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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (29 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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De todos modos habría protestado más si no hubiera visto que los comerciantes se aprovechaban en la misma medida de los soldados del ejército, que al igual que Ash tenían que comprar comida con el dinero de sus pagas. Lo mismo hacían los comerciantes del tren de suministros que andaban a la caza de oportunidades, o los innumerables vendedores de alimentos que revoloteaban a su alrededor a la hora de la comida como moscas carroñeras.

Ash se sorprendió de que el ejército no alimentara a sus propios hombres, y estuvo preguntándose cómo era posible eso hasta que oyó de pasada una conversación entre un soldado y una prostituta aburrida en la que el hombre intentaba pagarle con manzanas podridas. Su paga no le llegaba para mantenerse durante la marcha, le explicó, y ya tenía deudas contraídas con su oficial superior. Cuando saquearan un pueblo o ganaran una batalla se recuperaría, pues los botines y los esclavos se repartían entre los hombres después de que cada oficial hubiera recibido su parte.

Ash comprendió que el beneficio propio era lo que empujaba a marchar a muchos de aquellos hombres. Y lo mismo ocurría con los civiles que los acompañaban, pues los pocos con los que Ash había intercambiado alguna palabra le habían contado historias parecidas sobre deudas astronómicas con terratenientes y prestamistas, y sobre la imposibilidad de encontrar trabajos que no fueran temporales en las regiones donde abundaban los esclavos. Estaban desesperados, y en su desesperación habían vendido lo que les quedaba y habían comprado su pasaje para acudir allí en manada.

Ash solía caminar solo durante las largas jornadas de marcha por las colinas. Continuó con la historia inicial del guardaespaldas cuyo jefe se había ahogado durante la tempestad. No obstante, apenas si tenía que recurrir a ella. La mayor parte de las veces iba y venía a su aire por el tren de suministros, siempre poniendo cuidado en mantener las distancias con la señora Cheer y las chicas; una tarea que no era difícil dada la multitud de gente, y sólo las vio una vez durante los primeros días de la marcha. La señora Cheer había contratado a un hombre nuevo, un joven larguirucho y delgado que llevaba una capa de lana marrón y utilizaba la espada para cortar leña.

Ash mantenía una actitud reservada; eran pocos a los que hablaba y muchos a los que escuchaba. Siempre con sus ojos ávidos por atisbar a Sasheen.

Capítulo 20

La Balsa de Juno

El asentamiento de la Balsa de Juno se encontraba al sur de la Racha de Viento, el bosque mitológico que se extendía por la región central de Khos. Durante los meses de verano, el cálido asago que soplaba de levante arrastrando la arena del lejano desierto alhazií mecía las frondas de sus árboles; y durante las estaciones más frías los ramajes se sacudían estrepitosamente por alguna que otra tormenta del shoné, que barría todo el Midères desde el continente septentrional y que, según se decía, era un viento que provocaba depresión y locura a quienes habitaban los parajes situados en su trayectoria.

Al este, el bosque de la Racha de Viento encontraba su límite natural en el caudaloso Chilos, el río sagrado de Khos, célebre tanto por sus propiedades de purificación de la mente y del espíritu como porque sus aguas nunca se helaban, ni en los días más severos del invierno. El río tenía sus fuentes en los manantiales de agua caliente del lago Hirviente, sede de la antiquísima ciudad flotante de Tume, y sus aguas se deslizaban serpenteando lentamente hacia el sur hasta la bahía de las Borrascas, y durante su curso su temperatura apenas si descendía unos grados.

El asentamiento de la Balsa de Juno se levantaba dividido en dos por el Chilos en las riberas de un ensanchamiento del río. En la orilla occidental se encontraban el fuerte y el campamento de las tropas de reserva de élite khosianas, los Hoo —llamados así por su característico grito de batalla—, que sumaban un total de dos mil unidades de infantería pesada. Junto a ellos se alzaban los complejos de los templos, con sus zonas de baño construidas en piedra y sus campanas de bronce, que daban la hora con unos graves tañidos que se propagaban por las aguas mansas del río. Entre los templos se habían establecido numerosos campamentos, y miles de devotos lavaban sus pecados en las aguas caudalosas.

La orilla oriental era todo lo contrario; un lugar repleto de tabernas, de comerciantes de zels y de tiendas ambulantes; una escala para los viajeros y las caravanas de mercaderes, un centro comercial. Era allí, en la orilla oriental, donde el ejército khosiano había acampado para pasar la noche, en los límites del asentamiento civil. Las barcazas no paraban de transportar hombres y suministros de una orilla a la otra del río en medio de la oscuridad.

Como la mayoría de los hombres, Toro estaba metido en el río, desnudo y con el agua hasta la cintura. Se le hundían los pies en el lecho arenoso mientras se lavaba. A su alrededor los hombres renegaban del agua fría, aunque estaba más o menos a la temperatura que le correspondía en aquella época del año. Un puñado de monjes que acompañaba al ejército se lavaba aparte, en un silencio abnegado. Eran los silenciosos hombres nube de Dao, que los bendecirían antes de la batalla en el nombre del Gran Necio. Toro se echó agua en el pecho con la mano y observó cómo salía repelida de su piel convertida en diminutas chispas azules. Allí donde el agua caía rociada sobre la superficie quieta del río, la espuma ardía fugazmente con la misma luz fantasmagórica. El efecto era conocido como las Lágrimas de Callhale, una figura legendaria del lago Hirviente, a la que no sólo debía la alta temperatura de sus aguas, sino también esas fabulosas e inquietantes propiedades.

Toro había estado en aquel río en una ocasión anterior, de muchacho. Su padre lo había llevado junto con su hermano pequeño a instancias de su madre. Entonces como ahora, Toro había experimentado una sensación vigorizante en las aguas purificantes del río sagrado, pero nada más. Tal vez sus propiedades espirituales eran una tontería; o tal vez lo que fuera que contaminaba su espíritu estaba demasiado arraigado en su ser como para purgarlo con la poca fe que poseía.

Al norte, al otro lado del río, el bosque aparecía como una muralla de árboles que se erguía negra e inmóvil bajo las estrellas. Del interior de la arboleda llegaba el ruido estridente de golpes, como si unos pájaros gigantes estuvieran perforando los troncos. En realidad, se trataba de la señal de alarma de los contrarè, los cazadores recolectores de espíritu libre y ocasionales bandoleros del bosque. Toro se los imaginó observándolos cautelosamente, con sus rostros afilados y vestidos con sus ropas confeccionadas con corteza de árbol.

Su propia madre había sido una contrarè antes de casarse con su padre, un comerciante de pieles de Bar-Khos, y mudarse con él a la ciudad para formar una familia. La madre de Toro apenas si le había hablado sobre su pueblo, salvo por las historias que le contaba en la cama antes de dormir y las canciones que le cantaba cuando lo bañaba; además de las pequeñas supersticiones que su madre había adquirido durante su vida anterior en el bosque, como la señal que hacía cuando el cielo tronaba y refulgía con los rayos. Aun así Toro hablaba con un acento que había heredado algunas de las peculiaridades de la voz de su madre; además tenía un color de piel más moreno de lo habitual, y unos ojos rasgados que destacaban sobre sus pómulos prominentes. De niño la gente sabía qué era —un machacador de cortezas—, y muchas veces lo habían tratado como a un perro por eso.

Recordó esos días duros y amargos de su infancia, mientras veía que los soldados evitaban entrar en contacto con el curso del río que bajaba directamente desde su posición. Ahora no era porque fuera un sucio machacador de cortezas, sino porque era un asesino, el asesino de su héroe Adrianos.

A Toro eso le daba igual, o al menos eso decía para sus adentros. Desde una edad muy temprana había reaccionado violentamente contra las burlas y la cruel indiferencia de sus iguales. Había peleado con uñas y dientes para ganarse el respeto de esos khosianos, primero como camorrista callejero y después como soldado de la Guardia Roja. Al menos ahora no lo miraban por encima del hombro. No. Ahora lo temían.

Además, por fin era libre, y eso era lo único que le importaba en ese momento. A decir verdad había aceptado que iba a perder la cabeza en los confines sepultados de aquella celda. Y sin embargo, allí estaba, metido hasta la cintura en el Chilos, con las estrellas rielando en la superficie del agua y rodeado por el fulgor de las Lágrimas de Calhalee mientras los aromas del denso bosque flotaban pesados en el aire. Si resultaba que estaba disfrutando de sus últimos días de vida, difícilmente podía pedir algo más.

Se echó otro poco de agua en la cara y sacudió las manos para secarlas. Sus nudillos desfigurados, destrozados tras tantos años como luchador, crujieron fuerte. Paseó de nuevo la mirada por el bosque lejano. Toro nunca se había aventurado más allá de los centros comerciales dispersos a lo largo de los límites del bosque, a pesar de que éste formaba parte de su esencia. Lo llevaba en la sangre.

«¿Qué te detiene?», se preguntó Toro. Pero no logró dar con la respuesta.

Sus compañeros de fila en la chartassa charlaban sentados alrededor del fuego mientras se pasaban un odre de vino. Toro no abrió la boca, pues ya sabía que le harían el vacío. De hecho, cuando se plantó delante del fuego para calentarse y se frotó el cuerpo con las manos para secárselo, los soldados callaron por completo y evitaron mirarlo.

Toro frunció el ceño y enfiló hacia uno de los carromatos vecinos, con el fardo con su equipo debajo del brazo y la mochila a la espalda, y se vistió atropelladamente, lejos del calor y de la luz del fuego, aunque dejó la armadura apoyada contra el carromato, así como la espada corta enfundada. Se echó la capa por encima y se sentó con la espalda afirmada contra una rueda; hurgó en su mochila hasta que dio con su frasquito de aceite de madre. Vertió una pizca en su dedo y se frotó con él las encías alrededor de la muela, que estaba torturándolo de nuevo, sin apartar la mirada de los hombres acurrucados en torno a la hoguera.

«Están aterrorizados —se dijo Toro—. Saben que están marchando hacia el matadero.»

Pensó en la batalla que los aguardaba al final de la marcha y también él sintió miedo. La sensación agitó su interior y le hizo sentirse vivo.

Sacó su espada nueva de la funda y examinó las filigranas que recorrían el acero reluciente de la hoja. Estaba hecha de acero de Sharric fundido allí, en Khos, el de mejor calidad de todo el Midères, y Toro se puso a afilarla con una piedra de afilar.

A la luz de una hoguera cercana vio pasar al general Creed conversando con el coronel de los Chaquetas Grises. Bahn los seguía unos pasos por detrás, con el mismo gesto pensativo que le había visto cuando se habían conocido muchos años atrás, en las ciénagas que se extendían entre las murallas, cuando las dos primeras defensas del Escudo ya habían caído y la tercera estaba a punto de hacerlo. Los hombres andaban desperdigados y con la moral más baja que nunca.

Bahn reparó en él y le dirigió un escueto saludo con la cabeza, aunque Toro se fijó en que no se detenía a intercambiar unas palabras con él.

El ex luchador se quedó mirando fijamente a Bahn, mientras éste desaparecía en la oscuridad que se extendía más allá del cerco de luz de la hoguera.

El joven Wicks apareció caminando a trompicones en dirección a Toro desde detrás de las figuras engullidas por la penumbra, bebiendo vino de un odre flácido. El muchacho trastabilló y cayó rodando por la hierba, y después se levantó haciendo como si nada hubiera ocurrido. También estaba solo, aunque en su caso parecía que era por elección más que por otra cosa.

Divisó a Toro en la oscuridad y se dejó caer como un peso muerto a su lado.

—¡Eh, campeón! —dijo jadeando mientras ofrecía el odre a Toro.

Toro meneó la cabeza. El alcohol lo transformaba de tal manera que no podía confiar en sí mismo. No desde que el día que se había presentado en casa de Adrianos y lo había troceado como a un ciervo.

Wicks se acomodó junto a él con un cuidado exagerado, con la espada apoyada contra la rueda del carromato.

—Esta maldita expedición… —masculló mientras se masajeaba un pie—. Los pies están matándome.

—Esto no es nada. Tienes suerte de que no apretemos la marcha.

Pero mientras hablaba, Toro sentía el dolor de sus propios pies y de su espalda, y sabía que antes de mejorar empeoraría. Después de un año metido en la celda su condición física era un asco, a pesar de que se había esforzado por mantenerse en forma.

—«Nada», dice. Y yo con los pies destrozados.

Toro oyó por segunda vez unos rugidos humanos en la distancia.

—¿Qué demonios es eso? ¿Hay una pelea?

—Sí. Ya han empezado otra vez. Los Grises contra los Voluntarios. En esta ocasión dos campeones de lucha de manos desnudas.

Wicks paseó la mirada en derredor con el brillo de la hoguera reflejado en sus grandes ojos.

Toro comprendió que el chico estaba aburrido, y eso le recordó su propio aburrimiento y la impaciencia que lo acompañaba. Suspiró, arrebató al muchacho el odre de vino, y le dio un trago largo que le supo a gloria antes de devolvérselo.

—¿Sabes? Te vi luchar una vez. En la pelea que te convirtió en el campeón de Bar-Khos.

—Espero que apostaras por mí.

—Ojalá lo hubiera hecho, pero pensé que eras un aspirante más. Me costaste toda una bolsa de monedas robadas. Aunque he de reconocer que valió la pena sólo por ver cómo peleabas. Pensé que al final ibas a matarlo.

—Y lo iba a hacer, pero me detuvieron.

—No me puedo creer que seas tú. El auténtico, aquí a mi lado. El mejor luchador de toda Khos. Es increíble.

Toro pasó la piedra de afilar por el filo de la espada sin prestar atención al muchacho. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un desconocido le confesaba su admiración. En otro tiempo había disfrutado de ese tipo de alabanzas, se había sentido importante recibiendo los halagos de la gente.

Ahora sólo era una prueba de lo volubles que eran la mayoría de las personas.

—Están hablando de nosotros otra vez —dijo Wicks con cierta indiferencia sacudiendo la cabeza hacia la hoguera.

Los hombres repantigados alrededor del fuego cuchicheaban entre sí. El viejo Russo, veterano de Coros, se volvió con su único ojo en su dirección, y su mirada acusadora hizo que Toro volviera a apretar los dientes llenos de caries.

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