Yo mato (72 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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El capitán siguió bajando, pistola en mano. Le respondió sin dejar de escrutar en todas direcciones los matorrales entre los cuales avanzaba.

—¿Dices que esto no es asunto mío? Pues yo te digo que sí lo es, señor Ottobre. Y las prioridades las decido yo. Primero mataré a este loco, y después, si quieres, te ayudaré a subir a ese chaval tonto...

Frank tenía en la mira la figura maciza de Ryan Mosse. El deseo de dispararle era muy fuerte, casi tanto como el de dispararle a Jean-Loup, sin concederle la circunstancia atenuante de haber arriesgado la vida para salvar a un perro o a un chaval tonto, como le había llamado el capitán.

—Te lo repito: ¡baja la pistola, Ryan!

El capitán soltó una breve risotada, seca y rencorosa.

—Y si no, ¿qué? ¿Me dispararás? ¿Y después qué dirás? ¿Que has matado a un capitán de tu país para salvarle el pellejo a un asesino? Anda, déjate de idioteces y aprende a hacer las cosas...

Sin dejar de apuntarle, Frank comenzó a desplazarse lo más deprisa posible hacia Pierrot. Jamás se había encontrado en una situación similar, en la que debía tomar una decisión vital entre un cúmulo de variantes.

—¡Socorro! ¡No aguanto más!

La voz desesperada de Pierrot llegaba desde atrás. Frank bajó la pistola e intentó, en la medida en que le era posible, alcanzar a la carrera el lugar donde antes se había colocado Jean-Loup. Notaba que las zarzas y las ramas le impedían el paso aferrándole el pantalón, como manos malignas emergidas de la tierra por arte de magia. De vez en cuando volvía la cabeza para vigilar los movimientos de Ryan Mosse, que continuaba su cauteloso descenso por la pendiente, empuñando el arma, escrutando con ojos desconfiados entre los arbustos, en busca de Jean-Loup.

De golpe, cerca de Mosse las matas se animaron. No había habido ningún movimiento entre las ramas, ni el menor aviso. Lo que emergió del matorral ya no era el mismo hombre que antes se había escondido para salvar el pellejo; no era Jean-Loup, sino un demonio expulsado del infierno porque hasta los otros demonios le temían. Vibraba en él una tensión sobrehumana, como si de repente se hubiera apoderado de su cuerpo un animal feroz que le hubiera regalado la fuerza de sus músculos y la agudeza de sus sentidos.

Con una perfecta concentración de agilidad, vigor y gracia, Jean-Loup actuó.

De una patada arrancó la pistola de las manos de su adversario. El arma voló muy lejos y se perdió entre las matas. Mosse era un soldado, sin duda un buen soldado, con un entrenamiento adecuado a la triste fama que arrastraba, preparado para cualquier clase de combate.

Excepto, quizá, para un combate con fantasmas.

Flexionó las piernas y adoptó una posición de defensa. El capitán era más alto y robusto que Jean-Loup, pero la sensación de amenaza que emanaba de la actitud de ese hombre los colocaba de algún modo en pie de igualdad. No obstante, Mosse contaba con una ventaja: disponía de todo el tiempo que quisiera. A él no le importaba nada aquel muchacho colgado de un árbol sobre el precipicio, y sabía que el otro sí tenía prisa por correr a ayudarlo. Esa prisa era el elemento con que intentaba jugar para inducir a su adversario a cometer un error.

En lugar de contraatacar, esperó, alejándose paso a paso a medida que Jean-Loup se acercaba. Entretanto, Jean-Loup continuaba hablando con Pierrot.

—Pierrot, ¿me oyes? Todavía estoy aquí, no tengas miedo. Un instante y ya llego.

Mientras tranquilizaba al muchacho, pareció desconcentrarse un segundo y bajó la guardia. En ese preciso momento Mosse lo atacó.

Por lo que sucedió a continuación, Frank supo que había sido una táctica de Jean-Loup para que Mosse pasara a la acción. Todo sucedió en pocos segundos. Mosse hizo una finta a la izquierda y enseguida intentó una serie de
atemi
que Jean-Loup detuvo con una facilidad humillante. Mosse retrocedió un paso. Frank estaba demasiado lejos para distinguir con claridad los detalles, pero tuvo la impresión de que en el rostro del capitán aparecía de pronto una expresión de gran sorpresa. Hizo un nuevo intento, con un par de golpes con las manos, y después, veloz como un rayo, tiró una patada. Frank pensó que era el mismo golpe que había usado con él, el día que habían peleado en el camino de la casa de Parker. Solo que Jean-Loup no cayó en la trampa como había caído él. En vez de detener el golpe y desviarlo, exponiéndose a la reacción del adversario, apenas vio venir la patada se hizo a un lado y dejó que el pie de Mosse golpeara el aire. Después apoyó la rodilla derecha en el suelo, se deslizó bajo la pierna levantada de Mosse y la bloqueó en esa posición con la mano izquierda, desequilibró el cuerpo del capitán hacia atrás, le asestó un terrible puñetazo en los testículos y lo derribó de costado.

Frank oyó con claridad el sordo gemido de dolor de Mosse al caer. Su cuerpo no había aún terminado de desplomarse entre las matas y Jean-Loup ya se había puesto de pie. En la mano derecha llevaba un cuchillo. Lo había extraído con un movimiento tan rápido que Frank no alcanzó a verlo; tuvo la sensación de que lo tenía en la mano desde el inicio del combate y que ahora simplemente se había vuelto visible.

Jean-Loup se agachó y desapareció en el matorral donde había caído el cuerpo de Mosse.

Cuando se incorporó, el animal feroz que llevaba dentro había desaparecido, y la hoja del cuchillo estaba cubierta de sangre.

Frank no pudo ver el resultado final de la lucha, porque mientras tanto, había llegado cerca del lugar donde se hallaba Pierrot colgado del árbol. Vio en el rostro del muchacho los signos del miedo, pero sobre todo la marca inquietante del agotamiento. Las manos que se aferraban a su providencial soporte estaban congestionadas por el esfuerzo. Se dio cuenta de que no lograría resistir mucho más. Frank le avisó de su presencia e intentó tranquilizarle hablándole con calma para infundirle una seguridad que él mismo no tenía.

—Estoy aquí, Pierrot. Ahora bajo a cogerte.

El muchacho estaba tan extenuado que no encontró fuerzas para responder. Frank miró alrededor. Se hallaba en el punto exacto donde se encontraba Jean-Loup cuando Mosse le había disparado la primera vez, después de quitarse el cinturón.

¿Por qué?

Por segunda vez se preguntó cuál sería la razón de aquel gesto, de qué manera se proponía usar el cinturón para socorrer a Pierrot. Levantó la cabeza y vio que a un par de metros por encima de la acacia a la que se aferraba Pierrot, había un tronco reseco, más o menos de las mismas dimensiones. Las hojas habían caído hacía tiempo y las ramas se tendían hacia el cielo como si por un capricho de la naturaleza las raíces hubieran crecido al revés. De pronto comprendió cuál era la intención de Jean-Loup. Actuó deprisa. Se quitó el móvil del bolsillo de la camisa y desenganchó del cinturón el sujetador de la funda de cuero. Los apoyó sobre la cornisa, cerca de la bolsa de tela abandonada por Jean-Loup.

Puso la pistola en la cintura del pantalón y se estremeció ligeramente al contacto del metal frío del arma contra la piel. Cogió el cinturón y probó el grosor de la correa y la robustez de la hebilla. Ambas parecían bastante resistentes para lo que se proponía hacer. Introdujo de nuevo el cinturón en la hebilla y lo ajustó en el último agujero, de modo que formara una especie de lazo flexible de piel, lo más largo posible.

Miró la pendiente, por debajo de él. Alcanzar el árbol muerto no resultaría fácil, pero sí posible. Se movió con cautela. Con los pies firmemente apoyados en el suelo y agarrándose de las matas —que rogó tuvieran raíces profundas en la tierra— llegó al tronco reseco. El contacto con la corteza rugosa de algún modo le recordó la imagen del cadáver que habían encontrado en el refugio. Un crujido amenazador proveniente del árbol sustituyó de golpe esa imagen por la visión de su cuerpo que caía rodando por el declive. Lo que valía para Pierrot se aplicaba también a él: si el tronco cedía o él perdía pie, no sobreviviría a la caída. Procuró no pensar en nada; solo esperaba que el árbol fuera lo bastante robusto para soportar el peso de los dos. Se estiró sobre el tronco y tendió un brazo hacia abajo, cogiendo el cinturón con la mano derecha y tratando de bajarlo lo más posible hacia el muchacho.

—¡Agárralo, Pierrot!

Vacilante, el muchacho alargó una mano hacia lo alto, pero volvió a bajarla precipitadamente para volver a crisparla alrededor del tronco de la acacia.

—No llego...

Frank se había dado cuenta de ello aun antes de que Pierrot se lo dijera; el largo de sus brazos sumado al del lazo de piel no bastaba para alcanzarlo. Había una sola cosa que podía hacer. Se sujetó al tronco con las piernas y quedó colgando en el vacío, como un trapecista; se dobló para poder apoyar los hombros contra la tierra y tener una mejor vista para dirigir desde lo alto los movimientos de Pierrot. Sosteniendo con las dos manos el lazo formado por el cinturón, esta vez logró hacerlo descender lo suficiente para que llegara a la altura del muchacho.

—A ver, inténtalo ahora. Suelta el árbol y agárrate al cinturón, primero una mano y después la otra.

Siguió con la mirada la maniobra titubeante, casi en cámara lenta, con que Pierrot llevó a cabo la operación. A pesar de la distancia oía el ruido de su respiración, llena de angustia y fatiga. El tronco del que colgaba Frank, sobrecargado con el nuevo peso, lanzó un crujido siniestro, mucho más inquietante que el primero. Frank sabía que Pierrot se sostenía solo gracias a sus brazos y sus piernas sujetas al tronco. Estaba seguro de que, en su lugar, Jean-Loup le habría subido sin gran esfuerzo, al menos hasta que hiciera pie o encontrara un asidero menos precario, como el árbol del que él pendía como un murciélago. Frank rogó con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo.

Comenzó a tirar hacia arriba, mientras sentía que la violencia del esfuerzo se sumaba a la sensación casi dolorosa de la afluencia de sangre a la cabeza, provocada por su posición.

Vio que Pierrot subía centímetro a centímetro, tratando de ayudarse con la punta de los pies. Debido al cansancio, Frank notaba un terrible escozor en los músculos de los brazos, como si en el ligero tejido de la camisa se hubiera prendido fuego.

La pistola que llevaba en la cintura, atraída por la fuerza de gravedad, se salió y cayó. Rozó la cabeza de Pierrot y se perdió rebotando en la hondonada.

En ese momento partió del tronco un ruido que resonó como un disparo, semejante al crepitar de un leño en una chimenea.

Frank continuó tirando con todas sus fuerzas. A cada segundo el dolor en los brazos se hacía más insoportable, como si en sus venas la sangre se hubiera transformado en ácido sulfúrico puro. Tuvo la impresión de que su carne se deshacía y dejaba a la vista su esqueleto, y que luego sus huesos, ya sin la protección de los músculos, se despegaban de los hombros y se precipitaban hacia abajo, junto con el cuerpo de Pierrot.

A pesar de todo, Pierrot continuaba subiendo poco a poco. Frank seguía tirando desesperadamente hacia arriba, haciendo fuerza con las piernas, apretando los dientes, sorprendido por su resistencia. De pronto sentía el deseo de soltar, de abrir las manos para hacer cesar ese suplicio, ese fuego. Y al instante siguiente sentía que de algún lugar de su interior llegaba una fuerza renovada, como si hubiera una reserva de energía almacenada en alguna zona oscura de su cerebro, en un desván secreto que solo la rabia y la obstinación podían abrir.

Ahora Pierrot había llegado lo bastante alto para permitirle ayudarse con el cuerpo. Frank arqueó la parte superior del pecho, que estaba en contacto con la tierra, y logró engancharse el cinturón al cuello, con lo que parte del peso pasaba a los músculos de los hombros y la espalda. El alivio de los brazos fue inmediato. Después, aferrando el cinturón con una mano, tendió la otra hacia Pierrot. Con el poco aliento que todavía le quedaba, le indicó cómo se proponía proceder.

—Ahora haz lo mismo que has hecho antes. Suelta el cinturón, con calma, primero una mano y luego la otra. Agárrate a mis brazos y trepa. Yo te sostengo.

Frank no estaba seguro de que pudiera cumplir aquella promesa. Sin embargo, cuando Pierrot soltó su asidero y le liberó el cuello, experimentó una intensa sensación de alivio, como si alguien le hubiera echado agua fresca en la piel cubierta de sudor.

Notó el apretón frenético de las manos de Pierrot en los brazos. Poco a poco, centímetro a centímetro, aferrándose como podía a su cuerpo y a su ropa, el muchacho continuó su lento ascenso. A Frank le sorprendió que tuviera tanta fuerza. El instinto de conservación era un aliado extraordinario, una especie de doping natural. Rogó que esa fuerza no le fallara cuando se hallaba tan cerca de la salvación.

Apenas lo tuvo al alcance de la mano, Frank agarró a Pierrot por la cintura del pantalón y tiró hacia arriba, para ayudarle a alcanzar el tronco. Los ojos le ardían por el sudor. Los cerró y volvió a abrirlos, mientras notaba cómo se deslizaban lágrimas de esfuerzo en las cejas y en la frente. Ya no podía ver nada. Solamente sentía los frenéticos movimientos del cuerpo de Pierrot deslizándose contra el suyo, que ya era un solo, único, desesperado lamento de dolor.

—¿Estás bien?

Pierrot no respondió, pero de pronto Frank se sintió liberado del peso del muchacho. Agachó la cabeza casi hasta tocar la tierra húmeda y tibia. Sintió, más que vio, que el cinturón se deslizaba de su cuello y caía rodando a reunirse con la pistola. Después volvió la cabeza, para no aspirar tierra junto con el aire que sus pulmones reclamaban con desesperada urgencia. La presión de la sangre en las sienes se había vuelto insoportable. Entonces oyó una voz que llegaba de lo alto, a sus espaldas, una voz que parecía venir de una distancia inconmensurable, como una llamada lejana en las montañas.

En esa suerte de estupor en que el cansancio había envuelto su cuerpo y su mente, a Frank le pareció reconocer aquella voz.

—Bravo, Pierrot. Ahora ayúdate agarrándote de las matas y ven aquí, donde estoy yo. Con calma. Ya estás a salvo.

Frank sintió una ligera sacudida que se transmitía a todo su cuerpo suspendido, y un nuevo crepitar de la madera cuando el cuerpo de Pierrot abandonó el tronco. Pensó que quizá el árbol reseco sentía el mismo alivio que él un momento antes, como si no fuera materia inerte sino algo vivo.

Se dijo que aquello todavía no había terminado. Debía vencer esa especie de letargo mental y físico que se había apoderado de él ahora que había aflojado la tensión al saber que Pierrot se hallaba finalmente a salvo. Aunque no lograba encontrar dentro de sí el menor rastro de fuerza o voluntad, sabía que no era el momento de aflojar. Si tardaba en reaccionar, aquella ilusoria sensación de reposo lo entumecería por completo y ya no conseguiría enderezarse y volver a coger el tronco con las manos.

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