A media mañana, cuando la señora Sejr les trajo una taza de té a él y a Sejr, Harald ya había decidido que ni siquiera podía pasar el resto del verano trabajando allí.
A la hora de almorzar ya sabía que no iba a aguantar allí todo día.
Mientras Sejr daba la vuelta al letrero para dejarlo del lado en el que ponía CERRADO, Harald dijo:
—Voy a dar un paseo.
Sejr pareció sorprenderse.
—Pero la señora Sejr ha preparado el almuerzo.
—Me dijo que no tenía suficiente comida —replicó Harald abriendo la puerta.
—Solo dispones de una hora —le dijo Sejr a Harald mientras este se iba—. ¡No te retrases!
Harald bajó por la colina y subió al transbordador.
Cruzó el mar hasta llegar a Sande y echó a andar por la playa en dirección a la rectoría. Sentía una extraña opresión en el pecho cuando contemplaba las dunas, los kilómetros de arena mojada, y la interminable extensión del mar. Aquel paisaje le era tan familiar como su propio rostro visto en el espejo, y sin embargo ahora hacía que experimentase una dolorosa sensación de pérdida. Casi tenía ganas de llorar, y pasado un rato entendió por qué.
Ese día iba a irse de aquel lugar.
La razón llegó a su mente después de que Harald hubiese reparado en lo que se disponía a hacer. No tenía por qué hacer el trabajo que su padre había escogido para él, pero tampoco podía seguir viviendo en la casa después de haberle desafiado. Tendría que irse.
Mientras andaba por la arena, Harald se dio cuenta de que el pensamiento de desobedecer a su padre ya no resultaba aterrador. Todo su dramatismo anterior se había esfumado. ¿Cuándo había tenido lugar aquel cambio? Harald decidió que había sido cuando el pastor dijo que no le entregaría el dinero que le había legado su abuelo. Aquello había supuesto una traición tan tremenda que no podía dejar de afectar a su relación. En ese momento, Harald había comprendido que ya no podía seguir confiando en que los intereses de su hijo siempre fueran lo primero para su padre. Ahora tenía que cuidar de sí mismo.
La conclusión traía consigo una especie de extraño anticlímax. Por supuesto que tenía que asumir la responsabilidad de su propia vida. Era como darse cuenta de que la Biblia no era infalible. Ahora a Harald le costaba imaginar cómo había podido ser tan confiado.
Cuando llegó a la rectoría, el caballo no estaba en la cuadra. Harald supuso que su padre habría vuelto a la casa de los Borking para hacer los arreglos del funeral de Ove. Entró en la rectoría por la puerta de la cocina. Su madre estaba sentada a la mesa pelando patatas, y pareció asustarse un poco cuando lo vio. Harald la besó, pero no dio explicaciones.
Fue a su habitación e hizo la maleta como si fuera a ir a la escuela. Su madre fue a la puerta del dormitorio y se quedó contemplándolo desde allí mientras se limpiaba las manos en una toalla. Harald vio su rostro, arrugado y triste, y apartó rápidamente la mirada. Pasados unos momentos, su madre dijo:
—¿Adónde irás?
—No lo sé.
Entonces pensó en su hermano. Entró en el estudio de su padre, descolgó el auricular y llamó a la escuela de vuelo. Pasados unos minutos, Arne se puso al aparato. Harald le contó lo que había sucedido.
—Al viejo se le ha ido la mano —comentó Arne—. Si te hubiese puesto a trabajar en algo realmente duro, como limpiar pescado en la envasadora, entonces lo habrías aguantado solo para demostrar tu hombría.
—Sí, supongo que hubiese podido hacerlo.
—Pero tú nunca pasarás mucho tiempo trabajando en una maldita tienda. A veces nuestro padre parece tonto. ¿Adónde irás ahora?
Hasta aquel momento Harald todavía no lo había decidido, pero de pronto tuvo un destello de inspiración.
—A Kirstenslot, el pueblo de Tik Duchwitz —dijo—. Pero no se lo digas a nuestro padre. No quiero que venga a por mí.
—El viejo Duchwitz podría decírselo.
Harald se dijo que en eso tenía razón. El respetable padre de Tik no sentiría mucha simpatía por un fugitivo que tocaba boogie y pintaba eslóganes. Pero el monasterio en ruinas era utilizado como dormitorio por los trabajadores estacionales de la granja.
—Dormiré en el antiguo monasterio —dijo—. El padre de Tik ni siquiera sabrá que estoy allí.
—¿Cómo vas a comer?
—Puede que consiga encontrar un trabajo en la granja. Durante el verano dan empleo a estudiantes.
—Tik todavía está en la escuela, supongo.
—Pero su hermana podría ayudarme.
—La conozco, salió un par de veces con Poul Karen.
—¿Solo un par de veces?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás interesado en ella?
—Karen está más allá de mi alcance.
—Sí, supongo que lo está.
—¿Qué le ocurrió a Poul…, exactamente?
—Fue Peter Flemming.
—¡Peter! — Mads Kirke no había conocido aquel detalle.
—Vino con un coche lleno de policías, buscando a Poul, intentó escapar en su Tiger Moth, y Peter le disparó. El avión se estrelló y ardió.
—¡Santo Dios! ¿Lo viste?
—No, pero uno de mis auxiliares de vuelo sí que lo vio.
—Mads me contó una parte de lo que había ocurrido, pero no lo sabía todo. Así que Peter Flemming mató a Poul… Eso es terrible.
—No hables demasiado de ello o podrías meterte en líos. Está intentando hacerlo pasar como un accidente.
—De acuerdo.
Harald ya se había dado cuenta de que Arne no le estaba diciendo por qué la policía había ido en busca de Poul, y Arne tenía que haberse dado cuenta de que Harald no le había preguntado por ello.
—Hazme saber qué tal te van las cosas en Kirstenslot. Telefonéame si necesitas algo.
—Gracias. Buena suerte, chico.
Su padre entró cuando Harald estaba colgando el auricular.
—¿Y qué te crees que estás haciendo?
Harald se levantó.
—Si quieres dinero por la llamada telefónica, pídele a Sejr que te dé lo que me he ganado esta mañana.
—No quiero dinero. Quiero saber por qué no estás en la tienda.
—Mi destino no es ser un mercero.
—No sabes cuál es tu destino.
—Puede que no —dijo Harald, y salió de la habitación. Fue al taller y encendió la caldera de su motocicleta. Mientras esperaba a que ésta acumulara vapor, fue amontonando turba dentro del sidecar. No sabía cuánta necesitaría para llegar hasta Kirstenslot, así que la cogió toda. Después regresó a la casa y cogió su maleta.
Su padre lo detuvo en la cocina.
—¿Adónde te piensas que vas?
—Preferiría no decirlo.
—Te prohíbo que te vayas.
—La verdad es que ahora ya no puedes prohibir las cosas, padre —dijo Harald sin levantar la voz—. Ya no estás dispuesto a mantenerme. Estás haciendo cuanto puedes para sabotear mi educación. Me temo que has renunciado al derecho de decirme lo que he de hacer.
El pastor puso cara de asombro.
—Tienes que decirme adónde vas a ir.
—No.
—¿Por qué no?
—Si no sabes dónde estoy, no podrás inmiscuirte en mis planes.
El pastor pareció sentirse mortalmente herido, y Harald experimentó su pena como un súbito dolor. No deseaba vengarse, y no le producía ninguna satisfacción ver la preocupación de su padre; pero temía que si mostraba remordimiento su resolución flaquearía, y terminaría permitiendo que lo obligaran a quedarse. Por eso volvió la cara y salió de la rectoría.
Sujetó su maleta a la trasera de la motocicleta y la sacó del taller.
Su madre vino corriendo a través del patio y le puso un paquete en las manos.
—Comida —dijo. Estaba llorando.
Harald guardó el paquete en el sidecar junto con la turba.
Su madre lo estrechó entre sus brazos mientras se sentaba en la motocicleta.
—Tu padre te quiere, Harald. ¿Entiendes eso?
—Sí, madre, creo que sí.
Ella lo besó.
—Hazme saber que te encuentras bien. Telefonea, o manda una postal.
—De acuerdo.
—Promételo.
—Lo prometo.
Peter Flemming estaba desvistiendo a su esposa.
Ella permanecía pasivamente inmóvil delante del espejo, la estatua de sangre caliente de una hermosa y pálida mujer. Peter le quitó el reloj de pulsera, y luego abrió pacientemente los ganchos y los ojales de su vestido, con sus dedos romos, expertos después de horas de práctica. Vio con un fruncimiento de desaprobación que había una mancha en el costado, como si Inge hubiera tocado algo pegajoso y luego se hubiese limpiado la mano en la cadera. Normalmente su esposa no estaba sucia. Le quitó el vestido pasándoselo por la cabeza, con mucho cuidado de no despeinarla.
Inge seguía siendo tan hermosa como la primera vez que él la había visto en ropa interior. Pero entonces sonreía, decía palabras llenas de ternura mientras su expresión mostraba anhelo y una sombra de aprensión. Hoy su rostro se hallaba vacío.
Peter colgó el vestido de Inge en el armario y luego le quitó el sujetador. Sus pechos eran opulentos y redondos, con los pezones de un color tan claro que casi resultaban invisibles. Peter tragó saliva con un penoso esfuerzo e intentó no mirarlos. La hizo sentarse enfrente del tocador y luego le quitó los zapatos, le soltó las medias y se las bajó enrollándolas poco a poco, y le quitó el liguero. Volvió a ponerla de pie para bajarle las bragas. El deseo creció dentro de él cuando dejó al descubierto los rubios rizos que había entre las piernas de Inge. Se sintió asqueado de sí mismo.
Sabía que si lo deseaba podía tener relaciones sexuales con ella. Inge permanecería inmóvil y lo aceptaría con vacua impasibilidad, como aceptaba todo lo que le ocurría. Pero Peter no era capaz de decidirse a hacerlo. Lo había intentado, en una ocasión, poco después de que ella regresara del hospital, diciéndose que aquello quizá volvería a prender la chispa de la consciencia dentro de ella. Pero enseguida lo que estaba haciendo lo asqueó hasta tal punto que se detuvo pasados unos segundos. Ahora el deseo estaba volviendo a aparecer y Peter tuvo que combatirlo, sabiendo que el ceder a él no traería consigo ningún alivio.
Dejó caer la ropa interior de su esposa dentro del cesto de la colada con un gesto de irritación. Ella no se movió mientras Peter abría un cajón y sacaba de él un camisón de algodón blanco bordado con florecitas, un regalo que su madre le había hecho a Inge. Su esposa era inocente en su desnudez, y desearla parecía estar tan mal coma desear a una niña. Pasándole el camisón por la cabeza, Peter le metió los brazos en las mangas y se lo alisó sobre el cuerpo. Miró en el espejo por encima del hombro de Inge. El motivo de florecitas le sentaba bien, y se la veía guapa. Le pareció ver cómo una tenue sonrisa rozaba sus labios, pero probablemente fuesen imaginaciones suyas.
La llevó al cuarto de baño y luego la acostó. Mientras se desvestía, Peter contempló su cuerpo en el espejo. Una larga cicatriz atravesaba su estómago, recuerdo de la pelea callejera de una noche d sábado a la que había puesto fin cuando era un joven policía. Ahora ya no tenía el físico atlético de su juventud, pero todavía estaba en forma. Se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que una mujer tocara su piel con manos ávidas.
Se puso el pijama, pero no tenía sueño. Decidió volver a la sala de estar y fumar otro cigarrillo. Miró a Inge. Su esposa yacía inmóvil, con los ojos abiertos. Peter la oiría si se movía. Generalmente siempre sabía cuándo ella necesitaba algo. Inge se levantaba y esperaba, como si no pudiera decidir qué era lo que había que hacer a continuación; y entonces él tenía que adivinar que quería un vaso de agua, ir al lavabo, un chal para que le diera calor, o algo más complicado. A veces ella se paseaba por el apartamento, moviéndose aparentemente al azar, pero entonces no tardaría en detenerse, quizá delante de una ventana, o para contemplar impotentemente una puerta abierta, o en el centro de la habitación.
Peter salió del dormitorio y cruzó el pequeño vestíbulo para entrar en la sala de estar, dejando abiertas ambas puertas. Encontró sus cigarrillos y luego, siguiendo un impulso, cogió de una alacena una botella de aquavit medio vacía y echó un poco dentro de un vaso. Fumando y tomando sorbos de su bebida, pensó en la semana pasada.
Había empezado bien y luego terminó mal. Peter empezó capturando a dos espías, Ingemar Gammel y Poul Kirke. Mejor todavía, aquellos hombres no eran como sus blancos habituales, dirigentes sindicales que intimidaban a quienes no respetaban la huelga o comunistas que enviaban cartas en código a Moscú diciendo que Jutlandia estaba madura para la revolución. No, Gammel y Kirke eran auténticos espías, y los esbozos que Tilde Jespersen había encontrado en el despacho de Kirke constituían un importante secreto militar.
La estrella de Peter parecía estar subiendo en el cielo. Algunos de sus colegas habían empezado a mostrarse muy fríos con él, desaprobando su entusiástica cooperación con los ocupantes alemanes, pero lo que pudieran hacer ellos carecía de importancia. El general Braun lo había hecho acudir a su despacho para decirle que pensaba que Peter debería estar al frente del departamento de seguridad. Braun no dijo lo que le ocurriría a Frederik Juel. Pero había dejado muy claro que el puesto sería de Peter si conseguía resolver aquel caso.
Era una lástima que Poul Kirke hubiera muerto. Vivo, habría podido revelar quiénes eran sus colaboradores, de dónde procedían sus órdenes, y cómo enviaba información a los británicos. Gammel aún vivía, y había sido entregado a la Gestapo para que fuese sometido a un «interrogatorio en profundidad», pero no había revelado nada más, probablemente porque no sabía nada más.
Peter había proseguido la investigación con su energía y su determinación habituales. Interrogó al superior de Poul, el arrogante jefe de escuadrón Kenthe. Habló con los padres de Poul, con sus amigos e incluso con su primo Mads, y no sacó nada de ninguno de ellos. Tenía a detectives siguiendo a la novia de Poul, Karen Duchwitz, pero de momento la joven no parecía ser nada más que una estudiante que se tomaba muy en serio sus clases en la escuela de ballet. Peter también mantenía bajo vigilancia al mejor amigo de Poul, Arne Olufsen. Arne era el candidato más prometedor, ya que no le hubiese costado mucho dibujar los esbozos de la base militar de Sande. Pero Arne había pasado la semana cumpliendo inocentemente con sus obligaciones. La noche de aquel día, viernes, había cogido el tren para ir a Copenhague, pero no había nada de insólito en eso.