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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (46 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Apareció un brillo en los ojos de Ché.

Ash se arrepintió al instante de sus palabras, aunque antes de poder añadir nada rompió a toser de nuevo.

Ché le tendió el vaso de madera con agua. Ash se inclinó y escupió al suelo. Tomó un sorbo del preciado líquido para aliviar el escozor de la garganta, y entonces Ché alargó una mano, cogió algo y se lo tiró en el regazo. Era una hogaza de pan duro envuelto en papel y de la que ya se habían comido la mitad. Ash oyó cómo le rugían las tripas mientras devoraba el pan con los ojos.

Mientras comía, en su interior se aplacaba la ira que le despertaba el joven diplomático, y la rabia que sentía por su traición remitía poco a poco. Masticó el último trozo de pan y después de tragarlo permaneció un rato sentado inmóvil, sin saber muy bien qué decir. Las bandadas de pájaros estriaban el cielo nocturno, pasaban chillándose unos a otros, asustados por los cañonazos que sonaban como meros fuegos de artificio. En la calle, un hombre gritaba con desesperación el nombre de alguien.

—Llegado el momento, podríamos nadar hasta la orilla —dijo al cabo Ash.

Ché lo miró de arriba abajo.

—¿Con este tiempo? Tiene usted pinta de que un chapuzón en agua fría lo mataría, Ash, así que no hablemos ya de atravesar el lago a nado.

—Dame un par de días, ya verás. Además, aquí el agua no está tan fría.

—¿Y qué hará después si lo conseguimos?

Ash siguió con la mirada la hilera de antorchas que se extendía por la costa occidental y, pasados unos segundos, dejó escapar un suspiro largo y contenido.

—Alertaré a mi gente, Ché. Eso haré.

Notó el peso del frasquito de arcilla que llevaba colgado alrededor del cuello y que tiraba de su conciencia.

—Pero antes tengo que ver a una madre para hablarle sobre su hijo.

Había un truco para conciliar el sueño por la noche, y Ché lo había practicado hacía tiempo. En el pasado no había tenido más que posar la cabeza sobre la almohada y relajarse concentrándose en la respiración cada vez más profunda, y enseguida se había sumido en una reconfortante inconsciencia.

Pero entonces, cuando le enseñaron el truco, era más joven y vivía preocupado únicamente por el presente, como todos los muchachos, en vez de pensar en los días pasados o en los que están por venir. Todavía no conocía las inquietudes que asolan la mente del adulto. Ahora, sin embargo, en su cabeza se libraba una pugna dialéctica que se acrecentaba en el silencio de la cama, de modo que dormirse se había convertido en una cuestión de fuerza de voluntad más que de relajación, en una batalla más que en un acto de sumisión, y el simple hecho de intentarlo lo alejaba aún más de su propósito.

Así pues, pese a que se sentía exhausto, Ché daba vueltas en la cama, inquieto, mientras transcurrían las largas horas de la noche sin apenas pegar ojo. No podía dejar de pensar en su madre en Q’os, y se le aparecían unos fantasmas con garrotes que se cernían sobre ella mientras dormía. Su memoria también lo trasladaba a su infancia, transcurrida en los confines embriagadores del templo Sentiate, rodeado de soledad y jugando sin la compañía de otros niños, asistiendo aburrido a las interminables clases sobre Mann y con el espíritu curtido por las purgas ocasionales.

Pero sobre todo pensaba que ni siquiera ahora se hallaba libre de la orden, pues sabía que ésta nunca permitiría que un diplomático se saliera del rebaño y viviera para contarlo.

Sasheen enviaría a los gemelos en su busca. Era muy posible que ya estuvieran de camino.

En un momento dado, entrada la noche, oyó que Ash daba unos golpecitos a un objeto en la habitación contigua y siguió los pasos del anciano extranjero descendiendo la escalera. A continuación advirtió un ruido de cacharros y de golpes en la cocina y luego los pasos de regreso y el chirrido de la puerta cerrándose de nuevo.

El roshun sólo era una preocupación más de las que se acumulaban en su cabeza.

Al final renunció a cualquier posibilidad de dormir; se levantó de la cama con un gruñido y se frotó el rostro para espabilarse.

Ash dormía envuelto en mantas en la habitación de al lado, respirando trabajosamente. Junto a su cama había una botella de vino vacía y un tarro con una sustancia que olía a miel. El extranjero de tierras remotas tosió un par de veces y se rascó debajo de la manta, pero no se despertó.

Ché volvió por la manta que había estado utilizando y la desplegó encima del roshun. Luego desvalijó la mochila que había sobre su propia mesita de noche hasta que encontró el paquete con el frasquito con jugo de árbol salvaje. Trató de recordar la dosis que debía tomar para apaciguar su glándula pulsátil, pues era la primera vez que recurría a la sustancia. Por lo menos sabía que era muy fácil excederse en la cantidad; y, por tanto, activar el impulso suicida que de otro modo sólo obedecía a la voluntad.

Dejó caer una gotita en la lengua, volvió a guardar el frasquito en la mochila y la empujó debajo de la mesa, donde estaría a buen recaudo. El jugo de árbol salvaje tenía un sabor amargo y asqueroso.

Comprobó que su pistola estuviera cargada y la guardó en la funda. Todavía tenía la capa empapada. Echó un vistazo a través de la ventana y vio sin esfuerzo las estrellas entre las nubes dispersas que se deslizaban por el cielo. Abrió la ventana y puso a secar la capa, colgándola del alféizar.

El jugo le hacía cosquillas en la lengua mientras descendía por la escalera hasta la planta baja de la casona vacía y salía por la puerta principal en dirección a la entrada a la propiedad. Se detuvo un momento en la acera de la calle y prestó atención al intercambio de cañonazos en el este.

Dio la espalda a la batalla y divisó las aguas cercanas del lago, un manto negro que aparecía entre dos hileras de casas. Atraído por ellas, recorrió la calle, cruzó la ancha avenida, bajó a la orilla resbaladiza llena de hierbas del lago y se detuvo a un palmo del agua.

Frente a él, las llamas de las hogueras se retorcían a lo largo de las orillas lejanas. Todavía había botes surcando el lago que debían de dirigirse a las desembocaduras del Chilos y del Sorbo con la esperanza de arribar sin contratiempos a un lugar seguro.

«Debería estar a bordo de uno de esos botes —pensó Ché con amargura—. Debería irme lo más lejos posible de este lugar.»

A regañadientes, se dio la vuelta y contempló las luces y escuchó el fragor del centro de la ciudad mientras se preguntaba cuánto tiempo le quedaría hasta que cayeran sobre él.

La anciana se agachó en la orilla de la isla flotante, con el agua por los tobillos y la falda recogida y atada alrededor de los muslos; cortó con un cuchillo un tallo de hierba del lago y lo arrojó a la cesta que tenía al lado.

Los cañones dejaron de disparar momentáneamente desde el puente crepitante. La anciana oyó el ruido leve que hacía un objeto al impactar contra la superficie del lago, no muy lejos de donde estaba ella, y a continuación el murmullo repentino de agua chorreando.

La mujer dejó lo que estaba haciendo y levantó la mirada, sujetándose a la cesta con la mano libre para o perder el equilibrio.

—¿Quién anda ahí? —inquirió con la voz temblorosa por la edad.

No obtuvo respuesta, pero la anciana podía sentir una presencia cercana y su mirada. Se puso derecha con el cuchillo en la mano. Se oyó otro impacto contra el agua y el mismo murmullo de agua cayendo sobre la masa líquida del lago.

—¡He preguntado que quién anda ahí! —espetó de nuevo, y retrocedió un par de pasos hasta salir completamente del agua.

—Soy yo, madre, tu hija —respondió una voz femenina, joven, cercana.

La anciana se sobresaltó llena de desconfianza.

—¿Cómo? Yo no tengo hijos. ¿Quién eres?

Notó en los dedos de los pies la caricia del agua agitada y advirtió cerca de su boca un aliento que olía a especias.

—Deja de jugar con ella. ¿No ves que es ciega? —dijo en voz baja una voz masculina—. Swan, ayúdame con la ropa antes de que muramos congelados.

—Ciega o no, sigue siendo una testigo.

El corazón de la anciana se detuvo en cuanto sintió en la garganta la presión del filo gélido de una hoja. No se atrevió a moverse, y sus ojos inútiles se movían de un lado a otro por propia iniciativa.

—Una anciana sin hijos —dijo en tono de censura la voz femenina.

—¡Swan!

Un dolor abrasador le atravesó el cuello. Tosió con la boca llena de una mezcla de sangre y saliva. Mientras se ahogaba, se agarró el cuello con la mano y el líquido caliente se deslizó entre sus dedos. Le cedieron las rodillas y se derrumbó sobre las hierbas del lago, con una mano hundida en el agua a merced de la corriente, respirando entrecortadamente como un pez fuera del agua.

«Tendría que agradecérmelo», fue lo último que oyó.

Cientos de personas colapsaban las calles y se arremolinaban en las inmediaciones del gran Canal Central, compitiendo por ocupar las plazas disponibles en el puñado de embarcaciones que ultimaban los preparativos para la partida.

Ché veía gente tan desesperada como para meter a familias enteras en botes improvisados, hechos con puertas de madera acopladas a haces de hierbas del lago; había mujeres con bebés en brazos, niños cargados con cestas, tarros o sujetando las correas de perros que no paraban de ladrar; los abuelos mascullaban oraciones.

El ejército khosiano había pernoctado en la ciudadela —en el centro de la ciudad flotante— y en las calles y los edificios adyacentes. La Guardia de la Casa de Tume se esforzaba por mantener algún tipo de orden, mientras que los soldados del ejército daban tumbos por la ciudad borrachos y agotados, o meaban en los callejones, o chapoteaban como niños en los tanques públicos de agua, o fornicaban con las prostitutas, lo suficientemente desesperadas como para aceptar pasar un rato con ellos a cambio de una moneda. Ché pasó por encima de un miembro de la Guardia Roja que roncaba en medio de la acera y bajo el toldo de una tienda. En su interior, Ché vio de refilón que estaba produciéndose una pelea entre dos grupos de hombres y que uno de los contendientes retrocedía con un cuchillo sobresaliéndole del muslo.

«Las secuelas de la batalla», pensó Ché. Hombres como él, exhaustos hasta decir basta, pero que tras salir vivos de la contienda están demasiado alterados como para simplemente descansar. Apenas si se parecían a los hombres que le habían causado en conjunto una honda impresión la noche anterior.

Una puerta se abrió de golpe cuando pasaba por delante de la boca de un callejón y una pareja salió tambaleándose envuelta por una nube de humo, seguida por un torrente de música y de risas. Ché se detuvo para mirar el letrero colgado encima de la puerta y en el que podía leerse «El reposo de Calhalee» sobre la imagen de una mujer con el cabello alborotado y con un pez colgándole de la boca.

Había visto aquel nombre antes, en algún lugar. Calhelee. La Madre Fundadora de Tume, cuyos veinte hijos hambrientos se convirtieron en los progenitores de las familias más importantes de la ciudad.

Ché enfiló hacia la puerta abierta y entró. Bajó un tramo de escalones de madera y se topó con un sótano alargado y de una anchura que apenas si permitía contener el par de centenares de soldados que lo copaban. Los hombres estaban completamente borrachos, y competían entre sí para ver quién conseguía alzar la voz por encima del ruido de la banda que estaba tocando en el escenario. Ché advertía la humedad que flotaba en el aire impregnado de sudor, entre el humo del hazii y de la grandiela que se arremolinaba en columnas densas como nubes.

Apenas podía oír sus propios pensamientos, y más bien se alegró de ello. Se dirigió hacia la barra que se extendía a lo largo de la pared izquierda del local. Allí se habían congregado los oficiales, repantigados en los taburetes o apoyados en ellos, entremezclados con una legión de prostitutas. Resbaló, y cuando bajó la mirada al suelo vio un charco oscuro y descubrió que estaba caminando por un tramo de cristal que cubría un pozo cuyas paredes de madera se abrían paso hacia las profundidades cortando las hierbas del lago que poblaban el fondo. Entre el bosque de botas vislumbró en el agua unos destellos de luz fantasmagórica.

Su instinto de jugador lo empujó a abrirse paso hasta el fondo del sótano, donde encontró una gran mesa ovalada en la que se desarrollaba una partida de rash. Los hombres estaban concentrados en sus cartas, de modo que el ambiente era más tranquilo en ese extremo del local.

Observó el desarrollo de la partida unos minutos. Dos jugadores estaban pugnando por la puesta: un hombre vestido con una túnica púrpura de Hoo y una chica con el pelo corto y el atuendo negro de cuero propio de los Especiales. Todas las sillas alrededor de la mesa estaban ocupadas, si bien uno de los jugadores dormía estruendosamente con la cabeza caída hacia atrás y la boca abierta. Ché lo empujó con el dedo sutilmente en el hombro hasta que el tipo cayó de costado al suelo, y se oyeron algunas risitas entre dientes cuando se deslizó para ocupar su lugar como un jinete acoplándose a su silla de montar.

Se mostraron las cartas, y la muchacha con el traje de piel se quedó mirando cómo su contrincante arrastraba hacia sí sus monedas desde el centro de la mesa.

—¿Cuál es el límite? —preguntó Ché a los jugadores de su alrededor.

—El alma —masculló una voz a su lado.

El tipo que le había respondido llevaba ropa de civil y lucía una barriga prominente. Frente a él tenía una jarra de vino y un plato con brochetas de carne, y estaba lamiéndose los labios grasientos cuando Ché se volvió hacia él para hacerle un gesto cortés con la cabeza.

—Se juega fuerte —repuso el diplomático, sacando su monedero del bolsillo.

Volcó un puñado de monedas en la palma de la mano y las depositó formando una columna en la mesa. Eran moneda local, la mayoría de plata, aunque también había alguna que otra de oro: todos sus ahorros para casos de emergencia.

Mientras se repartían las cartas, cada uno de los jugadores lanzó una moneda al montón de la puesta. Ché echó un vistazo a la chica que tenía sentada enfrente, ahora con los ojos cerrados, pero cuando el viejo soldado a su derecha miró sus cartas y las desechó con una mueca de fastidio, los abrió una pizca para estudiar sus propias cartas, haciendo un mohín con los labios.

«Un poco joven para ser una especial», pensó Ché antes de percatarse de la banda que la identificaba como personal sanitario y que llevaba alrededor del brazo.

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