YERMA.—Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión.
(Pausa.)
JUAN.—Vamos a comer.
(Entran las hermanas.)
¿Me has oído?
YERMA.—
(Dulce.)
Come tú con tus hermanas. Yo no tengo hambre todavía.
JUAN.—Lo que quieras.
(Entra.)
YERMA.—
(Como soñando.)
¡Ay, qué prado de pena!
¡Ay, qué puerta cerrada a la hermosura!,
que pido un hijo que sufrir,
y el aire me ofrece dalias de dormida luna.
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia,
son en la espesura de mi carne,
dos pulsos de caballo,
que hacen latir la rama de mi angustia.
¡Ay, pechos ciegos bajo mi vestido!
¡Ay, palomas sin ojos ni blancura!
¡Ay, qué dolor de sangre prisionera
me está clavando avispas en la nuca!
Pero tú has de venir, amor, mi niño,
porque el agua da sal, la tierra fruta,
y nuestro vientre guarda tiernos hijos
como la nube lleva dulce lluvia.
(Mira hacia la puerta.)
¡María! ¿Por qué pasas tan de prisa por mi puerta?
MARÍA.—
(Entra con un niño en brazos.)
Cuando voy con el niño lo hago..., ¡como siempre lloras!
YERMA.—Tienes razón.
(Coge al niño y se sienta.)
MARÍA.—Me da tristeza que tengas envidia.
YERMA.—No es envidia lo que tengo; es pobreza.
MARÍA.—No te quejes.
YERMA.—¡Cómo no me voy a quejar cuando te veo a ti y a otras mujeres llenas por dentro de flores, y viéndome yo inútil en medio de tanta hermosura!
MARÍA.—Pero tienes otras cosas. Si me oyeras podrías ser feliz.
YERMA.—La mujer de campo que no da hijos es inútil como un manojo de espinos, y hasta mala, a pesar de que yo sea de este desecho dejado de la mano de Dios.
(MARÍA hace un gesto para tomar al niño.)
YERMA.—Tómalo, contigo está más a gusto. Yo no debo tener manos de madre.
MARÍA. ¿Por qué me dices eso?
YERMA.—
(Se levanta.)
Porque estoy harta. Porque estoy harta de tenerlas y no poderlas usar en cosa propia. Que estoy ofendida, ofendida y rebajada hasta lo último, viendo que los trigos apuntan, que las fuentes no cesan de dar agua y que paren las ovejas cientos de corderos, y las perras, y que parece que todo el campo puesto de pie me enseña sus crías tiernas, adormiladas, mientras yo siento dos golpes de martillo aquí, en lugar de la boca de mi niño
MARÍA.—No me gusta lo que dices
YERMA.—Las mujeres cuando tenéis hijos no podéis pensar en las que no los tenemos. Os quedáis frescas, ignorantes, como el que nada en agua dulce y no tiene idea de la sed.
MARÍA.—No te quiero decir lo que te digo siempre.
YERMA.—Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas.
MARÍA.—Mala cosa.
YERMA.—Acabaré creyendo que yo misma soy mi hijo. Muchas veces bajo yo a echar la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mujer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.
MARÍA.—Cada criatura tiene su razón.
YERMA.—A pesar de todo sigue queriéndome. ¡Ya ves cómo vivo!
MARÍA. ¿Y tus cuñadas?
YERMA.—Muerta me vea y sin mortaja, si alguna vez les dirijo la conversación.
MARÍA.—¿Y tu marido?
YERMA.—Son tres contra mí.
MARÍA.—¿Qué piensan?
YERMA.—Figuraciones. De gente que no tiene la conciencia tranquila. Creen que me puede gustar otro hombre y no saben que aunque me gustara, lo primero de mi casta es la honradez. Son piedras delante de mí. Pero ellos no saben que yo, si quiero, puedo ser agua de arroyo que las lleve.
(Una hermana entra y sale llevando un pan.)
MARÍA.—De todas maneras, creo que tu marido te sigue queriendo.
YERMA.—Mi marido me da pan y casa.
MARÍA.—¡Qué trabajos estás pasando, qué trabajos! Pero acuérdate de las llagas de Nuestro Señor.
(Están en la puerta.)
YERMA.—(Mirando al niño.) Ya ha despertado.
MARÍA.—Dentro de poco empezará a cantar..
YERMA.—Los mismos ojos que tú, ¿lo sabías? ¿Los has visto?
(Llorando.)
¡Tiene los mismos ojos que tienes tú!
(YERMA empuja suavemente a MARÍA y ésta sale silenciosa. YERMA se dirige a la puerta por donde entró su marido.)
MUCHACHA 2ª.— Chiss.
YERMA.—
(Volviéndose.)
¿Qué?
MUCHACHA 2ª.— Esperé a que saliera. Mi madre te está aguardando.
YERMA.—¿Está sola?
MUCHACHA 2ª.— Con dos vecinas.
YERMA.—Dile que espere un poco.
MUCHACHA 2ª.— ¿Pero vas a ir? ¿No te da miedo?
YERMA.—Voy a ir.
MUCHACHA 2ª.— ¡Allá tú!
YERMA.—¡Que me esperen aunque sea tarde!
(Entra VÍCTOR.)
VÍCTOR.—¿Está Juan?
YERMA.—Sí.
MUCHACHA 2ª.—
(Cómplice.)
Entonces, luego, yo traeré la blusa,
YERMA.—Cuando quieras.
(Sale la MUCHACHA.)
Siéntate.
VÍCTOR.—Estoy bien así.
YERMA.—
(Llamando.)
¡Juan!
VÍCTOR.—Vengo a despedirme.
(Se estremece ligeramente, pero vuelve a su serenidad.)
YERMA.—¿Te vas con tus hermanos?
VÍCTOR.—Así lo quiere mi padre.
YERMA.—Ya debe estar viejo.
VÍCTOR.—Sí. Muy viejo.
(Pausa.)
YERMA.—Haces bien de cambiar de campos.
VÍCTOR.—Todos los campos son iguales.
YERMA.—No. Yo me iría muy lejos.
VÍCTOR.—Es todo lo mismo. Las mismas ovejas tienen la misma lana.
YERMA.—Para los hombres, sí; pero las mujeres somos otra cosa. Nunca oí decir a un hombre comiendo: qué buenas son estas manzanas. Vais a lo vuestro sin reparar en las delicadezas. De mí sé decir que he aborrecido el agua de estos pozos.
VÍCTOR.—Puede ser.
(La escena está en una suave penumbra.)
YERMA.—Víctor.
VÍCTOR.—Dime.
YERMA.—¿Por qué te vas? Aquí las gentes lo quieren.
VÍCTOR.—Yo me porté bien.
(Pausa.)
YERMA.—Te portaste bien. Siendo zagalón me llevaste una vez en brazos, ¿no recuerdas? Nunca se sabe lo que va a pasar.
VÍCTOR.—Todo cambia.
YERMA.—Algunas cosas no cambian. Hay cosas encerradas detrás de los muros que no pueden cambiar porque nadie las oye.
VÍCTOR.—Así es.
(Aparece la HERMANA SEGUNDA y se dirige lentamente hacia la puerta, donde queda fija, iluminada por la última luz de la tarde.)
YERMA.—Pero que si salieran de pronto y gritaran, llenarían el mundo.
VÍCTOR.—No se adelantaría nada. La acequia por su sitio, el rebaño en el redil, la luna en el cielo y el hombre con su arado.
YERMA.—¡Qué pena más grande no poder sentir las enseñanzas de los viejos! ¡Se oye el sonido largo y melancólico de las caracolas de los pastores!
VÍCTOR.—Los rebaños.
JUAN.—
(Sale.)
¿Vas ya de camino?
VÍCTOR.—Y quiero pasar el puerto antes del amanecer.
JUAN.—¿Llevas alguna queja de mí?
VÍCTOR.—No. Fuiste buen pagador.
JUAN.—
(A YERMA.)
Le compré los rebaños.
YERMA.—¿Sí?
VÍCTOR.—
(A YERMA.)
Tuyos son.
YERMA.—No lo sabía.
JUAN.—
(Satisfecho.)
Así es.
VÍCTOR.—Tu marido ha de ver su hacienda colmada.
YERMA.—El fruto viene a las manos del trabajador que lo busca.
(La hermana que está en la puerta entra dentro.)
JUAN.—Ya no tenemos sitio donde meter tantas ovejas.
YERMA.—
(Sombría.)
La tierra es grande.
(Pausa.)
JUAN.—Iremos juntos hasta el arroyo.
VÍCTOR.—Deseo la mayor felicidad para esta casa.
(Le da la mano a YERMA.)
YERMA.—¡Dios lo oiga! ¡Salud!
(VÍCTOR le da salida y, a un movimiento imperceptible de YERMA, se vuelve.)
VÍCTOR.—¿Decías algo?
YERMA.—
(Dramática.)
Salud, dije.
VÍCTOR.—Gracias.
(Salen. YERMA queda angustiada mirándose la mano que ha dado a VÍCTOR. YERMA se dirige rápidamente hacia la izquierda y toma un mantón.)
MUCHACHA 2ª.—Vamos.
(En silencio, tapándole la cabeza.)
YERMA.—Vamos.
(Salen sigilosamente.)
(La escena está casi a oscuras. Sale la HERMANA PRIMERA con un velón que no debe dar al teatro luz ninguna sino la natural que lleva. Se dirige al fin de la escena, buscando a YERMA. Suenan las caracolas de los rebaños.)
CUÑADA 1ª.—
(En voz baja.)
¡Yerma!
(Sale la HERMANA SEGUNDA. Se miran las dos y se dirigen hacia la puerta.)
CUÑADA 2ª.—
(Más alto.)
¡Yerma!
CUÑADA 1ª.—
(Dirigiéndose a la puerta y con una imperiosa voz.) ¡
Yerma!
(Se oyen las caracolas y los cuernos de los pastores. La escena está oscurísima.)
Telón
(Casa de la DOLORES la conjuradora. Está amaneciendo. Entra YERMA Con DOLORES y dos VIEJAS.)
DOLORES.—Has estado valiente.
VIEJA 1ª.—No hay en el mundo fuerza como la del deseo.
VIEJA 2ª.—Pero el cementerio estaba demasiado oscuro.
DOLORES.—Muchas veces yo he hecho estas oraciones en el cementerio con mujeres que ansiaban críos y todas han pasado miedo. Todas menos tú.
YERMA.—Yo he venido por el resultado. Creo que no eres mujer engañadora.
DOLORES.—No soy. Que mi lengua se llene de hormigas, como está la boca de los muertos, si alguna vez he mentido. La última vez hice la oración con una mujer mendicante que estaba seca más tiempo que tú, y se le endulzó el vientre de manera tan hermosa que tuvo dos criaturas ahí abajo en el río, porque no le daba tiempo de llegar a las casas, y ella misma las trajo en un pañal para que yo las arreglase.
YERMA.—¿Y pudo venir andando desde el río?
DOLORES.—Vino. Con los zapatos y las enaguas empapados de sangre... pero con la cara reluciente.
YERMA.—¿Y no le pasó nada?
DOLORES.—¿Qué le iba a pasar? Dios es Dios.
YERMA.—Naturalmente. Dios es Dios. No le podía pasar nada. Sino agarrar las criaturas y lavarlas con agua viva. Los animales los lamen, ¿verdad? A mí no me da asco de mi hijo. Yo tengo la idea de que las recién paridas están como iluminadas por dentro y los niños se duermen horas y horas sobre ellas, oyendo ese arroyo de leche tibia que les va llenando los pechos para que ellos mamen, para que ellos jueguen hasta que no quieran más, hasta que retiren la cabeza: "otro poquito más, niño..." y se les llene la cara y el pecho de gotas blancas.
DOLORES.—Ahora tendrás un hijo. Te lo puedo asegurar.
YERMA.—Lo tendré porque lo tengo que tener. O no entiendo el mundo. A veces, cuando ya estoy segura de que jamás, jamás..., me sube como una oleada de fuego por los pies y se me quedan vacías todas las cosas, y los hombres que andan por la calle y los toros y las piedras me parecen como cosas de algodón. Y me pregunto: ¿para qué estarán ahí puestos?
VIEJA 1ª.—Está bien que una casada quiera hijos, pero si no los tiene, ¿por qué esa ansia de ellos? Lo importante de este mundo es dejarse llevar por los años. No te critico. Ya has visto cómo he ayudado a los rezos. Pero, ¿qué vega esperas dar a tu hijo ni qué felicidad, ni qué silla de plata?
YERMA.—Yo no pienso en el mañana, pienso en el hoy. Tú estás vieja y lo ves ya todo como un libro leído. Yo pienso que tengo sed y no tengo libertad. Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien y no te espantes de lo que digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón.
VIEJA 1ª.—Eres demasiado joven para oír consejo. Pero mientras esperas la gracia de Dios debes ampararte en el amor de tu marido.
YERMA.—¡Ay! Has puesto el dedo en la llaga más honda que tienen mis carnes.
DOLORES.—Tu marido es bueno.
YERMA.—(
Se levanta.)
¡Es bueno! ¡Es bueno! ¿Y qué? Ojalá fuera malo. Pero no. Él va con sus ovejas por sus caminos y cuenta el dinero por las noches. Cuando me cubre cumple con su deber, pero yo le noto la cintura fría como si tuviera el cuerpo muerto y yo, que siempre he tenido asco de las mujeres calientes, quisiera ser en aquel instante como una montaña de fuego.
DOLORES.—¡Yerma!
YERMA.—No soy una casada indecente; pero yo sé que los hijos nacen del hombre y de la mujer. ¡Ay, si los pudiera tener yo sola!
DOLORES.—Piensa que tu marido también sufre.
YERMA.—No sufre. Lo que pasa es que él no ansía hijos.
VIEJA 1ª.—¡No digas eso!
YERMA.—Se lo conozco en la mirada, y como no los ansía no me los da. No lo quiero, no lo quiero y, sin embargo, es mi única salvación. Por honra y por casta. Mi única salvación.
VIEJA 1ª.—
(Con miedo.)
Pronto empezará a amanecer. Debes ir a tu casa.
DOLORES.—Antes de nada saldrán los rebaños y no conviene que te vean sola.
YERMA.—Necesitaba este desahogo. ¿Cuántas veces repito las oraciones?
DOLORES.—La oración del laurel dos veces, y al mediodía la oración de Santa Ana. Cuando te sientas encinta me traes la fanega de trigo que me has prometido.
VIEJA 1ª.—Por encima de los montes ya empieza a clarear. Vete.
DOLORES.—Como en seguida empezarán a abrir los portones, te vas dando un rodeo por la acequia.
YERMA.—
(Con desaliento.)
¡No sé por qué he venido!
DOLORES. ¿Te arrepientes?
YERMA.—¡No!
DOLORES.—
(Turbada.)
Si tienes miedo te acompañaré hasta la esquina.
VIEJA 1ª.—
(Con inquietud.)
Van a ser las claras del día cuando llegues a tu puerta.
(Se oyen voces.)
DOLORES.—¡Calla!
(Escuchan.)
VIEJA 1ª.—No es nadie. Anda con Dios.
(YERMA se dirige a la puerta y en este momento llaman a ella. Las tres mujeres quedan paradas.)