Otro elemento en la lista. Quien cambió el programa no sólo lo hizo más rápido, lo simplificó y preservó todas las funciones originales, sino que realizó todo eso sin interrumpir las actividades normales del sistema, hasta el extremo de que nadie notó que también había añadido un sistema de inmunidad condenadamente bueno.
Me detuve en el despacho de Harry Ainsworth y le dije que su software estaba infectado con ningún gusano o virus conocido.
—Y no parece probable que lo esté en un futuro próximo -dije. Y que hiciera lo que quisiera con esta información.
Pensé que había llegado el momento de charlar con Marión Oz.
Llamé al Instituto de Tecnología de Massachussets, el famoso MIT, donde Oz llevaba ahora su birrete en una cátedra financiada. Cambiaba de trabajo a menudo
y
había estado ya en las cátedras de al menos media docena de instituciones en ese mismo número de años, entre ellas las universidades de Michigan, Indiana, Stanford, Yale y Berkeley.
Hablé con una secretaria que, al parecer, estaba acostumbrada a recibir toda clase de llamadas de chiflados que querían comunicarse con el Gran Hombre. Como yo no llamaba para comentar un libro o una película, proponer una próxima aparición en el programa de David Letterman u ofrecer una cátedra, fui clasificado de inmediato en la categoría de los chiflados. La secretaria era cortés, pero me di cuenta de que llegar hasta Oz por medio de ella era como convencer al Servicio Secreto para que me dejaran ver al presidente llevando un bazuka en cada mano.
Como no iba a ninguna parte, le di las gracias, colgué y llamé al número del departamento de informática.
—Estoy tratando de ponerme en contacto con un graduado del departamento -dije-. No sé cómo se llama, pero sé que trabaja con Marión Oz.
—¡Ah, sí! Debe de ser Daniel Morgan. Tengo el número de su despacho. ¿Quiere que le pase?
—Sí, gracias.
Ahora sí que iba a alguna parte.
—¿Diga?
—Hola, ¿hablo con Daniel Morgan?
—Al aparato. ¿Quién llama?
—Usted no me conoce. Me llamo Mike Arcangelo…
—Sí que lo conozco.
—¿Cómo?
—Bueno, quiero decir que he oído hablar de usted. Usted es un investigador de virus, ¿verdad?. -
—Más bien soy consultor autónomo sobre seguridad de los sistemas informáticos.
—Estaba en Caltech a principios de los noventa, ¿no?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Barry Malkowitz es amigo mío. Su hermano mayor…
—¿Steve?
—Solía explicarnos historias fascinantes sobre lo que ustedes hacían en la universidad.
—Por desgracia, lo más probable es que todas sean ciertas.
Se echó a reír. Una risa profunda, como un trueno.
—Me alivia oírle decir eso. ¿Qué sucede?
—Tengo que hablar con su jefe -dije-. Y como acabo de hablar con la cabeza dura de su secretaria, pensé en enfocar el problema de otra manera.
—¿Quiere hablar con el profesor Marvel? ¿Por qué?
—¿El profesor Marvel?
—Sí, así lo llamamos los graduados. Los del primer ciclo lo llaman Psycho
—No parece muy prometedor. Pero sí, me gustaría hablar con él. -Le expliqué a grandes rasgos lo que quería comentar con el eminente profesor.
—No hay problema… o sólo uno. ¿Puede venir a Boston?
—Claro, ¿por qué? ¿No le gusta hablar por teléfono?
—Está sordo como una tapia. Se niega a ponerse un audífono o a instalarse un teléfono con control de volumen. Creo que compensa la sordera leyendo un poco los labios de la gente. Me parece que ni siquiera se da cuenta de ello.
—¿No podría charlar con él en línea?
—Oh… jamás se acerca a un teclado.
—¿Qué? ¿Me está diciendo que la máxima autoridad mundial en inteligencia artificial no trabaja con ordenadores?
—No los toca jamás. Dice que es un teórico y no quiere ensuciarse las manos, o algo así.
—¿Qué me dice de sus libros? Por lo menos, utilizará un procesador de textos.
—Los dicta.
—Vale, me rindo. ¿Cuándo puedo verlo?
—¿Cuándo puede venir?
Tenía que resolver el problema de Gerdel Hesher Bock y un par de trabajos más que habían llegado desde el lunes por la mañana. Sugerí el miércoles por la tarde y le pareció bien.
Había acordado verme con Evelyn Mulderig en las oficinas de Gerdel Hesher Bock en Wall Street. Reconozco que esperaba a una mujer pelirroja y pecosa, por lo que me sorprendió ver que era alta y rubia. No me sorprendió, en cambio, que llevase un vestido de corte impecable y evidentemente muy caro. Me presenté y nos estrechamos las manos. Enseguida fuimos al grano.
—¿Cómo supo de mis servicios? -le pregunté.
—Gracias a un amigo suyo que trabaja aquí.
Me quedé perplejo.
—¿Tengo un amigo que trabaja aquí?
En aquel momento, se abrió una puerta y entró un hombre. Cuando vi su cara, me sentí confuso durante unos momentos al ver un rostro conocido en un ambiente totalmente inesperado. Henry Douglas era un físico que había sido adjunto de la facultad de Caltech cuando yo estudiaba allí. Había hecho el curso de termodinámica que él impartía y, a consecuencia, de ello nos hicimos amigos, en parte porque le ayudé a resolver algunos problemas que tenía con su ordenador.
—¡Michael! -exclamó, y me dio una palmada en el hombro-. Me alegro de verte.
—Y yo también -dije, todavía un poco desorientado-. ¿Qué haces aquí?
—Trabajo aquí.
—Qué interés tiene un sitio como éste para un físico? ¿O ahora se negocia también la entropía en el mercado de futuros?
Soltó una risa corta, como un ladrido.
—Mi título dice «analista técnico principal», pero la expresión más habitual es «genio de los derivados».
—¿Genio de los derivados?
—Déjame que te enseñe una cosa.
Sacó un ordenador de bolsillo de la chaqueta y utilizó el lápiz electrónico para escribir una ecuación en la pantalla.
—¿Te suena?
—Hum, vagamente.
Me lanzó una mirada severa.
—Deberías conocerla, es la ecuación que describe la difusión de calor.
Sentí la tentación de decirle que me habría parecido más reconocible si fuese legible, pero la termodinámica no era mi fuerte de todos modos. Henry ya estaba garabateando la segunda ecuación debajo de la anterior.
—Mira esto -dijo, y me enseñó la pantalla del ordenador.
—Parece bastante similar -comenté, comparando ambas ecuaciones-. ¿Cuál es la segunda?
—Es la ecuación de Black-Scholes. Da la relación entre el precio de una acción y su opción. Hay variantes de esta ecuación básica que describen la relación entre cualquier clase de derivado y la seguridad subyacente.
—¿Funciona en la realidad?
—Bueno, hay una escuela de pensamiento que dice que la única razón de que funcione es que la gente cree que funciona.
—Sí, claro.
—Lo digo en serio. Piensa en ello: si tenemos, digamos, una opción con un precio mayor que el resultado previsto por la ecuación, les digo a mis colegas de la asa que está sobrevalorada. Entretanto, todas las demás compañías de inversión de Wall Street reciben idénticos informes de sus propios genios, que pasan a sus clientes. La gente empieza a vender esos valores y bajan el precio al nivel de la ecuación de Black-Scholes dice que debería estar. Si tienes un derivado infravalorado, la situación es la inversa, y la gente empieza a subir el precio.
—¿De modo que la compañía de inversiones te necesita para calcular los precios de las opciones?
—Bueno no sólo a mí. Hay cientos de físicos que trabajan actualmente en Wall Street.
—¿Qué te aporta?
—Básicamente, dinero -dijo, encogiéndose de hombros-. Me quedaban varios años más antes de ser elegible como profesor numerario en la escuela técnica, y el sueldo de los adjuntos es ridículo. Pensé que había llegado el día de estrenar la física para pagar la matrícula de la universidad de mis hijos.
Evelyn sugirió a Henry que me mostrase el problema que tenían. Me condujo a un despacho.
—Tal vez no sea gran cosa -comentó él-, pero me da mala espina.
Interrumpió y reanudó la alimentación del ordenador para que se rearrancara. Tras la pantalla de arranque normal, apareció otra con el siguiente mensaje: «¡A llegado la hora de fatigar a los de Wall Street!».
Tenía muy mal aspecto, la verdad. La FAT, o tabla de asignación de archivos contiene la información que necesita un ordenador para encontrar archivos específicos en el disco duro. Si se pierde, el ordenador se convierte en un pisapapeles exageradamente caro.
—¿Tienes una copia de seguridad de la FAT? -pregunté a Henry.
—Claro. La hice esta misma mañana.
No me sorprendió. Henry siempre fue de los cuidadosos. Un examen más detenido del virus me reveló que era una nueva versión de uno de los virus de Astaroth, un animalejo conocido como Deep Space. Por lo que sabía, se trataba de la última edición, la novena. Astaroth era famoso por someter un virus a docenas de revisiones, cada una de ellas más dañina o difícil de eliminar que la anterior. Me pasé una hora trabajando con el virus; intentaba adivinar en qué aspecto era mejor que Deep Space 8. Entonces se me ocurrió algo inquietante. DS8 y sus predecesores habían sido virus de acción rápida: causaban los daños poco después de infectar el sistema. Comprendí que, en aquella situación, un virus lento era mucho más peligroso en potencia.
—Tengo que examinar tus copias de seguridad de la FAT -dije a Henry. Me dio una pila de disquetes. Tomé uno de ellos y lo introduje en la disquetera de mi portátil. Pocos minutos después, les di la mala noticia:
—El virus también está en las copias de seguridad. Si cargas cualquiera de ellas, estoy seguro de que la destruirá.
Era el nuevo truco. El virus demoraba su aparición para copiarse en el disquete de seguridad de la FAT cuando se actualizara.
—¿Hay alguna manera de que pueda salvarse el sistema? -preguntó Henry.
Parecía alarmado.
—Es lo que voy a intentar ahora.
Volví a examinar el código del virus y, teniendo ya una idea de lo que buscaba, lo encontré con bastante rapidez. En cuanto alguien intentaba cargar un archivo del disquete de seguridad, el virus enviaba un mandato de formateo que destruía todos los datos del disco. Sencillo, pero mortífero.
En primer lugar, eliminé los virus de los discos duros. A continuación, apagué el ordenador y volví a encenderlo para eliminar todos los virus que estuviesen acechando en la RAM. Decidí eludir el problema de las copias de seguridad, alteraría algunas líneas del sistema operativo para que se hiciera caso omiso del mandato de formateo, con lo que se preservarían los datos del disquete de seguridad, lal vez no fuese la solución más elegante, pero funcionó. Tras cargar la FAT y eliminar virus del disquete, pude restaurar el DOS a su estado original.
Mi programa antivirus para los antiguos virus DS también fue eficaz con DS9, por lo que hice una copia del mismo y les di instrucciones sobre la manera de eliminar los virus del resto del sistema.
—Volveré a finales de esta semana para ver cómo os va -dije a Evelyn y Henry mientras guardaba mis cosas.
El giro del gusano
¡Aquí está la sabiduría!
Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia:
pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666.
APOCALIPSIS 13,18
Al y yo mantuvimos otra larga conversación telefónica. Decidí no confesarle mis pensamientos más recientes, por si acaso ella creía que debía apartarme de objetos punzantes. «Al, se me ha ocurrido la idea loca de que hay gusanos inteligentes y mañana subiré a un tren hacia Boston para hablar de ello con un tipo al que llaman Psycho.» ¡Noooo!
Ni siquiera yo estaba seguro de mis razones para emprender viaje al día siguiente y hablar con Oz. Al fin y al cabo, las palabras de Daniel Morgan no habían sido muy prometedoras. Pero se trataba de una cuestión muy compleja -desde luego mucho más de lo que me sentía capaz de abarcar-, y Oz, a pesar de los epítetos burlones de algunos rivales, era considerado por la mayoría como uno de los cerebros más aventajados en este campo y fuera de él.
A la mañana siguiente sentí una fuerte tentación de subir el coche y conducir hasta el MIT. El trayecto en tren de Nueva York a Boston era espantosamente largo y la idea de ir a toda velocidad por la autopista interestatal era atractiva, pero tenía que trabajar un poco, y el hombre del tiempo había anunciado lluvias, de modo que recogí el portátil y fui a la estación Penn para tomar el tren. La lluvia prevista llegó en forma de tormenta que estropeó los cambios automáticos de agujas, que en circuntancias normales están controlados por ordenador, de modo que alguien tenía que ir por delante y ajustarlos a mano, lo que hizo el viaje aún más largo. Tuve tiempo de hacer mucho trabajo.
Por suerte, había salido lo bastante pronto como para permitir un par de intervenciones divinas, suponiendo que Él no estuviera de especial mala leche, y llegué con tiempo de sobras. Me paseé un rato por Cambridge, visité varias librerías y tomé un almuerzo ligero en un cibercafé de Harvard Square. Luego fui al MIT para reunirme con Daniel Morgan a las dos, como habíamos quedado.
Dan, como prefería que lo llamasen, era un hombre corpulento y con aspecto de oso, tan alto como George y unas dos veces y media más grueso, con cabellos oscuros y rizados, y un poblado bigote. Me estrechó la mano tan fuerte que casi me rompió los dedos.