáculo que seguramente no tendría lugar, pero de todos modos satisfechos con hallarse más cerca de quien había sido víctima del infame episodio.
Me abrí paso y murmuré entre dientes: «¡Carroña!».
Sólo por mi insistencia en golpear se me abrió la puerta.
Don Domingo se hallaba en la galería, asistido por sus tres hijas, todas quebradas en llanto, mientras las mulatas y negras les hacían coro de lamentaciones. El anciano imprecaba al cielo por su deshonor y alzaba los brazos en protesta de venganza.
Creí que Rita había muerto.
Pero no. Es que aumentaba la desesperación de su padre negándose a abrir la puerta, que tenía atrancada, y no aceptando ni ante las más terribles amenazas confesar quién era su ofensor.
La alteración cundía extremadamente y, juzgando que contribuía a su crecimiento tanta lamentación de las siervas, quise proceder con la energía que el anciano no acertaba a emplear y me puse a alejarlas a grito vivo.
Por esto ha de haber advertido mi presencia Rita, quien se hizo escuchar desde el interior de su habitación anunciando que a mí me recibiría.
El padre quiso introducirse conmigo, pero no se lo permití, instándolo con razones y hasta con la fuerza de mis brazos a que me permitiese poner a su hija en una más razonable actitud.
La habitación estaba en semipenumbra. Me costó distinguir a la joven, en el primer momento, y antes de que pudiese comprender sus propósitos, ella había echado de nuevo la tranca y estaba a mis pies implorando: «¡Venganza, venganza! ¡Vengadme, don Diego!».
Era más de lo que pude prever. Esa humillación, esa desgarrada súplica me doblaron, falseando mis rodillas y tumbándome al suelo.
Allí los dos, el cuerpo del uno junto al del otro, por un instante sentimos la aproximación de nuestro calor y nos abrazamos para dar suelta a nuestra congoja. Yo lloraba por mis desilusiones, mis traiciones y, en último término, por la desgracia de aquella mujer que me asistía en medio de su quebranto.
Nos recobramos, al fin.
Sentados en el borde de su lecho, entre sollozos me hizo escuchar su historia. Había asediado a Bermúdez sin conseguir ocasión para enrostrarle sus reproches. Aprovechando la confusión de la fiesta, se aproximó a él y le exigió que caminaran hasta un lugar apartado para ventilar sus cuestiones. En una callejuela abandonada discutieron y él se manifestó resuelto a un distanciamiento definitivo. Le volvió la espalda y ella lo persiguió unos pasos golpeándole el lomo con sus débiles puños. Entonces le quitó el puñal de la cintura, dispuesta a matarlo; pero Bermúdez no le dio tiempo ni a alzar el arma. Le torció la muñeca y la volteó por tierra, donde la estropeó a puntapiés. Después la desnudo.
Al llegar a este punto, Rita no se contuvo más y tornó a clamar por venganza.
Yo vacilaba, sin responderle, y tratando de tranquilizarla, ya no por falta de coraje, sino con el súbito temor de que se pensase que algún vínculo secreto entre Rita y yo me impulsaba a tomar su defensa. Intentaba explicárselo, cuando ella, interpretando mi silencio por negativa, procuró persuadirme de esta ominosa manera:
—Os lo ruego, don Diego. No hagáis que muera mi padre a manos de ese infame. Arriesgad vuestra vida, que vale menos, por el buen nombre de una mujer.
Una agujeta al rojo vivo, muy adentro, muy adentro.
Me erguí. Ése, no el de antes, era el momento de llorar. Pero demandé serenidad a mi pensamiento, firmeza a mis actitudes.
Rita había callado, repentinamente. Todavía no veía brotar la sangre, no sabía cuán ancho y hondo había herido.
Avancé hasta la puerta y entonces ella tomó conciencia de su insulto. Me gritaba «Perdón, perdón», tratando de obstaculizar mi mano, para que no apartase la tranca. Pero apenas me costó zafarme de sus manoteos.
Un golpe de luz me dio en todo el cuerpo y ella quedó entre sus sombras.
El padre había cesado en su gesticulación. Esperaba mi pronunciamiento, fuese consuelo o incitación a cualquier brutal empresa de honor y represión.
Le informé:
—Nada me ha dicho. Nada sabe o recuerda.
—¿Cómo? ¿Cómo?…
El anciano, que todo lo esperaba de mí y de esa entrevista, no entendía aún mi negativa a ayudarlo. Yo seguía hasta la puerta. Él me alcanzó y quería sofrenarme. Daba saltos de rabia que lo despegaban del suelo un palmo.
No consiguió retenerme.
Tomé habitación en la posada.
Bermúdez abandonó sus funciones y desapareció de la ciudad.
Cuando trascendió esa fuga, don Domingo Gallegos, alerta a todas las señales reveladoras del ofensor, pudo saber lo que su hija no denunciaba.
Entonces el anciano se convirtió en un buscador frenético. Revisaba rostros en la posada y en la taberna. Acudía diariamente al despacho vacante del oficial mayor. Se instalaba horas y horas en la calle donde tuvo casa Bermúdez, como acechando su salida. Todos lo compadecían, porque era notorio que el pillo había abandonado la ciudad sin ánimo de regresar nunca.
Alguien trajo la versión de que Bermúdez estaba en las misiones.
Don Domingo, jinete en manso zaino, exento de avíos de viaje y sin haber consentido escolta, partió hacia el sur.
Nadie pudo pensar con fundamento que el anciano regresaría alguna vez, ni siquiera que alcanzaría el destino que se propuso.