El esquema consiste en un triángulo esbozado con precipitación y, en cada vértice, un nombre: Julio César Olegar, Santi y Vito. Los dos primeros están tachados y no hay que ser una lumbrera para percatarse de que falta un último blanco por eliminar. Pero aún hay más: en el interior del equilátero destacan tres monigotes mal dibujados, de cada uno salen flechas que apuntan selectivamente a dos de los vértices pero nunca a todos a la vez, de modo que cada objetivo es asaeteado por dos de los tres monigotes. Y yo me pregunto, ¿quiénes serán los ejecutores? Apuesto a que uno es el propietario de esta vivienda, ahora sólo me queda confirmar la identidad de sus compinches, aunque no hace falta elucubrar demasiado sobre quiénes pueden ser y a qué miembros del trío corresponderá borrar a Vito del firmamento.
Clara no se molesta ni en apagar el ordenador. Guarda el esquema, el libro y el expediente robado en sendas bolsas herméticas y sale disparada escaleras abajo. De pronto está clarísimo cuál es la verdadera cita de León y, lo que es peor, que mis compañeros y yo nos hemos equivocado.
*
La mansión de Vito, gigante, siniestra, no es que parezca vacía, es que lo está. Por primera vez no diviso a nadie junto a la verja. Los gorilas se han esfumado, igual se sumaron a la operación prodroga en el aeropuerto o tal vez hayan regresado a su selva, me da igual, lo que importa es que se han pirado. Como vengo a salvar una vida y a este trabajo hay que echarle arrestos, llamo al timbre con insistencia y descaro, pero nadie responde cuando muestro la placa ante la cámara de vídeo y grito mi nombre bien alto. Decido pasar al plan B, porque soy de las que tienen recursos y no se quedan paralizadas por la incertidumbre cuando menos falta hace. Retrocedo hacia mi coche, sé que aún deberían estar allí, en el maletero, olvidados como juguetes viejos que han perdido su interés, los planos del registro que Ramón me consiguió de su amigo, el pianista pelmazo. Conscientes de su importancia, nunca perdieron el convencimiento de que serían esenciales para el desenlace de esta historia y ahora parece que se burlen de mí. No me gustan los presuntuosos, así que los extiendo sin miramientos sobre el capó y con mi índice delineo el perímetro de la finca hasta dar con una puerta de servicio en la parte posterior, en teoría más accesible que el altísimo enrejado del acceso principal.
Rodeo el muro intentando no perder de vista las ventanas del piso superior y me siento, de pronto, como paseando por Sarajevo. La calle está vacía, parece que no haya un alma alrededor pero, como te confíes, en menos de lo que tardas en parpadear te acribilla un francotirador. Nada más doblar la esquina me enfrento a una enorme tapia completamente cubierta de hiedra espesa entreverada de madreselva. La supuesta entrada brilla por su ausencia y es ahora cuando me acuerdo del pianista y de su madre, pero también de mi abuelo enseñándome a trepar, explicándome por dónde atacar a un árbol, o a un muro, que es lo mismo llegado el caso, y cómo evitar a los bichos. Protégete bien, pequeña, se agarrarán a los pliegues de tu ropa, se meterán en tus bolsillos y se enredarán entre tu pelo, quieren que te despistes, que no atiendas a donde apoyas los pies. Me quito chaqueta y remango mi camisa, recojo el pelo en una coleta bien prieta y empiezo a tantear la pared: con mis dedos palpo bajo la espesura que recubre la piedra y siento cómo las hormigas comienzan a escalar por mis brazos y se pasean por mi piel, pero no lograrán hacerme desistir, me lleno las uñas de mugre y poco a poco avanzo a lo largo de esta barrera que estoy decidida a franquear. Hay partes húmedas y terrosas bajo las hojas, tijeretas odiosas como alacranes en miniatura deseosas de morder, avispas dispuestas a defender su territorio y, curiosamente, me dan más miedo sus picaduras que las balas que pudieran alcanzarme desde cualquier tejado. No te preocupes, pequeña, susurra otra vez la voz al oído, no existe nada en el mundo que te detenga.
Pero los troncos nudosos de la hiedra, esa red de marañas empeñadas en impedirme avanzar, resultan demasiado endebles para soportar mi peso y cada vez que intento ascender se quiebran sin piedad. Hay que cambiar de método, descender lo poco que he escalado y buscar con paciencia la puerta trasera que señalaban los planos. Tiene que estar bajo esta capa de verde, y empiezo a tantear a lo largo golpeando suavemente con los nudillos. Tras unos minutos interminables de sortear telarañas e insectos varios, percibo una diferencia al tacto. Esto no es piedra, suena a metálico. Acerco la cara como si pudiera percibir su aroma y de improviso una araña negra con rayas amarillas salta a mi mejilla, se pasea por mi oído y pretende anidar en mi cabello. Contengo un chillido y la aparto de un manotazo antes de que mis gritos revelen mi presencia a todo el vecindario, la pisoteo en el suelo con saña y un perro callejero pero de raza, un perro grande y dócil que ha crecido demasiado y que tal vez haya sido expulsado del paraíso de los chalets de lujo ahora que ya no es un tierno peluche, me mira con incredulidad y un punto de espanto. Pero no me desvío de mi misión y, con las manos desnudas, sabiendo dónde están sus bordes, arranco tiras de hiedra hasta romperme todas las uñas y perfilar el marco de la puerta. El olor de la madreselva recién cortada me envuelve y recuerdo a mi abuela advirtiéndome de que no me dejara embriagar por su perfume o no te casarás nunca, me río y hablo a nadie, a ella, porque su recuerdo me anima, a la pared que me agobia, a mi sombra, y les digo mírame ahora, aquí estoy, casada y más sola que la una, sin más compañía que un chucho abandonado, oliendo a chuchamel. Acto seguido se descubre ante mis ojos la típica portezuela olvidada de metal oxidado y con la pintura desconchada que da paso al vergel, una princesa dormida durante cien años que me espera sólo a mí, a nadie más que a mí. Como no estoy para disimulos, me felicito porque la parte de atrás de las mansiones den a pasajes desiertos y, comprobando que no hay nadie en derredor, le descerrajo un tiro que suena a cañonazo y entro precavida. Creo que si alguien quedaba durmiendo a estas horas ya se habrá despertado.
Tras el ábrete sésamo me precipito ante un jardín encantado, umbrío y siniestro, con desagradables sorpresas ocultas que asumo que me toparé porque no me queda más remedio que internarme en él. Me pongo la chaqueta de cualquier manera y avanzo con la pistola en alto. Recuerdo que Vito habló de sabuesos, no quisiera tener que dispararles, pero no dudaré un segundo en hacerlo. Me los imagino saltando sobre mí, dóbermans fieros como los de las películas de nazis acechándome a la vuelta de cada árbol, tras cada seto de rosas cultivadas con esmero. A mi derecha, un cobertizo que supongo para los aperos del jardinero, con dos ventanucos cuya vigilancia aviesa hace que no me cueste nada intuir a algún secuaz del jefe apuntándome agazapado a través de ellos. Sin embargo, aunque preferiría no pasar por delante y dar un rodeo no olvido que el reloj corre y, tarde o temprano, no me quedará otra que arriesgar, de modo que decido arrastrarme justo por debajo de sus postigos, fuera del ángulo de visión de los supuestos pistoleros que con probabilidad nunca se escondieron dentro y, resoplando, alcanzo un camino de baldosas amarillas que para mi desilusión no conducirá al mágico mundo de Oz sino a la mansión. Una bifurcación del sendero se dirige al coqueto cementerio de mascotas y deduzco que los únicos guardianes que ahora mismo se encuentran en esta finca son los que ahí descansan tranquilos. Mejor para mí, en contadas ocasiones he efectuado disparos de advertencia al aire pero jamás apunté a un objetivo en movimiento, reconozco mientras llego por fin a un muro del edificio y me apresuro ansiosa a poner mi espalda a cubierto. Intento contener mis jadeos y pensar rápido, sin perder un instante, por dónde demonios me colaré. La entrada principal estará cerrada a cal y canto y, además, no quiero seguir deambulando por el jardín, no tiene sentido que permanezca fuera, ofreciendo desde cualquier ángulo del piso superior una excelente visión de mi cabeza, cuando lo más seguro es que se hayan dejado abierta la ventana de la cocina, a sólo una decena de metros de mí, que es lo que siempre pasa por más obsesos de la seguridad que sean los dueños de la casa. Nunca entenderé esa lógica confusa predispuesta a creer que a los cacos no se les ocurrirá rodear la vivienda e intentarlo por la parte de atrás, casi siempre desprotegida, con una puerta que las más de las veces ni siquiera tiene un pestillo, con hermosas cristaleras que romper sin que nadie repare en ello o una gatera por la que cabría hasta el gordo de Papá Noel. Me río como una idiota sólo de pensarlo, será el nerviosismo, mientras con la pistola en una mano y la otra sobre el picaporte giro lentamente con sigilo y…
voilà
, pues no ha sido para tanto. Le imprimo un leve empujón para que se abra sola y me preparo junto al dintel, alzo el arma y uno, dos, tres, entro en tromba con el cañón por delante apuntando sin saber a qué.
Winston, creo que así se llamaba, moreno, pelo negro, algo escuchimizado, no puede ser otro más que el chófer latinoamericano del que me habló París, me mira aterrorizado con los ojos fuera de las órbitas y su cara demudada.
—¿Dónde está tu jefe?, ¿dónde está Vito? —le grito.
—El… el… señor… no… no está —tartamudea.
—¿Hay alguien más en la casa?
Con un dedo tembloroso que tarda una eternidad en levantar señala al piso de arriba. Le dejo sin decir nada más, creo que recuerdo el camino y la escalera enorme y pretenciosa, así que pasando olímpicamente del ascensor, por una cuestión elemental de precaución, asciendo con cautela hasta la última planta. Voy revisando una por una las habitaciones, abriendo puertas a patadas, contando hasta tres para entrar, cada vez con menos aire que inspirar, ya casi al borde del colapso. No doy con nadie hasta llegar a una de las últimas estancias, un dormitorio coqueto y de paredes rosadas. Sentada sobre la cama, con un pañuelo arrugado enjugando sus mejillas, Virtudes me mira como si llevara esperándome una vida.
*
A veces dos mujeres sin nada en común y en una situación extrema, sorprendentemente, se entienden bien. La bicha está inquieta y se le nota angustiada y, por qué no decirlo, yo también, pero ambas nos empeñamos en disimularlo. Quiero resolver este maldito caso y ella salvar a los suyos, si compartimos intereses comunes, ¿por qué no íbamos a terminar colaborando?
—Con razón parecías demasiado digna para ser puta —afirma en cuanto se recompone—. Pero tampoco me encajas como policía. Eres rara. No digo diferente, digo rara.
—No es la primera vez que me lo comentan —respondo más tranquila en cuanto compruebo que está sola en la habitación y no oculta ningún arma.
—¿Te apetece un café? Puedo pedirle a Winston que nos lo suba.
—Preferiría, si no te importa, que me respondieras a algunas preguntas.
—Con café se contestan mejor, así tendremos algo que sujetar entre manos.
—Entonces que sea tila.
Está dispuesta a hablar, qué remedio. Las perdidas no dudan en tirarse al río, y menos si con tu pistola les apuntas entre pecho y pecho. Con todo, preveo que la conversación será razonablemente distendida: las dos somos mujeres de armas tomar empeñadas en demostrar que nadie nos amilana. De momento, en los previsibles instantes de silencio inicial, se limita a revolver con parsimonia su taza con una cucharilla que brilla ante mis ojos como una faca.
—Esa cubertería me suena.
—Es de plata, muy antigua, recuerdo de familia… —no deja entrever que le sorprende mi respuesta.
—El Culebra guardaba como oro en paño en su chabola una pieza igual, con las mismas iniciales, y tú estuviste en su entierro con Vito. Creo que es hora de que me expliques qué te une a ellos.
No quiere hacerlo, lo noto, pero no le queda otra. Toma aire, bebe un sorbito y, dando por sentado que sé que Olvido y el Culebra eran hermanos, me revela que era la madrina de ambos.
—Y Vito el padrino —añado. Me mira inquisitiva y me permito explicarle cómo llegué a esa conclusión y, de paso, que todo sería más fácil si dejara de minusvalorarme y, de una vez, entendiera que la Policía no es tan tonta como parece.
—Era lo normal en aquella época —añade por toda respuesta, sumida en sus recuerdos, como si no hubiera escuchado lo que acabo de decirle—. Si un hombre se desentendía de sus hijos, su familia tenía el deber moral de hacerse cargo. El padre de Olvido y Enrique siempre fue un chulo, un bandarra, y con la excusa de hacer un capital emigró a Sudamérica cuando, en realidad, huía de sus problemas, lo supe nada más enterarme de que no quiso reconocer a la niña, sólo le preocupaba su primogénito, a él sí le dio su apellido y hasta su nombre. Vito le acompañó igual que un perro faldero y al cabo de muchos años regresó solo. Desde entonces siempre se ha sentido en deuda, nunca ha dejado de criarlos como si fueran sus propios hijos. Eso es lo que nos ha jodido: estaban gafados.
—Sólo eran dos niños, ¿por qué esa inquina hacia ellos?
—Interferían en mi vida, molestaban, el mero hecho de que existieran frenaba a Vito, le debilitaba y yo tenía la cabeza en otras cosas.
—Como en Valentín, tu hijo.
—¿Cómo lo has sabido? —salta.
Podría responderle que no es tan difícil llegar a esa conclusión, hay cosas que se notan, que saltan a la luz aunque no se digan, como la aversión de Vito por Malde, su «hombre para todo», y que a pesar de eso lo mantenga a su lado, lo que sólo podría obedecer a un motivo tan antiguo como el hambre: un vínculo familiar o, en otras palabras, enchufismo. Todo encaja, Virtudes entra y sale de esta mansión como si fuera su propia casa, dirige un tentáculo de sus negocios, la prostitución, y hace y deshace convencida de su influencia, sabedora de su valor. Además, esos ojos de loco son hereditarios.
Ante mi mutismo, la alcahueta se ofende.
—Tú no eres quién para juzgarme, no sabes lo que era nuestra vida entonces ni lo que significaba ser madre soltera. Pero al menos mi hijo tiene sus propios apellidos y gana lo que trabaja, no le debe a nadie ningún favor.
Se me ocurre que ahora es un momento perfecto para contestarle que sí, por supuesto, sólo por los méritos de su niño el mayor capo de esta ciudad tiene por asistente a un exterminador de galletas, pero creo que será mejor no insistir, así que sólo le respondo que nada está más lejos de mi ánimo.
—Sólo quiero averiguar por qué tu familia va dejando tantos cadáveres como rastro. Tu hijo está a punto de caer, la operación en la terminal de carga del aeropuerto no va a salir bien y ya no tienes nada que perder, al menos salva a uno de los hombres que te importan: dime, dónde está tu hermano.