Authors: Douglas Niles
Entonces comprendió que su captor debía de provenir de Kultaka. Con un cierto distanciamiento, se preguntó si su destino sería la esclavitud o el ara de los sacrificios. Esto último era lo más probable. Sin dejar de temblar, y con ojos despavoridos, observó al hombre para descubrir alguna señal de sus intenciones. ¿Matarla allí mismo? No parecía muy lógico; sin embargo, esta conclusión sólo sirvió para aumentar su terror sobre el futuro que le aguardaba.
Aparecieron otras figuras entre los matorrales, el séquito del caballero. Varios de los hombres llevaban jubones de algodón acolchados, teñidos de un color verde idéntico al de la vegetación. Una media docena iban casi desnudos, con un taparrabos hecho de un único trozo de tela. Dos de estos últimos la sacaron de las manos del caballero y la amordazaron. Después, la ataron con las manos delante.
El caballero susurró una orden en un idioma desconocido, y uno de los hombres tiró de la cuerda, arrastrando a Erix entre la espesura en dirección al este, hacia Kultaka y los enemigos de los nexalas.
A sus espaldas quedaron el valle de Palul, y mucho más lejos que nunca la ciudad mística de Nexal, corazón del Mundo Verdadero.
Mientras la muchacha avanzaba dando traspiés, la vegetación se cerró detrás de ella, del caballero y de su séquito. Muy pronto la única huella de su paso fue una mancha roja en las hojas de vez en cuando: la sangre que manaba de las heridas hechas por las garras en los hombros de Erix.
—¿Cómo es posible que ninguno de mis sacerdotes más sabios pueda explicar un portento de tanta magnitud?
Naltecona abandonó su asiento y se paseó arriba y abajo del estrado. Su amplia capa, hecha de plumas verdes y resplandecientes, bordadas en la más fina tela de algodón, flotó casi ingrávida en el aire a sus espaldas.
El gran gobernante se detuvo, y la magia de la
pluma
elevó poco a poco la capa hasta convertirla en un abanico detrás de su cuello, como si fuese la cola esmeralda de un pavo real exhibiéndose. Naltecona observó a los sacerdotes que tenía delante con una mezcla de desprecio y desesperación.
—¡Tú, Caracatl! —Fijó su terrible mirada en un clérigo tembloroso—. ¿Qué tiene que decir el gran patriarca de Tezca acerca de este mensaje de los dioses? —Naltecona señaló a un hombre con el rostro manchado de ceniza blanca. Vestía una túnica rojo oscuro, y su cuerpo era casi esquelético a consecuencia de sus frecuentes ayunos.
—Excelentísimo canciller —respondió Caracatl, muy solemne, sólo con un leve temblor en la voz—, el fuego que arde en el cielo, por encima de Nexal, es desde luego una señal, y es obvio que proviene de Tezca Rojo, dios del sol. Mis hechizos revelan que vemos el reflejo nada menos que de su gran espíritu. Es una señal del hambre del dios, reverendísimo señor. ¡Tezca desea más sangre para alimentar su llama portadora de vida!
Naltecona le dio la espalda al sacerdote, y la capa siguió su movimiento con mucha elegancia. El gobernante pasó junto a la fila de cortesanos y servidores formados detrás de su trono, y las brillantes plumas de la capa azotaron sus rostros. Si bien todos eran nobles y personas de gran riqueza, iban vestidos con prendas de algodón basto, desprovistas de cualquier adorno; ninguno fue capaz de ocultar su temor ante la presencia del canciller, ni se atrevió a levantar la mirada al paso de Naltecona.
De pronto, el príncipe se volvió y miró a otro de los cuatro sacerdotes que permanecían en los escalones de su estrado.
—Atl—Ollin, quizá tú puedas echar un poco de luz sobre este tema. Sin duda, Calor desea el sacrificio de otro infante. —Un toque de ironía asomó en los labios del canciller; sin embargo, el sacerdote de Calor no lo advirtió, porque miraba al suelo como correspondía al protocolo.
También este clérigo era un hombre delgado, pero, a diferencia de Caracatl, que tenía la piel cubierta de mugre y ceniza, la suya aparecía limpísima. Incluso se veían lastimaduras allí donde se había herido a sí mismo al frotarse vigorosamente con la piedra pómez que utilizaba como jabón ritual.
—Creo, excelentísimo canciller, que, por desgracia, Calor ha preferido guardar silencio respecto a este presagio. —El hombre ataviado de azul se frotó las manos—. Nadie duda de que esta estrella que brilla de día, cada vez más resplandeciente en las últimas diez jornadas, es un portento que puede augurar un cataclismo.
—Al menos es una respuesta sincera —murmuró el canciller, mientras reanudaba el paseo por el estrado.
Los cortesanos se inclinaron al paso de la figura real, sin ocultar su inquietud.
—¿Y tú, Hoxitl? —Naltecona hizo una pausa delante de un tercer sacerdote—. Por favor, comparte tus noticias con nosotros. ¿Cuál es la voluntad de nuestro Primer Dios? —En esta ocasión, el interpelado era un hombre esquelético y encorvado. La piel de su cara, tensa sobre los huesos, mostraba las cicatrices de las heridas de penitencia requeridas por Zaltec. Tenía las manos rojas, teñidas con el tinte ritual utilizado para distinguir a los servidores más fieles de Zaltec, aquellos que exhibían la marca honrosa conocida con el nombre de Mano Viperina.
El detalle más sorprendente lo daba su abundante cabellera; Hoxitl, como todos los monjes de Zaltec, empapaba sus cabellos con la sangre de las víctimas de los sacrificios, y aquéllos, una vez secos y peinados, formaban una masa negra de tirabuzones.
—Zaltec arde de impaciencia, reverendo canciller Naltecona. Debo buscar el consejo de los ancianos inmediatamente. Antes del anochecer iré a la Gran Cueva. Sólo después de hablar con ellos, cuando haya escuchado la sabiduría de los Antepasados de la Oscuridad, me atreveré a hacer conjeturas acerca del significado de esta señal. —En ningún momento el hombre se enfrentó a la mirada de Naltecona, pero su voz no temblaba—. De todas maneras, sé que ha pasado más de un año sin una sola fiesta de victoria. Quizá nuestro Primer Dios está hambriento.
Hoxitl, patriarca de Zaltec, permaneció firme ante la mirada de su príncipe. No obstante, tenía la frente perlada de sudor y las gotas se escurrían entre los cabellos teñidos de sangre.
—Debemos conseguir cautivos, cuantos más mejor, para poder ofrecer sus corazones a Zaltec. —Hoxitl se atrevió a hablar con firmeza, aunque sin levantar la mirada—. ¡Tal vez sea la única manera de borrar del cielo el augurio nefasto!
Naltecona no mostró desprecio, aunque sí sacudió la cabeza como si no estuviese muy convencido, antes de mirar a otro sacerdote. éste devolvió la mirada del canciller con otra de calma y paciencia.
—¡Y tú, Coton! —Naltecona habló con suavidad, con un tono de añoranza juvenil—. Desearía tanto poder escuchar tus palabras... ¿Qué sabiduría ocultas detrás de tu escudo de silencio?
Coton, resplandeciente en su sencilla túnica del más puro algodón, asintió en señal de respeto pero, desde luego, no contestó. Naltecona se giró una vez más y, llevado por su nerviosismo, volvió a recorrer el estrado como una fiera enjaulada. Por fin hizo una pausa junto al trono. En la pared más lejana de la sala, y muy alta, había una ventana estrecha. Incluso ahora podía ver el brillo insolente del presagio, más brillante que el propio sol, pese a que era mediodía.
—¿Acaso eres el símbolo del Retorno? ¿Quieres advertirnos que Qotal volverá al Mundo Verdadero? —Naltecona habló pensativo; después permaneció en silencio durante unos momentos, hasta adoptar una resolución. Enseguida se dirigió a uno de los cortesanos—. Que preparen una docena de esclavos para la ceremonia de Tezca de esta noche. Informa a mis generales que organicen una expedición contra Kultaka. ¡Su misión será la de conseguir prisioneros para el altar de Zaltec!
A muchos miles de kilómetros de distancia, una torre se elevaba en un ángulo absurdo. La estructura angosta y de techo cónico de tejas construida en un páramo de arena roja, en lugar de erguirse recta y orgullosa hacia el cielo, se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. En abierto desafío a las leyes de la gravedad, proclamaba con su existencia que había un poder superior: la magia.
En el interior de la torre, todo parecía normal y las paredes se veían verticales. Una escalera de caracol imbricada en los muros conducía desde la habitación, a nivel del suelo, hasta otra en lo más alto. El resto de la estructura consistía en un cilindro hueco. En la parte central no había nada ni nadie, excepto una figura que se movía con paso lento y deliberado.
Kreeshah... barool... hottaisk.
Una vez y otra, la frase resonó en la mente de Halloran. Había estudiado las palabras, los componentes verbales del hechizo del proyectil mágico, hasta que el cerebro se le hizo agua, pero su maestro insistía en la concentración.
Halloran subió la escalera con mucho cuidado, sosteniendo la jarra humeante con las dos manos. Le faltaban dos vueltas para llegar a lo alto de la torre, al laboratorio del hechicero, a...
¿A qué? El joven no quería saberlo.
El acto que realizaba ahora el hechicero Arquiuius, un poderoso sortilegio de invocación, había provocado en Halloran un miedo sin precedentes. La criatura, encerrada dentro del esquema mágico, llevaba ya tres días con sus correspondientes noches tomando forma, y con cada hora parecía añadir una nueva pústula, un tentáculo hinchado, o un globo que rezumaba pus. Hal suponía que éstos debían de ser los ojos, si bien los había por docenas en la masa deforme que ocupaba casi todo el centro de la habitación.
Kreeshah... barool... hottaisk.
Repitió las palabras una vez más, pero le costaba concentrarse. Era muy temprano, aún no había amanecido, y apenas si había podido dormir, desde que su maestro había iniciado el hechizo. «Debo ser más disciplinado», pensó Halloran, al recordar la gran deuda que tenía con el mago. Arquiuius lo había recogido siendo huérfano, un golfillo veterano en la vida callejera, que había perdido a su familia en las guerras, y lo había llevado allí. Halloran se había ocupado de diversas tareas menores para el hechicero. Ahora, a medida que crecía, Arquiuius había comenzado a enseñarle los arcanos de la magia. Quizás, algún día, Halloran sería un brujo tan poderoso como su maestro.
Sin dejar de pisar con mucha cautela cada uno de los resbaladizos y gastados peldaños, el aprendiz de mago recorrió otra vuelta. Le faltaba sólo una.
—¿Qué hago aquí? —Formuló la pregunta en voz alta, impulsado por una curiosidad genuina. Desde luego, se sabía poseedor de las aptitudes que Arquiuius había visto en él años atrás. Ahora, el joven era capaz de lanzar un dardo explosivo mágico desde la punta de sus dedos, o hacer que un campesino se durmiera mientras empujaba el arado. Podía encantar a un posadero para conseguir una noche de alojamiento gratuito, o crear una luz mágica en una habitación a oscuras. Jamás, había proclamado Arquiuius, un aprendiz había conseguido tanta maestría cuando aún le faltaban años para dejarse crecer la barba!
Los escalones pasaron demasiado deprisa, a pesar de que Halloran caminaba cada vez más despacio a medida que se acercaba al rellano y a la gran puerta de roble.
«¿Por qué no empuñé la espada y el escudo como mi padre?», se lamentó. Pero ya no tenía tiempo de responder a la pregunta.
La puerta se abrió en silencio, como si tuviese voluntad propia, y Hal intentó controlar el temblor de sus manos, mientras entraba en el laboratorio. Tenía los ojos llenos de lágrimas debido a la irritación provocada por el humo acre que salía de la jarra; sin embargo, alcanzó a ver que la forma había desarrollado más tentáculos. En varios puntos de la piel habían aparecido unos agujeros húmedos, que se abrían y cerraban como la boca de los peces.
Arquiuius permanecía en la misma posición de las tres jornadas anteriores, sentado con las piernas cruzadas y los ojos abiertos. El hechicero siempre había sido delgado, pero Halloran lo encontró ahora esquelético. A sus espaldas, a través de la ventana, se podía ver el horizonte inclinado de los desiertos de Thay iluminados con la primera luz del alba. Desde luego, Halloran sabía que era la torre, no el horizonte, la causa de la inclinación; sin embargo, la distorsión de la gravedad conseguida por Arquiuius nunca dejaba de sorprenderlo.
Ahora, Hal,
ordenó una voz en su cerebro, y él comprendió que le hablaba su maestro, aunque el viejo no había movido los labios. Con mucho cuidado, el joven rodeó la forma que crecía, y con el pulso casi firme le alcanzó la jarra humeante a Arquiuius.
De pronto un tentáculo rosado se disparó como un látigo desde los confínes mágicos de la criatura. Con profundo horror, Halloran vio cómo el asqueroso miembro hacía presión contra el límite del dibujo trazado en el suelo; poco a poco, se abrió paso a través de la barrera encantada.
¡Ahora!
La orden del hechicero resonó en la mente del joven. Con gran rapidez se volvió hacia el maestro, y la desesperación inundó su pecho al ver el rostro de Arquiuius. ¿Era miedo lo que veían sus ojos?
La masa se agitó una vez más, y un tallo de carne voló hacia Halloran. En una reacción instintiva, saltó hacia atrás y salvó la vida por los pelos, mientras el terrible azote le arrancaba la jarra de las manos.
—¡No! —La voz de Arquiuius, dominada por el terror, sonó con toda claridad.
La jarra cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Una nube de gas rojo surgió del contenido desparramado; el aprendiz retrocedió dando tumbos.
Contempló atónito la aparición de una boca enorme entre el humo y escuchó el terrible grito de agonía del hechicero. Se desplegaron, hilera tras hilera, los dientes curvos, derramando una baba ácida sobre la patética víctima.
Dejándose llevar por sus instintos primarios, Halloran salió del laboratorio como una centella y bajó de dos en dos las numerosas vueltas de la escalera hasta llegar a la puerta inferior. En cuanto la atravesó, cayó de bruces.
Había olvidado compensar la diferencia de gravedad con el mundo exterior.
Se levantó de un salto sin perder un segundo y corrió hacia el desierto. Pensó que el corazón le estallaría pero no dejó de correr. Nada en el mundo lo haría volver a aquel mundo de pesadilla. Se oyó un trueno, y la torre se hundió en medio de una gran cortina de humo. él ni se molestó en mirar atrás y siguió al mismo ritmo, desesperado, mientras los rayos del sol naciente alumbraban los escombros.
Millares de plumas verdes, rojas, amarillas y azules dispuestas en un círculo formaban un enorme dosel. El pulso rítmico y silencioso de la magia de la
pluma
levantaba y bajaba el dosel como si fuese un abanico que refrescaba la antesala. Pese a ello, había gotas de sudor en la frente del esclavo que recibió con una reverencia al Caballero águila.