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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (23 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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Trigoria era un lugar hermoso, la verdad. Ubicado en las afueras de Roma, para llegar había que recorrer un camino muy lindo, con curvas y contracurvas, subidas y bajadas, rodeado de árboles... Ideal para usar mis dos Ferrari, por ejemplo. Yo las había llevado a la concentración por aquello de que me quería sentir como en mi casa. Las tenía en el estacionamiento y, cuando Bilardo me daba permiso, salía a dar una vueltas: iba hasta el Grande Raccordo Annullare, una especie de autopista que rodea toda la ciudad, como si fuera la General Paz de Buenos Aires, y volvía... Era un placer: el de la velocidad y también el de sentirme dueño de disfrutar de algo que me había ganado. Eso le molestaba a alguna gente, decían que tenía privilegios, que era un indisciplinado... ¿Y que? ¿El objetivo no era llegar bien? Bueno, eso, ese pequeño placer, a mí me ayudaba para llegar mejor: no jodia a nadie. Más importante que tener o no mis Ferrari en la concentración era que una gripe me había obligado a tomar antibióticos, y todo el trabajo de desintoxicación que había hecho, se pudrió un poco, pero de eso no hablaba nadie.

Además, todos decían: "La Selección depende de Maradona" o "La Argentina va a ganar sólo si Diego está bien"; bueno, yo sentía eso como una responsabilidad hermosa y también que no tenía alternativas; por eso quería estar bien, para ganar... Porque a los 15 años yo era el pibe que tenía que demostrar si valía; a los 20, si era cierto; a los 25, si me podía mantener como el mejor del mundo; a los 29 —ahí, en Italia '90— a ver si fracaso o no... Para todo el mundo, para los demás, para muchos periodistas, para varios caretas, para otros que lo único que deberían hacer es devolverle la cara al perro, yo vivía rindiendo examen; para mí y para los míos, no... Así de sencillo: yo sabía muy bien lo que valía y por aquellos días decía, como si fuera el slogan de una propaganda para la tele: "La Copa del Mundo me la van a tener que arrancar de las manos".

Para que así fuera, me había comprado una máquina impresionante de entrenamiento en 60.000 dólares. Con Fernando instalamos el "ergómetro isocinético" en el fondo de uno de los gimnasios de Trigoria. Servía para evaluar mis condiciones físicas, en detalle, y controlarlas. A esa altura, ya concentrados, en los primeros días de junio, la usábamos para trabajos de elasticidad, estiramiento. Y la cinta, que desde aquella época me volvía loco, me encantaba. Además, el doctor Dal Monte me había mandado especialmente a una masajista, Mónica, que todos los días me dejaba como nuevo. Para el primer partido tenía previsto llegar en mi peso ideal: 75 kilos y medio. Eso sí: dentro de la dieta sí incluí un asado organizado por mi viejo, ahí en Trigoria. Una carne asada por don Diego no podía hacer mal, todo lo contrario. ¡Qué grande, el viejo! Ese día del asado le hicieron una nota, creo que para la Cadena Caracol, de Colombia. Y cuando le preguntaron por mí, contestó:
Yo le deseo que siga siendo como es. Y que sea feliz...
¡Qué grande, don Diego!

Lo único que no me dejaba ser feliz del todo, en realidad, era un tontería: mi dedo gordo del pie derecho... Me han pasado cosas en el fútbol, pero ¡estar mal por un dedo gordo! ¡La única vez! Pasó que en los partidos previos contra Israel y contra Valencia, sobre todo me habían dado, casualmente, varios pisotones ahí, justo ahí... Y la uña me había quedado a la miseria. En los entrenamientos sufría como un condenado: probé con infiltraciones, probé con algodones, probé con botines más grandes, pero no había forma.

En la práctica del jueves, cuando ya era 31 de mayo, no aguantaba más el dolor: era insoportable y tuve que salir. No podía entrenarme como yo quería. Al día siguiente volví a practicar y después de hacer un par de jugadas con Burru y meterle un gol a Goyco, me saqué los botines porque no aguantaba más del dolor. Enseguida se me vinieron los periodistas encima, un montón, y los paré en seco: "¡Por favor, ni se arrimen, no me toquen! Si alguno me roza el pie, ¡hago un desastre!". Tenía una calentura que volaba, tenía.... tenía miedo de perderme el Mundial, ésa era la verdad. El Loco Bilardo no dormía a la noche pensando en mi uña.

El domingo 3 de junio a la mañana me fui con el tordo Raúl Madero hasta Roma, al Instituto de Dal Monte. Ahí me pusieron la famosa férula para cuidarme la uña. Era como un caparazón. Estaba hecha de fibra de carbono, con un material duro y liviano, que se usaba en aeronáutica; por eso yo decía que estaba hecho un avión,
je, je...
A la tarde volví a practicar media hora. El invento funcionó bastante bien, el problema era que se me salía del lugar. Faltaba hacerle unos retoquecitos.

El lunes 4 volví a viajar a Roma con Signorini para poner a punto la uña. Me volvieron a colocar la férula que tenía como seis centímetros y me la sellaron con un plástico que después de un rato de fricción se adhería a la piel. A la tarde jugué sin problemas. Valdano, que tenía que estar jugando y no trabajando como periodista en ese Mundial, escribió en el diario
El País,
de España:
"No hay que preocuparse, el talento futbolístico más grande del mundo está guardado en un sitio perfecto: el cuerpo de Diego Armando Maradona. El depositario del tesoro —ese cofre de huesos, músculos y tendones que encierra incontables malicias futbolísticas— es en sí mismo una maravilla".

El martes 5 volví a correr en la cinta para unos estudios que me hacía Signorini. El miércoles 6 a la tarde jugamos un picado a muerte, como me gusta a mí. Después, Bilardo nos llevó para el medio de la cancha y ahí dio la formación: Cani iba de suplente... Todos lo sabían, yo quería que él jugara de entrada, pero no dije una palabra ni tampoco me molestó; sabía que si entraba en el segundo tiempo, podía hacer un desastre. Le tenía una fe bárbara.

Igual, jugar con Balbo me daba placer: para mí, cualquiera que se pusiera la camiseta argentina tenía que responder con todo.

Yo sabía que iba a recibir muchos silbidos en Milán, eran mis archienemigos. Pero también había recibido una llamada desde Nápoles y ellos me pedían que no me preocupara, que los aplausos que iba a recibir en San Paolo, cuando nos tocara jugar allá, iban a tapar todo... Eso me emocionó mucho, porque yo sabía algo, mirando el cuadro de competencia: para una Italia ganadora, no había nada mejor que una Argentina eliminada.

El único problema nuestro es que, más que una concentración de un plantel, Trigoria parecía un hospital... Estábamos todos a la miseria: ya había quedado afuera Valdano, a último momento lo perdimos al Tata Brown, Giusti apenas si se podía mantener en pie, Ruggeri no podía más con una pubialgia, Burruchaga estaba entre algodones, el Vasco Olarticoechea lo mismo... Basta repasar los nombres para darse cuenta de que la columna vertebral estaba rota. No sé por qué, entonces, yo me tenía fe igual: tal vez porque creía que éramos un equipo y un grupo más potente que el del último Mundial. Otra vez, nadie confiaba en nosotros: los holandeses y los italianos hablaban demasiado, estaban convencidos de que ganaban ellos... Hasta los camerunenses decían que no les preocupaba Argentina.

El jueves 7, por fin, viajamos hasta Milán, para hacer el reconocimiento del campo en el Giuseppe Meazza. Entré, caminé hasta el centro de la cancha y me persigné. Después, fui hasta uno de los arcos y otro de los napolitanos de mi equipo, Tommasso Starace, me dio los botines que iba a estrenar al día siguiente... Yo ya tenía puesta la camiseta argentina, y no me la sacaría más. La combinaba con un jogging celeste, arremangado casi hasta las rodillas, como si fuera un pescador. Sabía que ahí la cosa no iba a pasar de putearme, aunque más que de hinchas, el lugar estaba lleno de una minas infernales: eran todas las modelos que al día siguiente iban a participar de la fiesta inaugural... ¡Parecía un desfile! Ahí, en la cancha, me encontré con Gianna Nannini, que era la hermana del piloto de Fórmula Uno, amigo mío. Ella también iba a participar de la fiesta, tenía que cantar el himno del Mundial, "Un estáte italiana". Pero lo que a mí me llamó más la atención, en serio, era lo blando que estaba el piso. Enseguida me vino a la
cabeza
el recuerdo de Mar del Plata, en el Mundial 78, cuando los jugadores pateaban y junto con la pelota volaban los panes de césped.

A la nochecita bajé a la sala de conferencias. Ahí me esperaban todos los periodistas y Carlos Menem, que era el presidente argentino. El estaba de corbata y yo seguía con la camiseta argentina; a mí me parecía fenómeno, eso... Dejaba más claro todavía de qué se trataba eso de que el gobierno me nombrara "embajador deportivo itinerante": yo seguía siendo un jugador de fútbol y si mi país se hacía conocido era por la forma en que yo jugaba, nada más, nada de poder. Por eso dije, con el pasaporte diplomático y el diploma en la mano: "Quiero decirle gracias al señor presidente por este pasaporte. No tanto por mí, sino por mi mamá y mi papá, que deben estar muy orgullosos por esto. Gracias. Voy a representar y a defender a la Argentina... en la cancha". A algún periodista amigo se le ocurrió preguntarme, medio en joda...


Diego, ¿ahora habrá que decirte Su Excelencia?


¡No!, si yo soy siempre el mismo.

Llegaba la hora de la verdad, la hora de salir a la cancha. Al día siguiente, viernes 8 de junio, en el vestuario, en las entrañas del Meazza, mientras afuera todos vivían la fiesta y se volvían locos con las mujeres que desfilaban, yo sentí un ambiente raro. En la piel, en el alma. No sé, un silencio demasiado grande, demasiado frío... Miré algunas caras y las vi pálidas, como si estuvieran cansados antes de salir a jugar. Me planté en el centro del vestuario, tomé aire y pegué el grito, bien fuerte, desde las visceras: "¡Vamos, arriba! ¡Vamos, carajo! Que esto es un Mundial y nosotros somos los campeones del mundo...". Tuve la sensación de que no había conmovido a todos y, como capitán, me sentí frustrado. Yo mismo, yo mismo les había dicho a todos que quien quisiera la Copa iba a tener que arrancarla de nuestras manos... Pero ahora sentía que no la teníamos tan
agarrada.

Cuando salimos para la cancha, conmigo al frente, sentí una silbatina como pocas veces en mi carrera. Nos reventaban los oídos, pero a mí no me movía un pelo, al contrario: me daba más fuerza... Se sabe, jugar contra todo y contra todos era mi especialidad. Caminé unos pasos y busqué con la mirada el sector de la platea donde estaba mi familia y les tiré un beso.

Durante el himno, que casi no se escuchó por el abucheo de los italianos, traté de mantener la frente bien arriba y recorría la gente con la mirada. Después, cuando terminó, me volví a parar delante de la fila, delante de todos los jugadores, y volví a gritarles: "¡Vaaamos, carajo, vaaamos, ¿en?". Pero más de uno clavó la mirada en el piso.

Desde que arrancó el partido se me plantó al lado un negro grandote, el número cuatro, Massing. Primero me saludó, me palmeó y después... ¡me cagó a patadas! A los dos minutos, le metí un pase a Balbo, pero Abel no pudo definir; después tuvimos una llegada de Ruggeri, otra de Burruchaga, una más de Balbo... pero no vacunábamos, no vacunábamos, teníamos menos definición que los televisores de Villa Fiorito. Mientras tanto, a mí, Massing me había saludado de una manera muy particular: ¡con una patada en el hombro!

Pero faltando poco menos de media hora, el partido se acabó para mí: cuando vi que Camerún nos hacía el gol, me fui de la cancha, estaba pero no estaba... No podía creer que se diera una derrota tan tonta, tan injusta, esa derrota por culpa nuestra. Y no lo decía por Pumpido, ¿eh?, que no había podido parar el cabezazo de Omán Biyik. Lo decía por todos los que habíamos jugado: Camerún no nos había ganado, habíamos perdido nosotros.

Estaba acostumbrado a que pasaran muchas cosas en el fútbol, pero aquella derrota me sorprendió y me dolió, de verdad. Camerún nos había pegado mucho, pero hablar de eso era poner excusas: en todo caso, era un problema de los arbitros, que seguían sin defender a los habilidosos. En el Mundial del Fair Play, empezaban cagándonos a patadas... Sigo pensando, hoy, que si hubiéramos acertado en la definición, ese partido terminaba en goleada para nosotros. Y también que si Caniggia hubiera estado desde el principio, la historia era otra, muy diferente.

Me tocó el control antidoping, por supuesto, ¿¡cómo no me iba a tocar el control antidoping a mí!? Después marché a la conferencia de prensa, a poner la caripela. Fui irónico, es cierto, pero creo que dije una gran verdad: "El único placer de esta tarde fue descubrir que, gracias a mí, los italianos de Milán dejaron de ser racistas: hoy, por primera vez, apoyaron a los africanos...". Fui el último en subirme al micro, media hora más tarde que los demás, y marchamos hacia el aeropuerto, para volar hasta Roma. En aquel pequeño trayecto no escuché nada, una sola voz, no volaba una mosca... Creo que estábamos todos muertos, muertos de vergüenza.

Nada nos salía bien, porque en el aeropuerto nos avisaron que teníamos que esperar: había tantos aviones privados en la pista, con presidentes, dirigentes y capos que habían presenciado el partido inaugural, que nuestro vuelo se retrasaba más de dos horas. Las aproveché para charlar con Claudia y, también, para recargar las pilas. En esas dos horas me cambió el ánimo, recuperé la motivación. Y cuando subí al avión, ya era otro.

Tan cambiado estaba, que lo paré en seco a Bilardo cuando vino con una historia increíble:
Muchachos, acá hay dos soluciones, después de esto... O llegamos a la final, o que se caiga el avión cuando volvemos para la Argentina.
¡Bilardo y la concha de tu madre! ¡Que no se caiga el avión un carajo! Mejor... lleguemos hasta la final.

Todos nos veían afuera del Mundial, pero yo no. Se venía Unión Soviética, nuestro primer partido en Nápoles, donde íbamos a ser locales, ahí sí. Ahí no nos silbaron el himno, nos aplaudieron todos... Me acuerdo que viajamos desde Trigoria, el día anterior al partido, el miércoles 13, en nuestro bus oficial. Conocía muy bien ese trayecto, lo había hecho mil veces, para viajar hasta Fiumicino, o hasta la clínica de Dal Monte, o a tantas otras cosas. En el San Paolo, hasta un cartel de bienvenida había: "Bueno, llegamos a casa", les dije a los muchachos. Me sentí local, local, local... Escuchaba el
¡Die-có, Die-có!
de siempre, pero también, enseguida, el
¡Ar-yen-tina, Ar-yen-ti-na!
que me hacía sentir orgulloso, orgulloso de verdad. Igual, les mandé un mensaje: "Si mañana vienen todos los napolitanos a alentarme, a gritar por Argentina, me verán realmente feliz... Pero quiero decirles que ya me han dado todo, no tengo derecho a exigirles nada".

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