—¡Si tanta hambre decís que tenéis, quitarle a la perra el maldito filete y que os lo fría vuestra madre o la Luisa!
Y la gente tiene razón a veces. Mejor sin la
Boni
.
Una señora que entraba al hospital se acercó hasta nosotros y nos miró abriendo mucho los ojos. Yo y el Imbécil pusimos cara de pena; pero viendo que la señora soltaba una carcajada, nos echamos a reír con ella. La señora nos preguntó que de qué teníamos hambre, y nosotros le dijimos que teníamos hambre de kit-kat (en concreto). La señora me dijo que entrara con ella, y fuimos al quiosco y me compró uno. Yo le di las gracias, y la señora me dijo: «Y ahora, dejad de pedir y subid con vuestro abuelo».
Yo iba a hacer eso, pero cuando salí para decírselo al Imbécil, vi que se habían parado tres señoras delante del cartel. Las señoras leían el cartel y también se reían y le preguntaban al Imbécil por mi madre, y el Imbécil se encogía de hombros como si no tuviera ni idea. Ahora se estaba haciendo el mudo, que es algo que le gusta bastante, y como las señoras no se decidían a echar dinero, el Imbécil se levantó y les levantó el calcetín, y las señoras, al sentir cerca de sus narices el impacto de O. C. (olor corporal), gritaron las tres bastante al unísono:
—¡Ay!
Y entonces fue el Imbécil el que se echó a reír. Las señoras entraron al hospital y le compraron dos kit-kat a aquel niño mudo tan gracioso. Ya teníamos tres. Cuando las señoras vieron que yo me sentaba a su lado, me preguntaron:
—¿Es tu hermanito?
—Sí.
—¿Y cuándo se quedó mudito?
—Hace un momento.
Y las señoras se fueron un poco decepcionadas porque el Imbécil no fuera un mudito de los de toda la vida. Al momento salió un guarda del hospital con unos músculos en los brazos que daba miedo verlo.
—Bueno, niños, se acabó la gracia. En la puerta del hospital no se puede pedir.
A mí me dieron ganas de poner las dos manos hacia delante para que me las esposara del miedo que daba aquel guarda, pero el Imbécil siguió sentado como si nada.
—Pero ¿es que no me oís?
—Venga —le dije yo al Imbécil—. Levanta.
—¿Con quién habéis venido al hospital?
—Con la Luisa —dije yo—. También está mi abuelo, en la planta de los que ya no tienen próstata.
—Pues venga, fuera de aquí.
—¡Eso, que se vayan! —dijo el hombre mendigo.
El Imbécil, que seguía mudo, le sacó la lengua al hombre mendigo.
—¿Y vuestra madre? —nos preguntó el guarda.
No hizo falta responder a la pregunta, porque detrás del guarda jurado vimos a una mujer que nos sonaba bastante, una mujer cargada de bolsas y bolsas y bolsas de tiendas y tiendas y tiendas. Era nuestra madre. Había vuelto. Después de leer nuestro cartel, dijo:
—¡Hijos míos! —y abrió los brazos sin soltar las bolsas.
El Imbécil se tiró a sus brazos y yo me quedé de pie, mirándolos, al lado del guarda jurado.
—¿Cuánto tiempo lleváis sin verla? —me preguntó.
—Desde ayer —le dije.
—Ah.
El Imbécil y mi madre se daban besos que sonaban como ventosas, y a mí me dio tal rabia, que me fui hasta el hombre mendigo y le di los tres kit-kat.
—Tome, para sus tres hijos.
Había hecho una buena obra y había fastidiado al Imbécil. A eso se le llama matar dos pájaros de un tiro.
El guarda jurado le dijo a mi madre que no estaba permitida la mendicidad infantil mientras las madres estaban de compras.
—Eso, eso —dijo el mendigo de al lado, que se estaba comiendo a toda velocidad los kit-kat que le había regalado yo para esos hijos que pasaban tanta hambre.
El Imbécil se puso a llorar al ver las chocolatinas en la boca de ese mendigo, y mi madre se puso roja delante del guarda.
De camino a la habitación de mi abuelo, nos fue diciendo que qué derecho teníamos nosotros a ponerla roja delante de los guardas, que qué vergüenza ponernos a pedir en la calle, qué vergüenza para los García, qué vergüenza para los Moreno. Yo no la escuchaba muy bien, porque cuando el Imbécil llora es imposible enterarse de nada.
—¿Y éste por qué llora? —me preguntó a mí, porque el Imbécil seguía haciéndose el mudo.
—Porque le he dado las chocolatinas al mendigo.
Cuando dije esto, el Imbécil lloró más fuerte, como para demostrar que era por eso.
—¿Qué chocolatinas? —dijo mi madre.
—Las que habíamos comprado con el dinero de pedir en la calle.
Y mi madre se quedó sin saber qué decir porque, por un lado, nunca puede resistir la tentación de achuchar a su Imbécil de su alma cuando llora, y, por otro, no podía consolarle porque nos acababa de decir que pedir dinero en la calle era una cosa muy fea. Puso cara de estar pasando uno de los momentos más difíciles de su vida. El caso es que me dijo que yo, que era el hermano mayor, debía tener más conocimiento y no dejar que mi hermano, que era el pequeño y no tenía ninguno, pidiera como si fuera un niño pobre. Y encima, siguió diciéndonos que la pobre Luisa estaría preocupada por nosotros. «Cómo os habréis portado con ella», decía. «Espero que haya sido bien, porque si no os podéis ir preparando». El Imbécil seguía llorando, pero ya lo hacía por vicio. Siempre le pasa igual: cuando agarra una perra, los primeros diez minutos llora de verdad, con sentimiento, y los siguientes diez minutos hace el ruido, pero ya es un llanto seco, de esos que sólo se hacen para molestar.
Ahora sí que había llegado el momento de la verdad. Mi madre se encontraría con la Luisa y entre las dos nos pondrían verdes. Sobre todo a mí, que soy el que tiene el conocimiento (y la culpa de todo). La fila de abuelos que andaban por el pasillo con sus camisones y sus bolsas de líquido amarillo colgando, parecía una fila de abuelos travestidos. Iban en parejas, hablando, y reconocimos a nuestro propio abuelo, que ya se había levantado y estaba paseando el último de la fila, porque por algo era el último al que le habían quitado su próstata. Al abuelo que iba a su lado también le acababan de operar, y ellos iban hablando de sus próstatas respectivas. Mi abuelo estaba bastante raro con camisón, y le salían las patas muy flacas por debajo, muy blancas y con muy pocos pelos. Mi madre, cuando se está depilando, le dice a veces:
—Papá, ya me gustaría a mí tener las piernas que tienes tú.
Pero mi abuelo dice que lo que él tiene son patas de viejo, que van a juego con sus brazos de pollo, que también son de viejo. Pero mi abuelo no tenía por qué acomplejarse: todas las patas de los abuelos de la fila y todos los brazos eran iguales. Yo y el Imbécil nos tiramos como locos a abrazarle y casi tiramos al suelo a todos los abuelos, como si fuera un conjunto de bolos en vez de un conjunto de abuelos. No se llegaron a caer, pero unos se fueron contra otros. Mi abuelo nos quiere bastante, pero hay momentos en los que se le pone cara de estar un poco harto de nosotros.
—Cata, hija mía, ¿por qué no te vas a casa y te los llevas?
—¡Eso, eso, que se los lleve! —dijeron los bolos.
—Es que siempre tienen que lucirse delante de la gente. ¿Dónde está la pobre Luisa?
Mi abuelo señaló a su habitación, y nos fuimos acercando. Según estábamos más cerca, la oíamos hablar. Hablaba con el compañero de cama de mi abuelo, y esto es lo que decía:
—… y a la perra le han echado un filete, al sofá se lo han echado; no se crea que han tenido la delicadeza de echárselo a un rincón del suelo…
Mi madre se quedó paralizada escuchando detrás de la puerta, mirándonos con cara de odio contenido; pero nos hizo una seña con el dedo para que no hiciéramos ruido porque quería seguir escuchando. Ese es el ejemplo que nos da mi madre.
—… me han sacado todos los peluquines del armario…
—Ah, ¿lleva usted peluquín? —le preguntó el señor.
—No, el peluquín es de mi marido, gracias a Dios. Pero se hizo uno con mi propio pelo, porque yo tengo un pelo muy bueno. Toque, por favor…
No lo veíamos, pero el señor tocó.
—Es verdad, qué buen pelo. Lástima que yo sea viudo. Si se me hubiera ocurrido antes, cuando ella vivía…
—Qué buen recuerdo para un viudo, un peluquín con pelo de su mujer. Claro, que el viudo tiene que ser calvo para poder disfrutarlo.
—Yo soy calvo.
—Yo le daría algo de mi pelo para su peluquín, pero no me parece bien, porque usted no es mi marido ni es mi familia ni nada.
—Claro, claro, lo comprendo.
—Sólo tenemos en común que estamos hartos de los niños —dijo la Luisa—. Y la madre sin venir. Yo le digo una cosa: los niños cuando nacen no son malos, se van haciendo con el tiempo, con lo que ven a sus padres…
—¿Y la madre es mala?
—Mala, no, porque es mi amiga; pero que los tiene muy malcriados…
Mi madre ya no nos miraba con cara de odio, ahora tenía cara de furia, se le veían hasta los dientes. Pero seguía escuchando.
—… les grita, pero los tiene malcriados. Sobre todo al pequeño.
Este comentario sí que me gustó. Se me iba a escapar la risa, pero mi madre me dio una colleja insonora, que es la colleja que te da una madre cuando estás con ella escuchando detrás de una puerta o cuando estás en misa o cuando estás en el cine. Las collejas insonoras suelen darse en los sitios públicos.
—… El de las malas ideas es el chico, es el que malmete…
A pesar de la colleja insonora, yo era feliz.
—… y el grande, el de las gafas, como le llama su madre, como es bastante tontorrón, entiéndame, no tonto, pero que es un niño que se deja llevar…
¿La Luisa había dicho tontorrón? Eso no me había gustado.
—… que hace lo que le dice el hermano. Y, ¿quién tiene la culpa de eso?
Ahora los tres pegamos el oído a la puerta para ver quién era el culpable, según la Luisa, de que fuéramos un malo y un tonto.
—¿El padre? —preguntó el señor.
—El padre, no, porque el padre nunca está en casa. La culpa la tiene la madre.
Entonces fue cuando mi madre abrió la puerta del dormitorio casi con una patada, como abren la puerta los policías. La Luisa se levantó de un salto, y mi madre dijo con furia contenida:
—Está bien, Luisa, lo que tengas que decirme, dímelo a la cara.
Fue el momento de mayor tensión ambiental de mi vida.
Mi madre llamó traidora a la Luisa. Con todas sus letras: t-r-a-i-d-o-r-a. Y la Luisa se echó, así, contra la pared, como con miedo, y yo lo entiendo, porque cuando mi madre se enfada, uno es que no sabe dónde meterse. El malo y el tontorrón, o sea, el Imbécil y yo, nos quedamos al lado de la puerta, por si acaso llegaban a las manos. A mí se me ocurrió que si se pegaban igual teníamos que avisar a los camilleros para que les pusieran unas camisas de fuerza.
Mi madre siguió gritando, y le dijo: «¡Nunca pensé que nos pondrías verdes a mí y a mis hijos con el primer individuo que encontraras!».
El señor enfermo de la cama de al lado de mi abuelo dijo muy bajito, como sin atreverse:
—Oiga, oiga, eso de individuo no lo dirá por mí, que yo no soy ningún individuo.
—¡Sí, señor —siguió mi madre sin cortarse—, es usted un individuo, y de los peores! Usted qué sabe de lo que yo he hecho por esta mujer. Esta mujer para mí ha sido como una hermana…
Mi madre parecía una madre de película que estaba dando un discurso. Los abuelos, con sus goteos y sus bolsas con liquidillo, se fueron acercando para ver qué es lo que decía aquella mujer indignada. Entre los abuelos estaba mi abuelo.
—… ¿qué digo? Más que una hermana. Y mis hijos le han dado su cariño como si fuera una segunda madre. Fíjese si he sido generosa, que le dejé a los niños todo el año pasado cuando se sacó el carné de conducir para que los llevara de conejillos de Indias en el coche, sabiendo como sé las maneras que se gasta ella al conducir, que parece que toda la carretera es suya… ¿Qué le dice eso? ¿Usted cree que otra madre lo hubiera hecho?
El señor movió la cabeza para decir que no. Ya no se atrevía a hablar.
—… Pero ella no quería estar sola en el coche, y le dije: «No te preocupes, Luisa, llévate a mis hijos y que sea lo que Dios quiera». Esta mujer que se queja tanto de nosotros se pasa el día en mi casa porque sabe que siempre es bien recibida, y hay veces que manda más que yo. Según dice mi marido, que está fuera de casa siempre porque es camionero, ella siempre manda más que yo. Esta mujer que ve aquí me deja las llaves todo el mes de agosto para que le vigile la casa y le riegue las plantas; también le cuido a la perra muchas veces, al pez
Fernandito
y al pájaro. Le he pedido que se quede con los niños un día para atender a mi papá en el postoperatorio, y me dice que sí, que sí, y luego me clava un puñal en cuanto me doy la vuelta… Y yo pregunto a quien me quiera responder: ¿es eso la amistad?
—¡¡¡No!!! —respondieron a una el grupo de viejos encadenados a sus goteos.
—Sólo quería decir eso —terminó mi madre, limpiándose dos lágrimas que le caían por la cara y sentándose en un sillón. Parecía un juicio de ésos de las películas.
A la Luisa le temblaba la barbilla porque estaba a punto de llorar, pero respondió casi sin voz:
—Yo… sólo había dicho que los niños me habían dado un día un poco malo, pero yo estoy muy contenta de haberlos tenido. Es más, hoy he podido comprender que ella se ponga como se pone con estos dos. ¿Es que se puede llamar traición a un comentario que haces para desahogarte?