Eso fue el límite, lo máximo, porque había habido otras cosas, pero chiquitas: como que no me dejaban ir otra vez a Merano, a la clínica del doctor Chenot, para empezar bien el campeonato. Pero eso era sólo un detalle, la guerra ya era muy sucia, era como vivir esquivando bombas...
¿Decían que los napolitanos ya no me querían más? ¿Que era peligroso que volviera? Decidí volver y dar la cara, a ver quién era más guapo, a ver quién mentía.... ¿Hablaban de la camorra y de la droga? Claro, era fácil tirárselo a un jugador, que tenía que dar la cara, que tenía que enfrentar controles antidóping. ¿Y los dirigentes? Esos que venían a saludarte al vestuario y estaban tan duros que no podían ni hablar... Volví, entonces. En poco tiempo, otra vez gracias a Fernando Signorini, que durante todos esos días en los que yo había estado de vacaciones había preparado un plan de trabajo impresionante, que terminaba en el Mundial de Italia. Volví contra la Fiorentina, el 17 de septiembre de 1989, y por primera vez me senté en el banco, con el número 16. Entré en el segundo tiempo, barbudo como estaba y... ¡erré un penal! Nadie me silbó, nadie de los que los diarios decían que me odiaban me insultó, nadie. Al contrario. Por eso, a los únicos que perdonaba —y perdono— era a la gente: los demás, los que habían hablado, los que habían escrito, querían acomodar lo que habían desacomodado. Yo falté quince días a los entrenamientos y era un mafioso, un drogadicto y un camorrista. A la vuelta, aplaudido otra vez, era un pibe bueno. Y todo porque hacía mi trabajo, lo que llevaba haciendo, en aquel momento, durante trece años... Me molestó, me molestó mucho que Ferlaino y el club no me defendieran. Estaba preparando una revancha, una revancha que no se imaginaban. Era distinta a cualquier otra cosa que hubiera hecho antes en mis años de rebeldía.
Fue como si hubiera elegido los rivales para gritarles a todos a la cara: ¿Vieron, vieron que hay que pensar antes de hablar? Y al Milán, ¡al Milán!, al que supuestamente le habíamos vendido el campeonato anterior, le metimos tres, uno de ellos mío... Tres a cero, fue el 1 de octubre en el San Paolo, en uno de esos partidos que soñás de pendejo, me salieron todas.
A partir de aquel retorno contra la Fiorentina, jugué veinte partidos seguidos, uno mejor que el otro... Y cuando parecía que el
scudetto
se lo llevaba el Milán, que nos devolvió el tres a cero en el Giusseppe Meazza, el Barbudo (Dios) me volvió a dar una buena mano. O, mejor dicho, me tiró una moneda.
Fue el 8 de abril del '90. En aquella época, yo volaba, ¡volaba de verdad! Fuimos a jugar a Bérgamo y les cobramos a los hinchas del Atalanta, los más racistas de Italia, con su propia moneda. Le tiraron una a Alemáo, cuando se iba para los vestuarios, le abrieron la cabeza y se suspendió el partido. Después, ¡el Tribunal nos dio los puntos! Y ya al final, cuando todos descontaban que el Milán se llevaba el título otra vez, pegamos el
sorpasso,
como dicen los italianos. El 22 de abril le ganamos al Bologna, al mismo Bologna que había provocado mi pelea con Ferlaino, por aquello de la cintura, el año anterior, mira lo que son las cosas. Lo cierto es que cuando todos pensaban que aquel primer
scudetto
nuestro había sido un milagro, algo que no se repetiría jamás, estábamos allí, en las puertas del segundo.
La temporada que había empezado de la peor manera, con el drogadicto y camorrista, que era yo, al borde del abismo, terminaba con el título... Nunca había estado ni estuve físicamente mejor, nunca. Volaba.
Teníamos que jugar el último partido contra la Lazio, pero ya estaba todo dicho. Me acuerdo que me encararon los periodistas italianos en Soccavo, a la salida del último entrenamiento, y me preguntaron si no habríamos sufrido menos de no haber tenido yo todos los líos de principio de temporada, si no me arrepentía de nada. Como respuesta, me salió en el mejor italiano: "A me piacere vincere cosí". A mí me gusta ganar así. El 29 de abril, con mis compañeros del Seleccionado argentino ya aterrizados en Italia para encarar la recta final hacia el Mundial, jugamos con la Lazio, el último partido. Un trámite, viejo, un trámite. Gol de cabeza de Baroni y a cobrar, a cobrar otra vez.
Los maté, estaban todos rendidos de nuevo, nadie podía decir una palabra. Sólo yo las dije: que la culpa de todo lo que había pasado no la tenía ni Maradona ni Ferlaino; que lo mejor que nos había pasado era traer un técnico como Albertino Bigon, que sabía hablar con los jugadores. Y ya en el vestuario, después de la vuelta olímpica, mandé un mensaje para la Argentina: "Este título, esta nueva alegría, es para mi viejo. Apenas terminó el partido hablé por teléfono con él y lloramos mucho los dos... Mucho... Me dijo que él se alegraba por mí y por los que están muy cerca mío.
Pero por nadie más. No se olvida que la última vez me fui de Argentina como si fuera un delincuente, era poco menos que eso... Me dijeron irresponsable cuando todos saben que yo logré todo lo que logré luchando desde abajo, que cuando empecé no tenía ni para el colectivo... En todos lados se dijeron cosas muy feas... Y él, que es un viejo sabio, no perdona; no es tan blando como yo. Te digo algo: quisiera tener el cinco por ciento de su honestidad y sus principios... Lloré, lloramos juntos... Se lo dedico a él, porque sufrió por mí. Y le agradezco a Dios los padres que me dio".
Un rato antes, en la cancha misma, apenas escuché el pitazo final, había gritado, desde el alma y con todo el corazón: "¡Esta es la prueba de que yo me conozco mejor que nadie! ¡Y el pago para que me dejen vivir mi vida! ¡Quiero vivir mi vida, por favor!".
No me dejaron, no me dejaron... Porque todos saben lo que vino después, todos lo saben: el Mundial de Italia, para el que me había preparado como nunca. La eliminación de Italia y... la venganza. Nunca me lo perdonaron, nunca, y por eso todo terminó como terminó. Me acuerdo que fui a un programa de televisión italiano, sólo porque lo conducía mi amigo Gianni Mina, y dije, entre otras cosas:
"¿Por qué me odian en Italia? Cuando yo llegué a Nápoles era un jugador simpático, que todos admiraban y adoraban... porque no ganábamos nada. Era simpático y admirado porque jugaba bien, pero al Napoli le hacían tres goles en Torino, cuatro en Florencia, y así todos los domingos. Pero cuando el Napoli organizó un gran equipo y comenzamos a ganar en todas las canchas, empecé a ser antipático. En cinco años, desde que yo llegué, el Napoli ganó dos
scudettos,
la Copa Italia, la Copa UEFA, dos segundos puestos y un tercero en la Liga... Y a alguien le debe haber fastidiado que Maradona y el Napoli hayan ganado tanto. Y encima, después del Mundial, en diciembre del '90, le ganamos la Supercopa italiana a la Juve 5 a 1, ¡5 a 1! Esos triunfos le deben haber dolido a más de uno... Hablaban de que me la pasaba en las discotecas, en los night clubs, y eso, que yo sepa, no le hace mal a nadie. El día antes de ese partido contra la Juve fuimos varios muchachos del Napoli a un boliche y parece que nos hizo muy bien, porque al otro día le hicimos cinco. También me criticaban porque muchas veces me entrenaba en mi casa. ¿Y qué? Yo siempre me entrené en mi garaje y no quería cambiar mis costumbres, porque en la cancha siempre me iba bien. Siempre me iba bien.”
Aun cuando pasó aquella historia fea del partido en Moscú, contra el Spartak. No me había entrenado bien durante toda la semana, estaba en mi casa y el equipo se fue a Rusia, sin mí. Todos estaban pendientes de si yo viajaba o no, si viajaba o no. Y yo viajé. Llegué, llegué en un avión privado pero llegué. Empatamos uno a uno, fuimos a los penales y perdimos, si no seguíamos en la Copa de Campeones... Lo que pasa es que yo estaba jugado, ya.
Después de lo del Mundial no tendría que haber vuelto, no tendría que haber vuelto. Aquel partido contra Italia, en Nápoles, con el gol de Caniggia, fue mi sentencia, fue mi sentencia... Yo no había intentado una sublevación de los napolitanos contra el resto de los italianos, cuando jugamos allá, porque yo sí sabía y sentía que los napolitanos eran italianos también... Pero eran los otros italianos, los que no vivían en Nápoles, los que no querían enterarse, los que no querían aceptarlo: sólo aquel día, el día del partido, se dieron cuenta de que los napolitanos también pertenecían a Italia y podían ayudar a la Selección... Yo sabía muy bien lo que nos ocurría cuando íbamos a jugar de visitantes, aquellos carteles de BIENVENIDOS A ITALIA, LAVATEVI, TERRONI. ¿Por qué tenía que esconder aquel racismo? ¿Por qué no lo iba a recordar justo en el momento en que los italianos, por interés, querían agregar a Nápoles en su mapa? Jamás pretendí que hincharan por mí, jamás... Pero me querían, me querían tanto, que la Curva B gritó mi gol de penal contra Italia, lo gritó. Porque argentinos no había tantos y el grito yo lo escuché... El problema es que lo escucharon todos, todos... Y no me lo perdonaron.
Encima, se dio el
impasse
en mi relación con Guillermo. Fue en octubre del '90, cinco años después de haber empezado. Nos separamos por razones nuestras... Y yo decidí que siguiera trabajando conmigo alguien del grupo, como era Juan Marcos Franchi. Con Guillermo necesitábamos un paréntesis, y el tiempo nos dio la razón. Si antes vivíamos en un clima tremendo, porque era tremendo, después del Mundial fue peor. Es que todo había cambiado demasiado ya. Nápoles ya no era lo mismo, nada era lo mismo.
Y en eso apareció el famoso doping, el famoso doping de Antonio Matarrese... Nosotros habíamos sacado a Italia del Mundial porque teníamos huevos y les hicimos perder a muchos un gran negocio, fortunas, porque la final a toda orquesta era Italia -Alemania... Fue una maniobra, sí, lo juro. Porque yo tenía el problema con la droga, sí, pero por eso mismo me hacía análisis. Y aparte de que la cocaína no sirve para jugar —no sirve porque te tira para atrás y no para adelante— me cuidaba, me hacía análisis propios... Y en aquel partido contra el Barí —fecha fatal: 17 de marzo de 1991— estaba limpio, limpio. Hoy, gracias a Dios, hay una causa abierta, la Justicia está investigando el laboratorio que realizó mi análisis y el de tantos otros, porque había muchas cosas mal hechas, empleados que declararon que los frascos estaban fraguados, un montón de barbaridades... Que se comprobara eso sería para mí un triunfo histórico. Nada, igual, me devolverá los años de fútbol que me hicieron perder... Nada.
Me despedí del Napoli con un gol a la Sampdoria, el 24 de marzo, un gol de penal. Pero me fui de Italia empujado como un delincuente... Y ésa no es la mejor síntesis de mi historia allí, seguro que no lo es.
México'86
El momento más sublime de mi carrera,
el más sublime...
Yo lo miraba de reojo, porque sabía que mucho no faltaba, que no faltaba nada... Lo miraba de reojo a Arppi Filho, el referí brasileño, chiquitito así, y cuando levantó los brazos y pegó el pitazo, ¡me volví loco! Empecé a correr para un lado, para el otro, me quería abrazar con todos. Sentí en el cuerpo, en el corazón, en el alma, que estaba viviendo el momento más sublime de mi carrera, el más sublime... 29 de junio de 1986, estadio Azteca, México; esa fecha y ese lugar están marcados en mi piel. La Copa en mis manos, la sacudía, la levantaba, la sacudía, la besaba, la sacudía, no sé, se la presté un ratito a Pumpido, en el palco, pero se la pedí enseguida, quería asegurarme de que era de verdad. Que la Copa del Mundo era nuestra, de los argentinos.
¡Nos habíamos jugado tanto por eso! ¡Nos había costado tanto! Que no creyeran en nosotros, que nos quisieran voltear ¡desde el gobierno!, que nos putearan, que nos criticaran. Si hasta los mexicanos se nos volvieron en contra, gritaron los goles de los alemanes. ¿Latinoamericanismo? ¡Latinoamericanismo las pelotas, los latinoamericanos éramos visitantes, ahí, en el Azteca justamente! Lo que nadie entendió, nunca, fue que nuestra fuerza y nuestra unión había nacido precisamente de ahí, de la bronca... De la bronca que nos daba haber tenido que luchar contra todo. Así tenía que ser, ¿no?, ¡si era un equipo mío! Un equipo hecho desde abajo y contra todos.
Para mí, el Mundial de México '86, la más grande alegría deportiva de toda mi carrera, había empezado, en realidad, tres años antes. Bah, también podría decir que comenzó en el mismo momento en que terminó el Mundial de España, porque la revancha me daba vueltas por la cabeza desde aquellos terribles días, pero... En enero de 1983 pasó algo decisivo, fundamental. Yo estaba en Lloret de Mar, en la Costa Brava española. De joda, nada: estaba recuperándome de la maldita hepatitis que no me dejaba jugar en el Barcelona, acompañado por Fernando Signorini y un médico. Vivíamos en una casa hermosa, sí, pero eso era sólo para las fotos: nosotros nos pasábamos todo el día laburando. Y en eso apareció Bilardo, que ya era el nuevo técnico del Seleccionado argentino, en el lugar del Flaco Menotti. Venía caminando junto con Cyterszpiller, desde la casa y hacia la playa... Hacia nosotros.
Yo me estaba preparando para salir a correr y el Narigón me saludó, me dio un beso, y me preguntó:
—
¿Tenés un buzo para mí?
Le di uno y me dijo:
—
¿Puedo salir a correr con vos?
Lo primero que pensé fue exactamente lo mismo que después sentí muchas veces, a lo largo de tantos años de relación: "Este tipo está loco, este tipo está mal de la cabeza...". La cosa fue que corrimos un rato y, cuando volvimos, me preguntó:
—
Quiero saber cómo estás y también comentarte mis planes para el Seleccionado, por si te interesa participar...
—
¿¡Cómo!? Por supuesto... Quédese tranquilo que mi contrato con el Barcelona dice bien clarito que me tienen que ceder para las eliminatorias y también para algún otro partido, siempre que el club no tenga algún compromiso importante...
—
Me imaginaba, por suerte... Y el otro punto: me interesa saber si tenés alguna exigencia económica o algo.
—
¡¿Exigencia económica para jugar en el Seleccionado?! De eso olvídese, Carlos... Yo, por defender la camiseta argentina jamás voy a hacer un problema.
—
Bueno, bárbaro, bárbaro... También quiero decirte que, si estás de acuerdo, vas a ser el capitán de la Selección.
Me quedé duro, pero duro, duro, en serio.
Sos el más representativo,
me repitió.
Me largué a llorar. Y llorando se lo conté a la Claudia, a mi vieja. A todos. Capitán de la Selección. Era lo que siempre había soñado ser. Representar a todos los futbolistas argentinos, a todos. A mí me encantaba ser capitán, sinceramente. Alguna vez dije, en un reportaje, que quería terminar mi carrera como capitán del Seleccionado. Y aclaraba enseguida, que iba a ser así porque Passarella se iba a retirar antes, por edad. Fui capitán de Argentinos Juniors, capitán del Juvenil, capitán de Boca, ¡y de la Selección argentina! En cada viaje que hacía, estuviera en Austria o estuviera en Nueva York, lo que hacía siempre era comprarme cintas, cintas, cintas. Así que cuando Bilardo me lo confirmó, Claudia salió corriendo a buscar las doscientas cintas que tenía guardadas en el cajón, esperando el momento para usarlas. Era un sueño, un sueño que se cumplía aunque yo, por ahí, lo esperaba para más adelante. ¡Tenía sólo 24 años y estaba Passarella en el medio! El había sido mi modelo como capitán, el había sido el capitán, el patrón, el número uno de Menotti, ¡yo quería ser el capitán, el patrón, el número uno de Bilardo! Y lo fui, lo fui... No sé, no sé si Passarella empezó a enojarse por eso, puede ser, pero lo mío iba más allá, mucho más allá de la relación con él. Lo mío era un sueño que se cumplía.