Yo, la peor (8 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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—Todo estará muy bien —dijo—. La chica es muy inteligente.

—Pero la ciudad... —pronunció Isabel.

—Hará suya la ciudad —insistió Refugio, pero la madre ya no la oyó porque al momento de ver entrar a las chicas corrió jubilosa hacia ellas.

La sangre llamaba. Así eran las familias, el latido del corazón se prolongaba de uno en otro. Sangre de mi sangre, se repitió Refugio ante la escena de abrazos. El capitán, en cambio, permaneció impávido, sin atender la escena de cariño intercambiado y visiblemente alterado por la demora de su amigo.

—Espero que no le haya pasado nada —se disculpó con Refugio.

—Los tíos de Juana Inés estarán esperando en la ciudad —dijo para aplacar al capitán ante la posibilidad de que el viajante no se presentara.

—Supongo, supongo —repitió irritado el capitán.

Refugio no tuvo que ir hacia su alumna porque Juana Inés ya corría hacia ella. Parecía sorprendida de que allí estuviera Refugio para despedirla.

—¿Ha venido?

—¿Cómo no desear lo mejor a mi alumna más brillante? —dijo Refugio con voz suave, para no herir la susceptibilidad de las otras hermanas que permanecían al lado de su madre, entretenidas en la colocación del baúl en la carreta.

Con tanto atender la llegada de las chicas y la expectación del que no se presentaba, Refugio no había reparado en que la diligencia ya estaba allí. Como vio que la madre no acertaba a moverse del lado de sus dos hijas y que miraba hacia Juana Inés como si ya fuera una cosa lejana, insistió a la niña que fuera con su madre mientras ella observaba la comodidad de los asientos. A Refugio le gustaba el orden y la limpieza; no iba a tolerar que se subiera la niña a un muladar. En el trayecto la gente comía y arrojaba sobrantes al piso. Pero la diligencia estaba limpia. Los asientos de piel parecían garantizar un viaje cómodo. No sabía a qué obedecía su impulso, pero Refugio se sentó y observó por la ventana. Sintió la ficción del movimiento, la expectación del viaje. Justo como cuando ella había ido a la capital para alcanzar a su marido que participaba en las fiestas de recibimiento del Marqués de Villena. O como cuando viajó a Puebla para la boda de su hermana, o a Perote, donde su marido era visitador del hospicio que tanta buena fama tenía entonces por esmero del alcalde. Nada más de sentir el movimiento impuesto por el trote del caballo y el paisaje con su verdor exhibirse por la ventana, la exaltación la tomó. Alguna vez llegó a pensar que la sensación de ser tomada por el viaje era como la que experimentaba cuando su esposo buscaba su cuerpo bajo el camisón. Uno y otro la cubrían de caricias y placeres, de incertidumbre. Y esa sed de aventura relegada en las repisas de la memoria le volvía de golpe allí sentada. Por la ventana observó al hombre que se acercaba al grupo y la reprimenda y el alivio en los gestos de Diego Ruiz Lozano. Isabel parecía haberse relajado y retenía la mano de Juana Inés entre las suyas. En verdad era pequeña, la criatura. Ocho años y ya se iba a la ciudad. De ser ella madre la hubiera llevado atravesando el lago y hasta la casa donde iba a vivir su nueva vida de citadina. ¿Cómo no le habían encargado a ella el acompañamiento? Lo hubiese hecho gustosa para ver con los ojos de Juana Inés el mundo que se abría inesperado para sembrar ese campo curioso que eran su cabeza y su sensibilidad. Sentir la anchura del lago en el embarcadero de Chalco, temer al agua cuando nunca se ha viajado en canoa, descubrir que se está tan cerca de ella, que el agua es un cristal apacible y extendido, que en los juncos de la orilla las aves gorjean mientras los viajeros se desprenden de la tierra, y aunque no son peces, ni patos, ni esos insectos patones, van sobre el agua como si nada y se deslizan sin hundirse, sin mojarse; descubrir que los remos entran y echan el agua hacia atrás y eso provoca el avance de la embarcación; reconocer la sabiduría del hombre que descubrió que un tronco hueco puede desafiar al líquido sin que se lo trague a uno; abandonarse a las seis horas de suave deslizar, protegidos los cuerpos del viento helado por las mantas, por el atole caliente que una mujer expende a jicarazos rellenando recipientes de barro, ollas que entibian las manos; adormecerse con la suavidad del agua y la vista de las orillas y los poblados y las canoas que cruzan en el sentido inverso y las que vienen detrás y van por delante con viajantes y bultos; detenerse en Santa Catarina para evacuar el cuerpo, para comer tamales de mosco de agua, tortas de huevo con peces, camarón seco, y dar un trago al pulque si se precisa; escuchar a los indios hablar su lengua musical y musitada; reconocer y desconocer, atisbar la ciudad difuminada a lo lejos y avanzar hacia su precisión, la torre de la catedral visible como un cerro, y lo único permanente: los volcanes al oriente que se enrojecen con la tarde y afirman que no se ha ido uno del todo del lugar de donde se vino; penetrar a la ciudad por una acequia, sintiendo la cercanía de casas y personas; llegar al muelle y pasmarse con los ruidos de vendedores y de músicos, de aguadores y cargadores que esperan al viajero para ganarse la vida; pisar la tierra y descubrir que se está a unos pasos del corazón de la ciudad, de la Plaza Mayor donde virreyes y nobles, obispos, curas, monjas, licenciados y comerciantes rodean el núcleo sagrado santo y oficial que también fuera el centro de la ciudad azteca. Desembarcar en el centro mismo de la ciudad de los lagos, olvidarse de mirar atrás porque todo lo que uno espera está adelante, hacia donde los pasos lo llevan. Uno más, otro más, entre los cientos de viajes diarios.

El relincho de los caballos la alertó. Ya los traían recién comidos para atarlos al vehículo. Los miró asombrada de que aquellos alazanes oscuros fuesen los responsables de cambiar un destino. Ellos tan ajenos, aún rumiando la paja que se asomaba atravesada en su hocico. Lejanos de la tarea que los acometía esa mañana. Nada más y nada menos que ofrecer a una niña un pastel distinto de la vida. El capitán tocó a la ventanilla cuando descubrió a la maestra metida en la diligencia. Refugio salió ofuscada por haberse instalado tanto tiempo en los sillones y en sus pensamientos. El capitán le ofreció la mano y todos la miraron bajar. Hermilo Cabrera se presentó y añadió con simpatía:

—De haber sabido que usted gusta del viaje, me hubiera ahorrado el discurso de un padre nervioso.

Refugio se ruborizó.

—Ya habrá oportunidad de que lo haga —añadió Diego Ruiz Lozano—. Isabel no irá sola a ver a su hija; usted dirá entonces, señora Salazar.

Ya el cochero llamaba a apearse y Refugio había sido asaltada por una juventud a destiempo. Hermilo Cabrera, su deseo de viaje descubierto, la posibilidad de un futuro. Futuro. Juana Inés iba dejando un camino para que ella, so pretexto de acompañar a algún familiar, la siguiera algún día. Juana Inés inauguraba un futuro distinto. Refugio todo eso pensaba mientras daba la mano al capitán que la ayudaba a descender y luego extendía una mano para saludar al contador de baja estatura pero vivaces ojos. Ya Juana Inés abrazaba a sus dos hermanas al tiempo y formaban un ramillete apretado. Josefa lloraba, María se rascaba los ojos ahuyentando las lágrimas que las primogénitas no deben verter. Isabel se hincó para estar a la altura de su hija, se quitó la pañoleta que llevaba amarrada en el cuello y la ató a la cabeza de la niña. Temía el viento de la laguna, le dijo a Refugio a manera de disculpa cuando la diligencia salió del cobertizo y se enfiló por el camino. Diego, en un gesto desusado, alzó a la chiquilla cuando notaba que la madre comenzaba a resquebrajarse y la colocó en la puerta de la carreta mientras Isabel se quedaba allí hincada, inmóvil. "Sangre de mi sangre", pensó Refugio conteniendo un sollozo inesperado. Así como ella inauguraba el futuro con la gentil despedida de Hermilo Cabrera, Isabel sellaba el tiempo pasado en las haciendas de Panoayan y Nepantla con su hija Juana Inés.

—Haga favor de cuidarla bien. Es una chica inquieta —dijo al hombre, atribuyéndose encargos que no le correspondían.

—Descuide, que la pasaremos muy bien —contestó esperando la respuesta de la niña, pero la chica miraba con asombro a Refugio, pues había sentido los meneos del caballo y no había dado un beso a su maestra.

Extendió su mano como despedida; entonces Jacinto gritó porque entre las emociones del momento el baúl reposaba en la banca. La diligencia se detuvo; Jacinto trepó el baúl a la parte trasera mientras el cochero, un tlaxcalteca enfurruñado, decía improperios por lo bajo en la lengua que Jacinto sí podía distinguir.

—Aquí va la señorita, cuidado —advirtió.

Refugio alcanzó la mano de Juana Inés por la ventanilla y sus labios alcanzaron a esbozar un consejo: "Escribe". Jacinto levantó la mano y gritó: "Adiós, Juana Inés", y con su grito todos corearon un adiós de manos levantadas. Sólo Refugio siguió dibujando con los labios la última palabra para su alumna:

—Escribe, escribe, escribe... —hasta que la carroza dio la vuelta al camino y se perdió rumbo a Tenango.

Parte II

Muy querida de la virreina

Los lobos

Diciembre 17 de 1694

Convento de San Jerónimo

María Luisa, divina Lysi, leal amiga:

¿Es posible que me haya tomado un mes retomar el cálamo y proseguir con las palabras que a ti te dirijo y que por tan escasas, pareciera ingratitud de mi parte? Nada hay de ello y quiero que para estas navidades mis palabras te encuentren con bien, con salud y con regocijo por la proximidad de la publicación que tenemos entre manos. Como ves el tono con que te escribo es más animado ahora, pues he leído con deleite los poemas que sor Feliciana de Milão y sor María de Céu me han enviado desde la Casa del Placer en Portugal. Qué inteligencia y qué luminosa dificultad la de sus versos. Espero que ellas encuentren deleite en las redondillas que les he enviado para que descifren sus entretelas. Como puedes ver, María Luisa, aquí en el papel, en las lides de los retos y acertijos de palabras me encuentro a mis anchas, respiro; lo que no me es dado hacer con libertad en el cuarto vacío, desprovisto de los libros que lentamente fui acumulando. Es este despojo tan grande que me es preciso referirlo, perdonarás que le dedique las líneas que debieran estar destinadas a la empresa que nos preocupa.

Comprenderás que para quien ha vivido sumergida entre los lomos de los libros y las líneas de los impresos, perderlos es quedarse en un encierro de ausencia. A veces me siento hermanada con las mujeres de Barcia. No sé si te conté lo que ocurrió a una de las religiosas de este convento que al visitar a su madre, encerrada desde tiempo atrás por adúltera, se encontró con un mundo de agresiones, abusos, reclamos, locura y despropósito. Mujeres sin esperanza. Volvió desgajada, contó algunas cosas, me recriminó no haberle advertido del infierno con el que se encontraría, pues yo participé de las diligencias para que se le diera el permiso de acudir. La verdad es que desconocía la dimensión del propósito del jesuita. Aunque tengo aún acceso a las noticias del mundo, y entonces más, desconocía el estado extremo en que aquel religioso, apoyado por el lobo mayor, el arzobispo, tenía a las mujeres. Esta desnudez de los muros, este silencio impuesto por los libros que no existen ha sido provocado por Aguiar y Seixas que nos odia a las mujeres. No lo dice así con las cuatro letras del verbo y porque el odio no es propio de un buen católico que debe poner la otra mejilla cuando ha sido injuriado. Pero la verdad es que tal desprecio nos tiene que no nos puede mirar a los ojos, que ha aceptado que el desquiciado Barcia encierre en Belén a cuanta mujer hace daño con su existencia. El arzobispo es enemigo del teatro, ha clausurado las salas de teatro y no permite los bailes que considera pecaminosos, y a las religiosas que escribimos obras, comedias o tragedias si es el caso, nos tiene repulsión. Si por él fuera nos tendría como a las mujeres de Belén, pero no es un loco como Barcia, que cree en la redención del género. Nuestro rostro de hembras le da tal temor, le provoca tan poco respeto y le parece tan cercano al diablo que nos ignora a todas, hasta a la madre superiora que no comenta nada por honor a su puesto. Este lobo mayor hizo que sor Filotea naciera como un disfraz del tercer lobo, el menos ofensivo en apariencia y el que comenzó los estragos que ahora me tienen desatendida de libros, pero no de tinta ni de papel ni de palabras ni de complicidades como la tuya, María Luisa, y la de las monjas portuguesas. Debo decirte, por cierto, que el poema que acompaña el libro y que me has hecho llegar para mis enmiendas es de una factura sorprendente y que tu modestia es infinita cuando sólo incluyes uno, en lugar de tener el mismo espacio que a mí me ha sido concedido.

¿Ves cómo me gana el placer del texto?, menos mal que se filtra impositivo y quita espacio al desvelo que me ha provocado el disfraz de quien se decía mi amigo, Manuel Fernández de Santa Cruz. Reprenderme públicamente es imperdonable, y hacerlo desde una hermana, una mujer religiosa, es vil por cuánto envilece nuestra condición. Pretendiendo ser una igual, nos ha denigrado creyendo que una mujer señalaría a otra que se ha salido de su cauce, sus deberes de esposa. Claro, hacerlo desde la voz de hombre y de autoridad eclesiástica ofendería la pretendida libertad de sus ideas. Recordarás cómo él gozaba de nuestras tertulias, de la lectura de textos, de la representación de las obras, cómo reconocía mi talento y no ponía reparos en que siendo monja dedicara tiempo a los poemas de ocasión y a las conversaciones sobre ciencia y otros temas. Apoyó mi gusto por saber de cometas como el propio padre Kino lo había hecho polemizando con mi amigo Sigüenza. Puedo imaginar su discurso si volviera a presentarse en el locutorio de San Jerónimo en estos tiempos. "¿Te acuerdas que le diste la razón a Eusebio Kino porque era amigo de la duquesa de Aveiro que era parienta de la virreina María Luisa? Pues yo me he visto en la misma situación, debo complacer a mi superior el arzobispo."

"No es lo mismo, Manuel, que yo no acusé de hereje a nadie, ni de vanidad, sólo di argumentos para inclinarme hacia una u otra teoría. Sí, algo había de complacencia, ¿quién es inmune a ello? Yo mejor que nadie lo puedo entender. Pero las formas importan, las lealtades íntimas también y tú fuiste cobarde. Te llamaste Filotea, aunque debo agradecerte que me permitiste responder y aclarar mi posición en el mundo. Si me han de excomulgar o quemar en la hoguera tú serás responsable, pero quedará esa carta a Sor Filotea, para que la sinceridad de mi corazón sirva y dé luz a quienes sean reprendidos y silenciados injustamente." María Luisa, habrás de perdonar estos devaneos pero mi ira con el lobo más cobarde no ha sido ventilada con todas sus palabras, a Manuel no lo he vuelto a ver ni lo veré. Sé que le enviaste el segundo tomo de mis obras y te lo agradezco, ese gesto presagia nuestra última estocada en este juego de autoridades, la de la permanencia de las palabras. Por ello, mi agradecimiento infinito al progreso de tus gestiones, al tejido que has logrado entre las monjas portuguesas y mi persona. Ya la tierra lusitana y el prodigio de su lengua, ya las saudades y el mar que baña ese país me han cincelado el corazón.

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