Y punto (18 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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Y tan consciente como soy de mi estupidez, de mis patas de gallo, de las cartucheras que pretendo disimular con pantalones flojos, lo soy de que París me importa una grandísima mierda. Se trata de algo entre ella y yo y la vi muy elegante, muy culta, pero algo ya gastada ¿no, churri?, que es lo que le dirá a ese asaltacunas tan pronto como me haya ido, y qué más me da el a ti qué te importa de Ramón cuando se lo cuente, si es que se lo cuento, y el si es que no vales ná de los compañeros cuando quieren hacerte de menos y que te sientas insignificante, y el tonillo de estirada que la mamá de Ramón usa para recordarme que ya no deberías ponerte cierto tipo de ropa, ¿sabes?, te lo digo por hacerte un favor, como una opinión objetiva para que aceptes, aunque duela, que cuando se llega a una cierta edad se debe asumir que alguna ropa juvenil ya no está hecha para nuestro cuerpo, aunque para algunas lo esté, porque a medida que la condición social de una persona aumenta ésta ha de ser consciente de renunciar a ciertas comodidades más propias de la juventud que, como parece ser, es exactamente lo que ya no soy. Y duele.

—Clara —y la voz seria de París, hasta cohibida incluso, la obliga a girarse, a renunciar a su digna retirada, a exponer de nuevo al escarnio público sus pecas, su diente mellado desde aquel día en que se cayó de la bici, las ínfimas arruguillas que han brotado poco a poco en el precipicio de sus ojos tras tantos años de reír y reír y llorar.

—Qué pasa ahora.

—No podemos irnos. Acaban de encontrar a una puta muerta en su apartamento. Cerca de aquí, en el barrio. También es mala suerte que me encarguen un homicidio y ahora me encalomen otro por el precio del mismo. Y tú estás conmigo. Tenemos que acudir antes de que levanten el cadáver.

La oscuridad se cierra sobre nosotros tres como el cinturón ruidoso del mar cuando ciñe la costa. Cae el silencio, surgen frías estrellas que desconocía que existiesen, de alguno de los edificios que dan a esta plaza se escapan risas enlatadas y parpadean en las cortinas las sombras de los televisores. Con el ruido se levantan mis pensamientos y vuelan, se van a lo alto como emigran los negros pájaros tras cada verano que claudica. Miro arriba y las ventanas, azules, parecen escaparates de un acuario.

Me encojo de hombros. Suspiro. Me resigno.

—En fin, vamos.

—Pero cómo, si yo quería darte una sorpresa… —protesta débilmente Reme al fondo—. Jo! ¡No es justo!

—Venga, prince —¿
prince
?—, si no tardo nada, si vuelvo enseguida. No te enfades, ¿vale? Te debo una, ¿sí? ¿Qué te parece si este finde vamos a ver esa película que te hacía tanta ilusión de Jennifer López?

Mientras los tortolitos se despiden telefoneo a Ramón que estará solo, esperándome, abandonado y varado como los muelles en el alba. París se entretiene seduciendo un poco más a su princesa y yo aguardo, sola también, sin nada que hacer, sin nada alrededor o cerca de mí, sólo las sombras trémulas y azules que se retuercen en mis manos.

Y Carliños París que no llega.

Ramón solo en casa.

La princesa, que está triste y llora.

Las gentes en sus salones, embobadas ante la caja tonta, más allá de todo.

Una puta muerta en su apartamento, más allá de todo.

Se sienta al volante y arranca por fin, viendo cómo se queda enjugando sus lágrimas de gominola y sal junto a los coches muertos, apagados.

Es la hora de partir. ¡Oh, abandonados!

VIII

Palomitas de maíz como cerebros diminutos y una puta colgando del techo.

Palomas de maíz como cerebros desbordados, imposibles, inhumanos, y la puta que se balancea levemente en el aire con su cara despintada, el maquillaje corrido, las medias rotas, un zapato en el suelo y otro colgando cual pluma, sombra o gotera de su piececito, y las uñas desconchadas, el pelo revuelto, el
bustier
mal colocado con un tirante caído, el otro desorientado y un collar de perlas gruesas al cuello que desentona en el conjunto y que, iluminado tan sólo por la luz de una lámpara sobre la mesita cuya pantalla se ha cubierto con seda roja, cómo no, qué típico, qué evocador, refulge como en la canción con brillos ensangrentados y sacramentales.

—Faltan las flores pisoteadas.

—¿Qué flores?

París está en Babia, cosa rara. Ha venido todo el camino en silencio, para mi alivio, concentrado en encontrar la calle. Obviamente, si me hubiera dejado conducir a mí no habríamos tardado ni cinco minutos en llegar, pero como tengo un corazón de oro que no me cabe en el pecho y me daba pena su imagen de hombre acorralado entre su querida Reme y yo, no quise bajarle de su ficticio pedestal de valeroso agente del orden delante de la niña. A fin de cuentas y como hombre que es, no vale para muchas más cosas que la conducción de vehículos motorizados, así que le dejé llevar el coche y lo único que he conseguido es que se le haga la picha un lío y seamos los últimos en llegar. Esto me pasa por buena, o por tonta, qué leches, y claro, nos encontramos con una multitud, porque a ver quién es el chulo que se resiste a asomar la cabecita por la ventana o por el quicio de la puerta para averiguar de qué va la movida en el bloque de al lado y qué ocurre, por qué tanta poli y tanta sirena y tanto brillo rojiazul iluminando la noche y reflejándose en las fachadas de los edificios cinco tenedores, como diría Nacho, porque tratándose de lujo las cosas se miden por tenedores, chavala, ni estrellas ni soles, que eso es una mariconada, que lo sé yo. A ver, ¿para qué te sirven cinco estrellas a ti?, ¿para que te pongan en el baño jaboncitos de marca?, ¿para que te dejen en la almohada bombones de licor en vez de caramelos de eucalipto? Bah, mamonadas. Hazme caso a mí, la calidad donde se ve es en los tenedores, que para eso te los comes.

Sí, y en las batas de seda, y en unas zapatillas para andar por casa tan finas que parecen como las de ballet pero con iniciales bordadas en el empeine con hilos dorados y colores delicados como alas de libélula, y en las cofias almidonadas de las doncellas, níveas, impolutas y acicaladas, tiesas y temblorosas como colas de palomas asustadas que también se asoman tras los visillos para husmear, como el resto del barrio, qué es lo que le ha pasado a la chica del doce-primera, tan mona y tan educada, tan sencilla y tan comedida con sus trajes chaqueta y su discreción y sí, era un encanto, pero apenas manteníamos trato con ella, únicamente saludarnos en el ascensor y joder con el vecindario, oigo que suelta uno de los camilleros, hasta para cotillear son señoritos, nada de qué ha pasao ni qué ha sío ni a quién han matao, sólo caballeros muy dignos que vienen a preguntarnos si nos pueden ayudar en algo y que no dudan en ofrecernos su colaboración si lo consideramos necesario. Pero no nos engañan, ojo, en el fondo son las mismas ganas de saber aunque más contenidas, más sometidas, más dominadas. La clase es lo que tiene.

Y es verdad, son todos los mismos ojos temerosos y acechantes, los mismos ojos ansiosos y morbosos que todo lo quieren mirar, con el mismo reflejo malsano y horrorizado bailando en las pupilas y, como única diferencia entre los otros barrios y éste, un cierto pudor que se guardan bajo la lengua porque no se atreven a ser los primeros en mostrarse indiscretos al preguntar.

—¿Qué flores? —insiste París.

—Las de la canción.

—¿La de Alaska? —a veces no es tan tonto como parece, a veces creo que aún se acuerda de cómo fuimos y puede leerme el pensamiento igual que antes, y me dan ganas de confesarle ahora lo que sentía entonces, que su amor es un niño rubio que todo lo destroza. Pero sólo dura un instante, como un chispazo, como la llamarada de lucidez que ilumina de vez en cuando los rostros de los locos.

—Sí, ésa.

—Ya. Pues aquí nada de flores, aquí únicamente estas malditas palomitas.

Palomitas de maíz por todas partes, como cerebros diminutos esparcidos por el suelo, por la alfombra, por los brazos del sillón. Y la puta colgando del techo, porque eso es lo que dicen aquí mis camaradas, la puta, porque era una puta ¿no?, afirman los lupas, hay mil detalles que lo indican, y aseguran con su experiencia de sabuesos de las entrañas ajenas que no hay más que ver su armario, concretamente el cajón de la lencería, o su mueble bar, o la cómoda frente a la cama, en el dormitorio, donde guardaría los aperos de trabajo, que bien a mano que los tenía.

Será por eso, cabrones, eso va a ser, porque aquí ni espejo en el techo ni cama de agua ni peluches cursis sobre la almohada ni cabezal con forma de corazón. Aquí todo es discreto, aséptico y hasta señorial, su casa tan fría como una oficina, tan sobria como un despacho, tan austera como la UCI de un hospital, tan digna como un convento. Si no fuera por el pañuelo rojo sobre la lámpara, que lo tiñe e impregna todo y le da un baño de sexo barato y comercial, nadie adivinaría qué se vendía aquí, porque para encontrar los vibradores, la ropa obscena de cuero, los látigos, las botas altas, las pestañas postizas de mujer fatal, las esposas con que humillar a los que pagan y los potingues con que pintarles los labios con boquita de piñón a los señores velludos que se dejaban su buen dinero por una ración extra de humillación, habría mucho que rebuscar, abrir los cajones y husmear, no tener escrúpulos y escarbar en el fango y en la intimidad de los demás como están haciendo ahora con morbo, con delectación, con los ojillos brillando al imaginar a la puta que ahora cuelga del techo con tachuelas y puntera de metal y orejitas de conejita sexy y procaz y tanto vicio y tanto antifaz. Y mis adorados compañeros que se asombran y se extasían y murmuran entre dientes que parece mentira, nadie lo diría pero en algún lado tienen que estar los artefactos, no puede ser todo tan elegante, tan sencillo, tan normal…

Y entonces alguno que viene de fuera con los testimonios y los cotilleos fresquitos recién pronunciados, recién sonsacados, alguno que aún no se ha sobrecogido por la presencia de la puta colgando, alguno que aún no ha tenido tiempo de lamentar la enorme pérdida que habrá supuesto su vida para el mercado del placer, que tiene la lengua suelta porque sabe que todavía no han llegado los del juzgado, acaba por hacer el típico comentario que, cómo no, tarde o temprano tenía que reventar, pues claro, menuda gilipollez, no sé ni por qué os asombráis, ¿es que no veis que era una puta fina? De ultralujo, chaval, de las mejores. Tan fina que hasta dicen sus vecinos que era una chica estupenda, hay que joderse, con lo guarra que debía de ser. Lo que yo te diga, cinco tenedores, una puta cinco tenedores para que te lo coma todo. O para comérselo todo tú a ella, porque buena estaba un rato. Qué coño, y todavía lo está, fijaos qué tetas, y qué culo. Eso no es un culo, eso es un monumento. Tres dedos de mi mano hubiera dado por tocárselo.

—Cómo os pasáis. Dais asco.

—Sí, asco, anda que la Destripadora, Zafrilla y tú no miráis las pollas de los fiambres en el Anatómico y no comentáis luego mientras tomáis el café quién tenía el rabo más largo. No jodas, Clarita, que pareces mi abuela la decorosa.

—Los que no jodéis sois vosotros, salidos. Muy mal tenéis que estar para empalmaros con una muerta.

Me miran con ojos asesinos, con ojos de macho cabreado, con ojos rapaces de varón famélico jamás dispuesto a renunciar al privilegio de ejercer su masculinidad, y me asaetean con sus miradas porque no meo de pie, porque no me la casco en los retretes de la comisaría ojeando el
Interviú
, porque soy testigo non grato de sus vulgaridades, de sus bravuconadas, de las burradas que sé que dicen pero que no hacen, qué más quisieran.

Pues sí, así soy yo, no la alegre clavellina que va de esquina en esquina y que a nadie le interesa. Ésa está colgada del techo. No, yo soy la otra, el grano en el culo, la aguja que se te clava en la cacha cuando te lanzas sobre el sofá, el guijarro en el plato de lentejas, una monja de misiones en un burdel, la hija, la esposa, la hermana ante la que no se quieren decir tacos, ante la que se tienen que callar cuando preferirían hacerse los gallitos y los duros con los amigotes y los colegas. Soy la jodida madre superiora en un internado masculino, la profesora de ética en un aula de pandilleros, la mordaza, la censura, la que les recuerda con su presencia que hay Constitución y artículo 14, y faldas de reglamento y vestuarios femeninos y bajas por maternidad y mujeres con lengua y sesera que piensan y los juzgan y no se callan y se lo cantan a la cara bien alto y bien claro para que de una vez lo entiendan. Ésa soy yo, la que molesta. La oveja negra.

Y hay días, como hoy, en que soy tan torpe que abro la inoportuna boca en vez de hacerme la loca y les fastidio especialmente la diversión y les corto el rollo más de lo habitual y me odian porque molesto más que nunca y les da por farfullar, por rebelarse, por rebotarse y agarrarse las pelotas ante mí con sus dos manos y se plantan y se ponen bordes y en esta especie de pulso que mantenemos, tan enormemente desigual, deciden de repente un día, ante una puta colgada como del árbol del ahorcado, que no se dejan avasallar.

No, no se callan porque no les da la gana, y que me joda si me molesta, y que a las cosas se les llama por su nombre porque sí, porque así son y así las dicen ellos y que no venga con remilgos ni con aspavientos ni con amenazas de degüello, porque son hombres, qué cojones. Y si no me gusta ya me puedo ir yendo, porque las tetas se llaman tetas, las putas putas son y los coños negros agujeros. Y ni senos ni prostitutas ni vaginas; a cada cosa su nombre y con un par. Y todos, pero todos, con sólo una mirada se ponen de acuerdo y comienzan a evaluar la escena tras echar a los vecinos curiosos, aquí no hay nada que ver, esperen fuera, por favor, ya les tomaremos más adelante los datos para la declaración, y no se cortan un pelo, ni uno, y todos excepto París —ese cobarde que se hace el sordo con el rabo entre las piernas y no se decide a tomar posición entre ellos y yo— recorren cómodamente el apartamento con soltura y hasta con gracejo profiriendo en voz alta para que me entere bien y tome nota de que a la puta le falta un zapato, que la puta cuelga del techo con los ojos cerrados y la boca entreabierta, que la puta tiene el carmín corrido y la boca de fresa marchita y seca, los labios de corazón de melón otrora jugosos y hambrientos y por ellos se le escapó la vida y dijo adiós que me voy, que me muero, que me piro, la puta, la muy guarra, la muy perra, con su corpiño de raso bien apretado, con sus cordoncitos cruzados y ese escote sediento echando afuera el busto y marcando la cinturita de avispa que incita e hipnotiza, que casi duele de verla tan fina y exaspera y ahoga de saberla tan prieta, y quién hubiera podido sobarla, con las caderas en alto, con la risa bailando en la garganta traviesa, a la puta.

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