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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (38 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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¡Para qué! Me acomodé y me le tiré con los tapones de punta: "No es para discutirlo por radio. Me parece que te zafaste, Mauricio, esto lo tenemos que hablar entre nosotros y ahora vos me tiras a la gente en contra. Porque el que decide quién entra o quién no juega cinco minutos antes es Bilardo. Y vos le pedirás el informe a Bilardo y nos echaras a los dos si querés, y si no, seguiremos haciendo las cosas como queremos nosotros o como las quiere Bilardo. No quiero hablar, por miedo a
zafarme
yo, pero ahora te zafaste vos... Hasta luego". Y ahí nomás le corté, ¡lo mandé a la puta que lo parió! No, no era un buen clima.

Pese a todo, volví a trabajar con el equipo. Jugamos un amistoso contra Armenia, que formaba parte del contrato de Caniggia, y por primera vez sentí que me silbaban, que los hinchas de Boca me silbaban.

Después nos fuimos al Sur, a San Martín de los Andes, a hacer una especie de pretemporada y a todos nos vino bien alejarnos un poco del quilombo. Igual, a quien me quisiera escuchar, yo le decía que lo de mi mala relación con Macri no era un rumor, era una realidad. Y lo definía con pocas palabras: él nació de padres muy ricos, yo nací de padres muy pobres, que la gente saque sus conclusiones.

Igual nos seguimos viendo, no nos quedaba otra. Una vez se apareció por Ezeiza, donde nos entrenábamos, y se vistió de jugador. Quería sacarse el gusto, el guacho, quería jugar con sus empleados: estuvo en mi equipo, arriba, haciendo dupla con Caniggia. Ganamos 1 a 0, con gol mío, y cuando me pidieron una opinión, fui bien contundente: como futbolista... es un buen empresario.

Cuando dejé de pelear, me puse a jugar. Aunque en la cancha también era una lucha, la verdad. Aquel equipo estaba para morder, no para pelear el campeonato. Yo lo dije y todos me miraron raro, pero era la más absoluta verdad: estábamos para el cuarto o quinto puesto.

Oficialmente —por los puntos, digo— el ciclo Bilardo-Maradona arrancó con una goleada: el 8 de marzo, en la cancha de Vélez, le metimos cuatro a Gimnasia y Esgrima de Jujuy. Yo hice el primero, de penal. Después, todo era cuestión de tirarle la pelota a Caniggia. ¡Cómo estaba Cani! Un fenómeno, ganaba él solo los partidos. A Platense, a Lanús. Y el cabeza de termo de Passarella no lo llamaba a la Selección. Tampoco llamaba a Batistuta, y dejaba a los dos mejores delanteros del fútbol argentino afuera.

La cosa es que, como podíamos, dábamos pelea. Yo era un viejito talentoso, si quieren una definición: metía pelotazos justos, alguna gambeta, pero me costaba definir en el área, me costaba...

¿Hubiéramos llegado más arriba si yo metía alguno de los cinco penales consecutivos que erré en aquellos seis meses fatales? Qué sé yo: lo único que se me ocurre es que aquellas cinco maldiciones terminaron marcándome en una etapa para olvidar.

Todo empezó en Rosario, contra Newell's, el 13 de abril de 1996. Veníamos invictos hasta ahí, sin dar mucho. Aquella noche me pasó de todo: me atajaron el penal, para empezar, y me volvió a tirar atrás, en la derecha, para terminar. Tuve que salir, no aguantaba más el dolor. Y a algún cabeza de termo se le ocurrió silbarme, encima. ¡No me creían! No me creían que estaba lesionado, pero ¿era posible? Yo sentía una pelota de tenis en la pata y había algún boludo que dudaba.

Por eso, y por otras cosas, tardé en volver. Es que veía las cosas distintas que Bilardo y de afuera me lo bancaba menos: teníamos al Kily González, a la Brujita Verón, a Caniggia. Había que meter algo de equilibrio y para eso estaba el Pepe Basualdo. Pero Bilardo se había emperrado y no lo ponía... Me costó, me costó volver.

Y me tocó justo contra Argentinos: le hicimos cuatro, empezamos a mirar la tabla de otra manera. Empezaron, en realidad, porque yo volví a resentirme de un desgarro y me tuve que volver a parar. Hasta que vino Belgrano a La Bombonera, el 9 de junio, y... la puta madre, en mi regreso, la maldición del penal: Labarre me atajó otro. ¡Que desesperación! Volvía para la mitad de la cancha y escuchaba, livianito, frío, un
Maradooó, Maradooó,
como para perdonarme, pero no tanto. Eso que sentía atrás, en la popular, me dolía, sí, pero no tanto como lo del palco, allá al costado. ¡No quería ni mirar! Sabía, me imaginaba, a la Claudia y a las chicas llorando. Porque era así, ¿eh?, ¡lloraban en serio! Menos mal que salvé la ropa, cuando el partido ya se iba, cuando ya nos quedábamos con un empate que no servía para nada: la agarré justo allá, debajo de los palcos, y le tiré un globo, por encima de todos: aterrizó detrás de Labarre, y se clavó en el palo más lejano; los vacuné, los vacuné a todos... El Barba (Dios), me había dado una mano, otra vez.

Pero estaba visto que no podía vivir mi regreso en paz. Lo tenía al Barba de mi lado, pero se nos cruzó el diablo... No, el diablo no: Castrilli, peor todavía. Yo creo, hoy, que aquella noche del domingo 16 de junio, en la cancha de Vélez, cambió el final de mi historia en Boca. Porque jugábamos contra nuestro rival directo en la lucha por el título y le estábamos ganando, ganando de verdad: jugamos media hora de fútbol que, creo, fue lo mejor que hice desde que decidí volver. El Cani, como siempre, un genio, un salvador, había metido un cabezazo para el primer gol, a los quince minutos, nomás, y yo les movía la pelotita, de acá para allá... ¡Hasta una rabona les metí! Pero, ¿ven?, ahí está la diferencia: mientras yo metí una rabona, que hasta los hinchas de Vélez aplaudieron, a nosotros nos metieron la mano en el bolsillo. A Vélez le dieron un gol, un tiro libre y un penal, que no fueron, ¡no fueron!

Después del penal, dos minutos antes de que terminara el primer tiempo, me volví loco. No, ahora que lo escribo, no: el que se volvió loco fue Castrilli, ¡fue él! ¡Por la gente de Boca lo traté con respeto! Si hubiera sido por mí, le rompía la boca. La cosa es que me le paré adelante, me puse las manitos atrás, y le pregunté por qué me había echado. Como no me contestaba, le pedí por favor: "¡Somos seres humanos, explícame por qué!". Y como no me contestaba, le grité: "¿¡Qué estás!? ¿¡Muerto!?". Y me dio un ataque, una ataque de verdad, casi me desmayo. Por supuesto, me sortearon para el control antidoping. "¿Y a él, por qué no le hacen el control a él?", les pregunté a todos y nadie me contestó; tendrían miedo que los echara. Lo único, lo único que quería en ese momento, era que a él no lo dejaran dirigir más. Y que a mí no me dieran muchas fechas. Pero ya mirábamos otra vez el campeonato de lejos, otra vez. Por eso digo: si ganábamos ahí, íbamos derecho al título. Y ése sí que hubiera sido el retiro que yo me merecía.

Volví contra Central, el sábado 29 de junio a la noche, en el Gigante de Arroyito ganamos, el equipo jugó bastante bien, yo también, seguíamos un poco prendidos, pero... ¡yo volví a errar un penal! El tercero consecutivo. Una desgracia, sí, pero una desgracia que me empezaba a romper las bolas. A mí, ¿eh?, porque el equipo sumaba igual, aunque yo errara penales.

Ya parecía joda, porque contra River, ¡me pasó lo mismo! Ojo, aquella noche del 14 de julio, todo tuvo un sabor distinto: pegué mi penal en el palo, sí, pero a las gallinas ¡les metimos cuatro! Uno del Pepe Basualdo y tres de Cani, que estaba imparable. Yo seguía sintiendo que éramos menos que Vélez, pero cada vez jugábamos mejor... El Narigón había encontrado un equipo: el Mono Navarro Montoya en el arco, Gamboa de líbero, Fabbri y el Colorado Mac Allister como stoppers, el Pepe Basualdo y el Kily González como laterales volantes, Fabi Carrizo en el medio, la Brujita Verón por todos lados, Caniggia y Tchami —blanco y negro— arriba... ¿Yo? Yo donde podía, acompañando. Creo que lo mío, a esa altura, era más que nada presencia, presencia. Me respetaban mucho los rivales. Tanto, que me animé a candidatearme para la Selección: como dije aquella vez, le metí un pase en profundidad a Passarella, pero el Kaiser no salió al balcón, no se animó, no contestó.

Después de aquel superclásico nos fuimos a China, a jugar dos amistosos que iban a servir para pagar mi pase. Fue un viaje increíble, a un lugar donde yo nunca imaginé que me conocían tanto... ¡Ni por la Ciudad Prohibida pude caminar tranquilo! A mí me parece que aquel viaje fue bueno para el grupo, pero el Narigón estaba que volaba, porque se le cortaba la racha, veníamos pegando duro y parejo en la Argentina.

Por aquellos días, también recibí una oferta impresionante. Por mis 35 pirulos, seguramente la más importante de toda mi vida: para que jugara dos años en Japón me ofrecían ¡veinte palos verdes! ¿La verdad? Aparte de la guita, había un montón de cosas que me hacían pensar en irme, en serio: por ejemplo, no me gustaba nada que Boca, para armar sus divisiones inferiores, le comprara jugadores a todos los clubes de la Argentina. Eso hacía Griffa y por eso le dije: "Así, hasta mi viejo saca pibes...". Igual, el amor era más fuerte, y también dije que no cambiaba otra vuelta olímpica en La Bombonera de la mano de mis hijas ni por todo el oro del mundo. Eso no tenía precio.

No tenía precio y yo lo regalé, la puta madre. Otra vez Racing nos arruinó la fiesta. El 7 de agosto, de noche —noche terrible para ser sincero— nos vacunó el Piojo López, yo erré mi quinto penal consecutivo y todo se derrumbó, otra vez. En el vestuario me largué a llorar, sabía que ya no me quedaban muchas oportunidades para cumplir mi último sueño. El campeonato se había terminado para nosotros y yo me quería morir. Una semana después, el 11 de agosto, salí a la cancha, para jugar contra Estudiantes, convencido de que era mi último partido con la camiseta de Boca. Dalma y Gianinna habían llorado mucho después de aquel partido contra Racing, creo que nunca me habían visto tan mal, tan triste. Yo asumí todo lo que le pasó a Boca en esa temporada, todo: lo bueno y lo malo.

Recién once meses más tarde volví a ponerme la camiseta de Boca para salir a una cancha. ¡Once meses! Mucho, mucho tiempo... Esta vez, por ahí en repudio, en rebeldía, lo decidí yo, yo mismo. No fueron los poderosos del fútbol.

Si hubo alguien poderoso que me arruinó aquellos días fue el juez Hernán Bernasconi. El responsable de quitarle la libertad a mi amigo Guillermo Cóppola y, con eso, mi tranquilidad. Fue un golpe terrible. Lo único que me interesaba, lo más importante, era que se hiciera justicia. Y todavía hoy la estamos buscando. Hoy, el mismo Guillermo dice que todo aquello que pasó con su caso, con el caso Cóppola, cortó mi carrera cuando estaba para volar. Y tiene razón.

Fue un año, casi, donde hice y me pasó de todo... menos jugar a la pelota. Fueron tantas cosas y tan locas, que casi no me acuerdo, ese período lo tengo como borrado.

Me fui a Suiza, primero. Fue un viaje que me organizó Cóppola, el mismo domingo a la noche, cuando volvimos de la cancha, después de aquel último partido. Sí, Lucifer me eligió un lugar, una clínica, donde podrían ayudarme a salir de las drogas, eso le habían dicho a él. Y el lugar parecía serio, sí, hasta que el médico que me atendía, dos días después de recibirme, dio una conferencia de prensa y contó todo de mí, hasta el grupo de sangre que tenía. Un careta. Por lo menos, me quedó la tranquilidad de que el resultado del control antidoping que me hicieron después del partido contra Estudiantes, que salió mientras yo estaba allá, dio negativo.

Mi cumpleaños número 36 fue uno de los más tristes de mi vida. Ya estaba en Buenos Aires y elegí entrenarme con los muchachos de Boca, para que pasara lo más rápido posible.

¿La verdad? Lo confieso, no sabía para dónde salir: un día decía que quería jugar en Boca, otro que me quería retirar para siempre, otro que me quería ir del país. Sonaba contradictorio, lo sé, pero ahora me doy cuenta por qué: no sabía cómo vivir sin jugar al fútbol. No me alcanzaba, no me alcanzaba ni siquiera con las exhibiciones que seguían ofreciéndome en todas partes del mundo. La última, la que cerró el '96, fue en Montevideo, en el estadio Centenario. Y me abrió la puerta a una posibilidad de volver, pero volver en serio: picó Peñarol de Montevideo, nada menos. Sin quererlo, me despertó las ganas de ponerme la camiseta de Boca, otra vez. Aunque fuera de Nike y le hubieran puesto una rayita blanca entre el azul y el amarillo, aunque pareciera la ropa de la Universidad de Michigan... Era la de Boca, y era la que yo quería.

Mientras tanto, armé una hermosa reunión del Sindicato Mundial de Jugadores, que yo mismo había fundado. Estuvieron Di Stéfano, Cruyff, Sócrates, Zidane, Stoitchkov, Klinsmann, Weah, ¡cada nene! Eso fue en febrero, cuando al frente de Boca ya estaba el Bambino, Héctor Veira, y se había ido el Narigón Bilardo.

Cuando volví, empezó el tira y afloje con Boca, que fue desgastante, tremendo. Tanto, que en un viaje a Chile, invitado por un programa de la tele de allá para hacer una nota, me agarró un bajón terrible, que me dejó por el piso. ¡Me sacaron en silla de ruedas del estudio! Y para mí fue como un aviso, una
alarma...
Eso pasó el 7 de abril; me puse las pilas y el 21 ya estaba firmando con Boca de nuevo. No me importaba un carajo si la camiseta tenía una rayita blanca o no; el equipo estaba mal, la gente peor y yo quería dar una mano. Me hice un montón de estudios, la máquina funcionaba bien pese a todo y le di para adelante. En junio, me fui otra vez a Canadá y contraté a Ben Johnson. ¡Sí, a Ben Johnson! El hombre más veloz de la tierra, digan lo que digan. Fue un fenómeno, me ayudó y mucho.

El 9 de julio de 1997, cuando volví a jugar en Boca, en un partido que fue una fiesta contra Newell's, pesaba menos de 75 kilos.

¡Volaba! Aquella tarde, hice un gol de tiro libre y todo... La leyenda continuaba. Jugué uno de los últimos partidos del Clausura, contra Racing y me preparé en serio para arrancar con todo el Apertura. ¡Me preparé en serio, ¿eh?! Y me metí en lo que yo sabía, como en el Napoli: a quién había que traer a Boca y a quién no... Ahí, en esa comisión directiva que Macri manejaba como quería, el único que lo hacía callar era el viejito Luis Conde, un fenómeno, que en paz descanse, ese sí que sabía de qué se trataba. La soberbia de Macri lo llevaba a no preguntar sobre lo que no sabía. El no sabía y no preguntaba; entonces, seguía sin saber y... metía la pata. Para que se sepa, de una vez por todas: a los mellizos Guillermo y Gustavo Barros Schelotto y a Martín Palermo los compré yo, ¡los compré yo! Hoy tendría que tener un porcentaje, yo, y se lo regalaría a los hinchas de Boca. Por todos los jugadores que yo le hice comprar al club y que después vendieron en millones de dólares... La cagada que se mandaron con Palermo, por ejemplo, cuando no lo vendieron a la Lazio, a fines del '99, fue por capricho, sólo por capricho: ya estaba vendido en veinte palos verdes, no lo dejaron ir, se lesionó y tuvo que empezar todo de nuevo. ¡Decí que tiene unos huevos! Y lo de los mellizos, lo mismo. Yo le dije a Guillermo: "Agárralo de la mano a tu hermano y no lo sueltes; si él no va a Boca, vos tampoco". Para que le hiciera ganar unos pesos y también porque a mí Gustavo me encantaba. Y los dirigentes que no, que no, hasta que me lo aceptaron. Lo único que me arrepiento de toda aquella historia, es de no haber puesto plata. Hoy, los mellizos y Palermo serían un poco míos, de verdad.

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