—Todo es posible, pero lo dudo mucho. En primer lugar, la mutación suele producirse cuando se copia a sí mismo. Nunca he visto ninguno que primero se copie y después cambie. Además, ¿por qué se crean virus mutantes? Para evitar su detección, por supuesto, lo que quiere decir que tienen que transformarse de inmediato, no quedarse un rato a la espera de que venga alguien a eliminarlos. Lo siento, pero volvemos a la casilla de salida.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? -dijo Jason. Parecía más calmado.
—Querría probar otra cosa, pero tal vez sea mejor esperar hasta que acabe el torneo.
—¿Ah, sí?
—Me gustaría infectar a Goodknight con un virus.
Esperaba que Jason saltara como una bengala, pero sólo dijo con voz normal, aunque un poco ronca:
—¿Por qué quiere hacer eso?
—Quiero usarlo como objeto de un experimento. Sabemos que Goodknight fue expuesto a un virus, pero no resultó infectado. El virus no parece tener ninguna característica especial. Ni siquiera es lo bastante inteligente como para buscar copias de sí mismo en el disco antes de crear más. Eso sólo deja una posibilidad.
—Goodknight tiene alguna característica especial -dijo George.
—Correcto -confirmé-. Algo le ha pasado al virus después de la infección. Quiero saber qué es. Yo mismo programaré el virus de prueba, que será inofensivo. Incluiré en el programa que se borre como respuesta a una instrucción emitida desde el teclado.
—Eso suena inocuo -dijo Jason-. Entonces, ¿por qué sugiere que esperemos al final del torneo?
Ahí me pilló.
—Porque no puedo predecir con absoluta seguridad cómo responderá su programa. Existe la posibilidad de que haya problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—No puedo preverlos ahora… -dije, encogiéndome de hombros.
—Vale, vale, ya lo he entendido -dijo Jason, y se fue murmurando en voz baja.
—No hay ninguna posibilidad de que dé su aprobación, ¿verdad? -pregunté a George.
—Ninguna.
Cuando salíamos, nos paramos a hablar con Alex, que seguía musitando mientras movía las piezas en el tablero.
—¿Todavía estás analizando la partida de hoy? -le preguntó George.
—¿Eh? -exclamó Alex, y levantó la mirada asustado al vernos junto a él- ¡Ah, si
,
la partida!
—¿Algo va mal? -pregunté.
—En realidad, no -respondió, y movió un peón-. Ya sabéis que el Dragón es una especie de héroe para mí. Por eso me pareció un poco triste verlo perder frente a un programa informático, aunque sea -añadió, mirando a George- nuestro programa. No tenía idea de que fuese tan bueno.
—¿Seguro que no se trata de la suerte del principiante? -comentó George, dándome un codazo en las costillas.
Sin embargo, Alex respondió completamente en serio:
—No en esta partida. Escuchad una cosa: cualquiera puede perder frente a un novato. Podría mostraros partidas en que Fischer, Alekhine, Capablanca o cualquier otro gran maestro cometieron errores estúpidos. En cambio, el Dragón no incurrió en equivocación alguna. Jugó de forma excelente, incluso brillante, pero Goodknight jugó mejor.
—¿Y el problema de la velocidad?
—No va como un caracol -explicó George, encogiéndose de hombros-, pero estamos renunciando a mucha velocidad y ya no queremos hacer más favores a nuestros rivales. En realidad, funciona más despacio de lo esperado, aunque todavía no nos ha metido en ningún lío.
—No es sólo cuestión de cuánto tardas -aclaró Alex-, sino de cuánto tiempo empleas en comparación con tu adversario. Si haces buenas jugadas, lo obligas a usar más tiempo pensando la forma de responder a ellas. Y Goodknight ha estado haciendo unas jugadas fabulosas. Pensé que el propio Dragón iba a tener problemas de tiempo.
Fuimos a casa de George, que no estaba lejos del campus. Sólo nos paramos en una tienda para comprarme un cepillo de dientes.
El apartamento de George era una especie de tugurio propio de un bohemio loco por la informática. Un rincón estaba ocupado por el ordenador y la parafernalia que suele rodear a estas máquinas. En las paredes, pintadas con un nauseabundo color verde amarillento, tenía colgadas varias láminas de El Bosco y Escher. Los muebles eran, por decirlo con buena educación, de estilo ecléctico. Me fijé en un contrabajo que estaba apoyado en un rincón.
—¿Todavía tocas? -le pregunté.
—¡Claro! Los sábados por la noche, en clubes locales con un trío
de jazz.
A ver si vienes a escucharnos un día de éstos.
—Me gustaría.
Llamé al hotel para saber si la compañía aérea había enviado la maleta. Aún no. Luego llamé a mi contestador automático. Había un mensaje de un tal Harold Ainsworth, de Tower Bank amp; Trust, una empresa para la que había trabajado en el pasado. Anoté el número de teléfono.
Mientras tanto, George parecía estar desmontando uno de sus muebles. Antes de que empezase, tenía un lejano parecido con un sofá, como si alguien hubiese intentado montar uno con unos cuantos tablones de madera y un colchón vie|o.
—Es un
futon
-dijo, mientras extendía el colchón en el suelo-. Muy cómodo -Al mirarme, debió de notar mi escepticismo, porque añadió:
—Yo dormiré aquí esta noche. Tú puedes hacerlo en el colchón de agua.
—No voy a sacarte de tu cama -respondí-. ¡Diablos!, en mi estado, podría dormir sobre una capa de vidrios rotos. Sólo tienes que decirme dónde está el cuarto de baño.
Me indicó la dirección, después de utilizarlo, me desplomé en el
futon.
George tenía razón, era bastante cómodo.
A la mañana siguiente me desperté con el olor de café recién hecho y una voz femenina tarareando. Este sonido me resultó bastante desorientador. Al cabo de unos segundos recordé que estaba en el apartamento de George, de modo que pensé, con una lógica nebulosa, que debía de estar aún dormido.
El tarareo cesó.
—Buenos días -dijo una voz de mujer, al parecer la misma que había estado canturreando.
Levanté la cara de la almohada lo suficiente como pata abrir un solo ojo. Aquello también me desorientó, porque el suelo estaba mucho más cerca de lo que esperaba. Entonces pensé: «¡Ah, sí! El
futon».
Dentro de mi limitado campo de visión, distinguí un pie con las uñas pintadas de púrpura, un par de anillos en los dedos y una serpiente tatuada en el tobillo.
Apareció ante mis ojos una taza de café, sostenida por una mano con las uñas verdes y más anillos, entre los que se contaba una espiral de plata muy trabajada que llevaba en el pulgar.
Alargué la mano para asir la taza y me giré del costado izquierdo para ver mejor a mi misteriosa benefactora. Era alta y rubia, bastante bonita, al estilo de las chicas de California. Sólo llevaba una camisa de hombre que llegaba a media altura de sus muslos. Me sentí aliviado al ver que no tenía ningún aro en la nariz, aunque sí que llevaba por lo menos catorce pendientes, la mayoría de ellos en la oreja izquierda.
—¡Buenos días! -exclamó con una sonrisa radiante-. George me ha dicho que te gusta el café muy cargado.
—Hum, sí, cargado…
En aquel momento, George cruzó el umbral, agitando el
San Francisco Chronicle.
—¡El durmiente ha despertado! ¡Ah!, veo que ya os conocéis. ¿O tal vez no? Mike, Cassie; Cassie, Mike. Cuando llegamos ayer noche no sabía que estaba aquí. Menos mal que no aceptaste mi oferta de dormir en el colchón de agua.
—Podría haber sido una situación muy embarazosa -dije.
Cassie sonrió y regresó a la cocina.
—Ten, mira esto -dijo George, arrojándome el periódico.
—¿Te refieres a «Sectas apocalípticas se reúnen en Oriente Medio para esperar el fin del mundo»?
—Busca un poco más abajo.
—¡Oh!
En primera plana aparecía la noticia de la sorprendente victoria de Goodknight sobre Zivojinovic, e incluía algunos comentarios de interés humano sobre los diversos componentes del equipo informático. Era la mayor victoria de un ordenador especializado en ajedrez desde 1996, cuando Deep Blue ganó la primera partida de su enfrentamiento a seis con Kasparov.
—Ahora eres famoso -comenté-. ¿Todavía te quedará tiempo para los viejos amigos?
—Reservaré las tardes de martes alternos para mantener el contacto.
—Todo un detalle por tu parte.
—Eso creo.
Cassie volvió con dos nuevas tazas de café y le dio una a George. Yo estaba aún reclinado sobre
futon.
Ella se sentó frente a mí y tomó un sorbo de su taza.
—Así que tú eres Michael, el amigo de George. He oído hablar mucho de ti. -Me miró con aprecio-. Tienes, digamos un aura muy fuerte.
—Es porque todavía no se ha duchado -sugirió George.
—Ya basta, George. ¿Cuándo es tu cumpleaños, Michael?
—El veintinueve de septiembre.
—¡Libra! -exclamó, dándose una palmada en la rodilla-. Lo sabía. George me dijo que te mantendría muy ocupado pero quizá la próxima vez que vengas pueda hacerte la carta astral.
—No te molestes -dijo George-. Mike no cree en la astrología.
—No importa -respondí-. Tengo entendido que funciona tanto si crees como si no.
Cassie entendió la broma y se echó a reir, lo que me indicó que, aunque tuviera ideas un tanto extravagantes, no era en absoluto una chiflada.
Lancé una mirada a mi ropa. La había dejado en el respaldo de una silla, pero a juzgar por su aspecto parecía que había hecho una bola y la había arrojado al rincón.
—George, ¿tienes algo tecnológicamente tan anticuado como una plancha?
—Lo siento -contestó con gesto de disculpa-. Sólo tengo una prensa permanente.
—Muy listo.
—En realidad, no. Cuando acabé de agujerear toda la ropa que tenía que no podía tratar con la prensa, la tiré junto con la plancha y la tabla. En el sótano hay una lavadora que funciona con monedas. -¿Por qué no te lavas la ropa? Entretanto, te dejaré algo para ponerte.
—Supongo que no iría nada mal que lavase la camisa, los calcetines y la ropa interior…
—¡No hace falta ni preguntar!
—Cállate. Pero tendría que llevar los pantalones y, por supuesto, la chaqueta a la tintorería.
—Hay una en esta misma calle. Por el momento, te prestaré unos pantalones.
—¿No crees que tus pantalones me quedarán fatal?
—Si haces un dobladillo no te quedarán tan mal. No seas tan quisquilloso.
—No soy quisquilloso, sólo cuido los detalles.
Cassie salió del dormitorio, esta vez con unos téjanos, unas zapatillas
y
un suéter púrpura escotado. Le dio un beso a George y dijo:
—Ahora tengo que irme. Ha sido un placer conocerte, Michael.
—El placer ha sido mío.
Cuando se marchó, comenté:
—Bonita chica.
—Sí, lo es -dijo George-. Tengo que admitir que te portaste muy bien al mantenerte impasible cuando empezó a hablar del aura.
—No quería ofenderla. ¿Cómo la conociste?
—En Stanford; se graduó como asistente social o algo parecido. Buscaba a alguien que la ayudase a desarrollar un programa informático para hacer horóscopos. Al principio, le dije que pensaba que era una pérdida de tiempo total; luego comprendí que el mercado para un programa como aquél era enorme.
—Probablemente tenías razón. Así que esta relación empezó como una colaboración comercial, ¿eh?
—Sí. Yo pongo los conocimientos en informática, y ella, la superstición, la irracionalidad y el misticismo.
—Parece una combinación bastante potente. Pero ¿qué es lo que ha visto en ti?
—Le gusta mi aura -dijo George, sonriendo de oreja a oreja.
—¿Estás seguro que es tu aura lo que ve y no el brillo de tu calva?
Se echó a reír.
—No, y la verdad, tampoco me importa.
Tomé prestados unos téjanos de George (lo que no fue mala idea porque, aunque era más alto que yo, no estaba mucho más gordo) y una camiseta, y llevé mi ropa a la lavadora del sótano. Volví a subir; el reloj marcaba las siete y decidí llamar a Harry Ainsworth, pues ya eran las diez en Nueva York.
Ainsworth me dijo que los ordenadores del banco estaban generando datos sin sentido, por lo que pensaban que volvían a tener un parásito. No era sorprendente, teniendo en cuenta el anticuado software que utilizaban y la falta general de seguridad de toda la instalación. Tal vez suene extraño que un banco tenga una seguridad deficiente, pero si eran tan descuidados con el dinero como con su sistema informático, la gente debía de salir por la puerta principal con los bolsillos llenos de billetes. Le dije que volvería a Nueva York el martes por la tarde como máximo, y que lo llamaría en cuanto llegase. Tras otra llamada al hotel, supe que mi maleta seguía perdida en el espacio exterior. Mientras hablaba por teléfono, George volvió a llenarme la taza de café. Cuando colgué, exclamó desde la cocina:
—¿Qué quieres para desayunar? ¿Supercortezas, copitos crujientes o chococereales?
Reflexioné.
—¿ Te has comido todas las pasas de los copitos?
—Eh… sí, casi todas.
—Entonces tomaré las supercortezas.
Mientras desayunábamos, George me preguntó:
—Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer hoy?
Medité unos segundos. La noche anterior estaba demasiado cansado para pensar ello.
—Bien, a menos que Jason tenga una pasión inesperada por la aventura…
—¡Ni hablar!
—… Supongo que no tengo mucho que hacer en el laboratorio. Me gustaría ir al Moscone Center e intentar descubrir qué es lo que les pasa a los otros equipos.
—Esta mañana nos enfrentamos a otro programa.
—¿Es bueno?
—Nadie lo sabe -contestó, encogiéndose de hombros-. Es nuevo, como el nuestro. Viene de Japón y se llama Koshi. Al parecer, no es muy torpe, porque hasta ahora lleva dos victorias y unas tablas.
—Vosotros tendríais que partir como favoritos: los chicos de casa contra los pérfidos neocolonizadores orientales.
—Sí, así es. No les digas que nuestro patrocinador es Tokoyo.
—¿Desde cuándo una minucia como ésa nos ha impedido levantar nuestra gloriosa bandera?
Poco después, tras recoger la colada y ponerme la ropa interior, la camisa y los calcetines, nos dirigimos al laboratorio. Paramos para dejar la chaqueta y los pantalones en la tintorería. Aunque el rótulo de la fachada rezaba «Listo en una hora», el hombre que despachaba dijo que los tendría el lunes. Cuando comenté con astucia que era bastante más que la hora prometida, me miró como si quisiera adivinar si me estaba cachondeando de él. Luego iniciamos una negociación cuyo resultado fue que intentarían tener mi ropa lista el sábado por la mañana.