Pero siempre era mal momento. Siempre. Te veía reír contento, tranquilo, relajado, y pensaba para qué, por qué romper esta felicidad ahora, por qué incluir la desazón en nuestra memoria, por qué acabar con las dos, las tres semanas buenas que nos quedaban. Para qué hablar. Nunca llegaba la ocasión. A veces estabas sereno y otras enojado, algunas serio o preocupado por cualquier asunto del despacho y yo pensaba se lo digo ahora, total, ya está cabreado, y luego no me atrevía y los días pasaban, y cada vez era peor, y yo sabía que se avecinaba inexorablemente la hora y a veces no podía ni respirar. Dormía y oía tus latidos y no conseguía conciliar el sueño y me daba más miedo tu reacción que lo que pudiera pasarme a mí, y el pánico a perderte era más fuerte que el tener que ir sola al médico. Aunque por qué tener que pasar por esto sin nadie, me digo, por qué tener que vivirlo así si la pareja, el novio, el marido están para eso, para apoyarte en este horror que sé que vendrá si todo puede ser como ya fue con mi madre. Para qué está él, a ver. Para sufrir conmigo, me vuelvo a decir. Y a pesar de ello me callo, cómo va a entenderme, pienso, si no se da cuenta siquiera de su genio y cómo duelen sus palabras surgidas de la ira, cómo calan, cómo queman cuando lo que de verdad me quema es no querer aceptar que le temo más a él que al hospital, a lo que pueda echarme en cara antes de poder explicarle que primero era porque no había nada seguro, luego por no preocuparle innecesariamente y al final ya se me había hecho tarde, había dejado pasar demasiado.
Y sí, me asusta discutir y gritar, no quiero tener que defenderme o plantarle cara, ponerle en su sitio, decirle cuatro frescas, que es injusto o egocéntrico, que se cree que todo lo hago por perjudicarle, explicarle que a veces las cosas de mi vida no tienen nada que ver con la suya, que son problemas de antes de conocerle, una herencia, un mundo que no entiende, que no tiene explicación racional porque yo no lo soy, porque no todo en mi pasado está tan claro como el suyo, porque yo no tengo un cura cabrón en el recuerdo a quien echarle la culpa y sí un teléfono delante que me amilana aunque sólo se trate de marcar, y no va a dejar de quererme por esto, no va a dejarme tirada por estar enferma o por ser cobarde si a pesar de todo no puedo evitar ser así.
Y temblorosa marca su número y espera una señal, dos, tres, cuatro y salta el contestador y oye su propia voz, y la de él, la de los dos a dúo pidiendo que dejes un mensaje, por favor, ahora no podemos atenderte. Siente alivio. No dice nada.
—¿A quién llamas? —inquiere Santi a su espalda.
—A casa —responde sobresaltada—. Para avisar de que he venido a dejar las pruebas, pero Ramón aún no ha llegado. ¿Estás solo? —cambia de tema.
—No, León anda por ahí, y me parece que también Fernando —y sentándose en el borde de su mesa la mira con curiosidad—. Que estén ellos aquí es normal, son dos perros verdes que no tienen a nadie esperándolos con la cena caliente. Pero tú no sé qué estás haciendo sentada en tu mesa sin irte a casa. Por cierto, ¿qué te ha dicho el médico?
—Qué pesadito con el médico. Eran pruebas rutinarias, la misma revisión de todos los años. Por lo que deberías preguntarme es por los casos.
—Ya me lo contarás mañana, o si no Carlos. Ahora vete ya.
Es como una madre obstinada, una abuela que no tiene más que hacer que mirar por la ventana, como un viejo cabezón empeñado en establecer el correcto orden de las cosas, y sé que no cejará en su empeño hasta conseguir que me vaya, porque allí cree que es donde debo estar. Y con cansancio, con hastío, se diría que incluso con asco, le revela casi con rencor.
—No me apetece estar sola en casa.
—Vale —se incorpora con agilidad presto a huir de la confesión personal—, te dejo, no te molesto más.
A ver si es cierto, coño, que ya está bien de tanto interrogatorio y tanta tontería, que me tiene harta, que a ninguno de los tíos les viene con el cuento de cómo es que te quedas a estas horas, qué va a decir tu mujercita y tus hijas. Y coge otra vez el teléfono y marca un nuevo número, el móvil de Ramón.
Fuera de cobertura.
Con razón decía yo que estos aparatos son una mierda. Y en un arranque de genio casi le da por lanzarlo contra la pared de enfrente pero no, hay que calmarse, el trasto no tiene la culpa de nada, ni siquiera Ramón en su ausencia. Qué sabrá si le necesito en este preciso instante o no, cómo lo va a intuir si lo tengo abandonado, desatendido, olvidado, si es él quien me recibe cuando llego, y escucha mis problemas y me abraza si tengo frío, si ya lo dice su madre, que cualquier día lo engancha una jovencita de la alta sociedad. Y cómo no va a llegar a casa cuando le dé la real gana si sabe que siempre lo hace antes que yo. Qué somos. ¿Somos aún una pareja? Ya no nos esperamos al salir del trabajo como hacíamos antes, ya no nos encontramos en las cafeterías como si fuéramos amantes furtivos y desocupados, ya no damos esos largos paseos por los bulevares alfombrados de hojas. ¿Cuánto hace que no vamos a un parque? ¿Cuánto que no nos perdemos viendo exposiciones una tarde tras otra?
Y se queda muy quieta sintiendo cómo todo se le desmorona dentro, observando la sala vacía, cigarros consumidos en los ceniceros y pantallas de ordenador encendidas, calendarios de pared con hembras de ubres descomunales y fotos enmarcadas de niños desdentados, y de golpe un timbrazo brusco casi le hace caer de la silla. Ramón, piensa, y lo agarra con ansia:
—Dile al inepto de tu jefe que no cierre el caso.
—Esto es empezar arrollando, Lola. ¿A cuál de los dos casos te refieres?
—Por lo pronto al de tu amigo el Culebra. He encontrado una marca en su cuerpo. Antes de prepararlo para entregarlo al tanatorio se me ocurrió pasarlo por la luz mágica, como tú la llamas, porque me habías pedido que anduviera con tiento. Encontré unos restos en la sien, tomé una muestra y la envié a analizar. Resultado: sudor, hierro y pólvora; los rastros de una pistola en contacto con la piel. A tu amigo lo encañonaron antes de darle o darse el paseíllo. Es de imaginar que coaccionado.
—¿De cuándo es esa marca?, ¿inmediatamente anterior a su muerte? ¿Y si los hechos…?
—Qué hechos, Clara. No sabemos nada de los hechos y no puedes suponerlos basándote en lo que acabo de decirte. Sé adónde quieres llegar, pero esto que te cuento es sólo para ti, para los demás no tiene por qué significar nada. Tú puedes pensar que obligaron al yonqui a chutarse a punta de pistola, claro que, por poder, París también puede teorizar con que el tipo pensó en suicidarse con un arma de fuego y luego, sin valor y desesperado, acabó por meterse jaco de gran pureza que le mandó definitivamente al otro barrio. No estás en condiciones de sacar ninguna conclusión, aún faltan sus análisis de toxicología. Y además, ¿qué haces ahí?, ¿no tendrías que estar en casa?
—Sí, bueno, tenía unas cosillas que hacer aquí y…
—¿Ves? Es lo que te estoy diciendo, estás obsesionada con este caso y, por si no te acuerdas, más allá de esta historia tienes una vida. Márchate de una vez, ya hablaremos mañana.
Qué bien, todo el mundo parece tener clarísimo qué es lo que me conviene: irme de una puta vez a mi hogar dulce hogar. Qué sabrán.
—Oye, ¿tú qué haces por aquí? ¿Por qué no estás en casa?
Lo dicho, como el que oye llover. Esta vez es París, que posa el culo sobre su escritorio y me mira con mala cara. Estoy por mandarle a hacer gárgaras.
—Acabo de realizar el registro domiciliario —explica con indisimulada lasitud—, he traído las pruebas, ahora iba a hacer una llamada y después me voy, ¿satisfecho? Por cierto —pregunta como si acabara de surgirle una duda tonta—, ¿cómo nos enteramos de la muerte de la prostituta? ¿Quién llamó para avisarnos?
—Ni idea. ¿Eso tiene importancia?
—Quizás, es para cuando tengamos que hacer el informe —responde fingiéndose indiferente—. No vaya a ser que luego nos digan que faltan datos.
—Supongo que habrá sido algún vecino, pero tienes razón, hay que enterarse. Ahora mismo pregunto en centralita y luego me voy volando, es que he quedado con Reme y… ¿Tú tienes para mucho? —y hasta pone gesto de preocupación—. La verdad, Clara, no saltes, pero deberías irte a casa. Si a tu marido no le importa es cosa suya, pero por tu bien yo creo que…
Pero bueno, qué coño dice éste, qué película se habrá montado en su mente de cotilla. Lo mando a la mierda ya, qué se habrá creído. Y justo cuando va a decirle cuatro cosas, una voz les interrumpe desde la puerta.
—Perdón, ¿qué es lo que no me importa?
Los dos se giran y allí está, impecable con su traje gris, la corbata azul eléctrico de Hermès, sus gafas de montura metálica, sus rizos negros y esa voz que pone, seria y amable a la vez, que consigue que en los juicios todas las cabezas se vuelvan hacia él. Y el corazón me da un vuelco, como cuando lo veía aparecer por la biblioteca de la facultad y se dirigía hacia mi sitio, y casi sin respirar sólo puedo volver a pensar lo mismo: se ha acordado de mí, le importo, me quiere, me necesita.
Ha venido a buscarme.
—Hola, soy Ramón —dice sencillo, escueto, y no le hace falta añadir nada más. Así de simple, como si fuera una estrella de rock tan deslumbrante que con su solo nombre bastara: «Hola, soy Bono». Dios, cómo envidio su aplomo. Debe de ser el nacer rico, eso va con uno, en los genes, en la leche materna tal vez. Y el silencio, ese silencio que consigue siempre, cuando interviene en un tribunal, cuando lo presentan en una fiesta y extiende su mano y luce su sonrisa, cuando la cajera del súper no le devuelve el céntimo restante de sus 9'99 y él le responde amable que, en fin, no hay ningún problema con usted en concreto, señorita, entiéndalo, pero ese dinero es mío y no tengo por qué regalárselo a su empresa, ese mismo silencio que se apodera también ahora de París, que lo mira expectante, incluso diría que acobardado. A qué negarlo: pocas veces he disfrutado tanto.
—Yo soy Carlos —responde tras un dilatado intervalo, como resignado a tener que presentarse. Ambos se estrechan las manos y se demoran calibrándose, mirándose a los ojos. París es más alto pero Ramón tiene más apostura, que es lo que cuenta al fin y al cabo. El saludo se dilata tal vez un segundo o dos, lo suficiente como para evidenciar que los dos saben quién es el otro, ese del que han oído hablar tanto, alguien que ha formado parte de mi vida. Sólo que yo ya ni disfruto. Es más, no puedo evitar sentirme lejos, muy lejos, ajena a este mundo de machos, un mundo en el que se pirran por los combates dialécticos y hasta a puñetazos y en el que ahora, a falta de espacio para el caballo, la lanza y la armadura, prefieren lanzarse puyas en las distancias cortas conmigo, objeto de sus disputas, como testigo. Pero me aburro, y no acepto ser su excusa.
—He oído hablar de ti —se anticipa Ramón sin asomo de culpabilidad, como si fuera un niño que le confesase a mamá que sí, fue él quien se comió el pastel, pero estaba tan bueno que ni se arrepiente ni, ante otro, podría volver a evitarlo.
—Yo también —se obliga a admitir París sin demasiada deportividad.
—Mal, supongo —continúa Ramón con ese cinismo que siempre le funciona.
—Por supuesto. Y puedo decir que estás a la altura de lo que me había imaginado. Lo único que me ha decepcionado es que vengas sin el monóculo —replica el otro insólitamente agudo.
—Vaya, siempre que vengo aquí todos me comentan lo mismo —y con su risa da a entender que se la sopla lo que digan de él.
—Sí, bueno, esta gente es un poco chismosa —reconoce—. En todo caso ha sido un placer conocerte —y le estrecha de nuevo la mano antes de irse. Cuando está a punto de desaparecer se vuelve hacia mí, niña mudita que todo lo oye, y aclara—: Pregunto por lo tuyo y me voy.
Pero a mí me da igual, porque no le hago caso ni le oigo ni presto atención. Soy ajena a su despedida, ajena a su relación de hombres que se calibran, ajena a este lugar, ajena a todo.
Me pasa ocasionalmente, es como si estuviera lejos del mundo, como si no fuera yo, me siento desvinculada, miro a quienes me rodean y, por muy cercanos que sean, no los reconozco como propios. Cierto, por momentos me vuelco demasiado en el trabajo, en muertos que no conozco o en vidas apenas entrevistas sólo por no centrarme en la mía y asombrarme de su vacío. ¿Quiénes son?, me digo ahora, ¿con ellos he compartido prácticamente todos mis años adultos?, ¿realmente les conozco de algo? ¿Realmente me conocen?
No es la primera vez que me ocurre, poseo en exclusiva el rasgo de no soportar en un momento dado a los hombres con los que estoy. Es normal si lo analizo: ellos son quienes establecen por imitación cómo debo vivir, guían mis pasos y marcan mi pulso, las normas de mi rutina. Les doy el papel de maestros, de tutores, y ya se sabe, a menos que una sea masoca o sufra el síndrome de Estocolmo, que siempre se acaba odiando a quien te dice cómo diseñar tu vida.
Algunos se me hacen insoportables incluso desde el principio, como Carlos. Sí, a qué negarlo, siempre me cayó mal. Por momentos no lo soportaba y ahora, sin la excusa del amor, a duras penas puedo mantenerme serena en su presencia, evitar soltar alguna ironía, reprimir mi innata crueldad asesina. A Ramón sí lo trago. Me gusta, me hace reír, me resulta tolerable la mayor parte del tiempo y sólo de vez en cuando le daría un buen par de sopapos a esos aires de señorito con clase que se gasta, a ese querer enseñarme normas de conducta, a ese concepto de la educación que incluye una enorme cantidad de señales de deferencia y respeto para él y los suyos pero que excusa su carencia de cortesía hacia los demás. Quién es él para catalogar su pueril, sencilla, sincera hospitalidad, para juzgar la valía de un regalo hecho desde el afecto, para calibrar el aprecio según el mejor o peor vino que te sirvan en una cena. Pero luego está ese sacar la cara por mí, ese defenderme siempre, la fuerza con que me abraza y las ganas con que me protege y que me hacen perdonarle y, tonta de mí, idiota perdida, quererle.
Y sin embargo ahora mismo, en este preciso instante, no trago a ninguno de los dos. Por qué tenemos que salir de la familia, pienso, por qué crecer y dejar a los nuestros para formar familias nuevas con desconocidos. Qué son ellos para mí, me digo mientras los miro. Son hombres, tienen más cosas en común entre sí que conmigo. Sí, bueno, vale, está el tema de la rivalidad por la hembra y todo ese rollo antropológico, pero entre machos se establece una camaradería que va mucho más allá de la racionalidad. Si dos amigos se pelean por una mujer hay más probabilidades de que acabe venciendo la amistad. A lo mejor es por eso, como mecanismo de defensa, que nosotras seamos tan indiferentes. Es normal nuestro desprecio dado que instintivamente intuimos que, si tuvieran que elegir entre nuestra vida y la de cualquier compañero con el que jueguen al fútbol o al mus los domingos, acabaríamos yéndonos a tomar por saco.