Bond dio un respingo aún más fuerte que ella. Los ojos de la joven se encendieron por un instante y luego se volvieron inexpresivos.
—Siéntate correctamente —dijo Big con voz suave—. Te estás propasando.
Ella se irguió con lentitud. Tenía una baraja en las manos y comenzó a mezclar las cartas. Luego, tal vez por chulería, le transmitió otro mensaje de complicidad, y de algo más que complicidad.
Enseñó la sota de corazones. Luego la reina de picas. Dejó las dos mitades del mazo sobre su regazo, de modo que ambas figuras quedaron encaradas la una con la otra. Acercó cada mitad del mazo a la otra hasta que las cartas se unieron en un beso. Luego dejó caer las cartas de ambas mitades, una por una, alternándolas, y las mezcló de nuevo.
Durante este juego pueril no miró a Bond en ningún momento, y en cuestión de un instante había concluido. Pero él experimentó un destello de emoción y se le aceleró el pulso. Tenía una amiga en el campo enemigo.
—¿Estás preparada, Solitaire? —preguntó Big.
—Sí, las cartas están preparadas —respondió la muchacha con frialdad.
—Señor Bond, mire a los ojos de esta joven y repita los motivos que acaba de darme a mí para explicar su presencia en este lugar.
Bond la miró a los ojos. No contenían mensaje alguno. No enfocaban los suyos. Miraban a través de él.
Repitió lo que había dicho antes.
Por un instante sintió un misterioso estremecimiento. ¿Sabría aquella muchacha si decía la verdad o no? Y si era así, ¿hablaría a su favor o en contra de él?
En la habitación reinó un silencio mortal. Bond intentó asumir un aire de indiferencia. Alzó la mirada al techo y luego volvió a posarla sobre ella.
Los ojos de la joven perdieron la expresión ausente. Se apartaron de él y se volvieron hacia Big.
—Dice la verdad —declaró con tono frío.
Big reflexionó durante un instante. Luego pareció tomar una decisión. Pulsó un botón del intercomunicador.
—¿Blabbermouth?
—Sí, señor, jefe.
—¿Tienes a ese estadounidense, Leiter?
—Sí, señor.
—Dale una paliza considerable. Llévalo hasta el hospital Bellevue y déjalo tirado por los alrededores. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—No te dejes ver.
—No, señor.
Big devolvió el interruptor a la posición central.
—¡Maldita sea su alma! —exclamó Bond con virulencia—. ¡La CIA no le permitirá irse de rositas esta ocasión!
—Olvida usted, señor Bond, que no tienen jurisdicción en Estados Unidos. El servicio secreto norteamericano carece por completo de poder dentro del territorio estadounidense, sólo le está permitido operar en el exterior. Y los del FBI no son amigos de la CIA precisamente. Tee-Hee, ven aquí.
—Sí, señor, jefe.
Tee-Hee se acercó y se detuvo junto al escritorio. Big miró a Bond.
—¿Qué dedo usa menos, señor Bond? A Bond le sorprendió aquella pregunta. Su mente comenzó a trabajar a toda velocidad.
—Aunque, pensándolo bien, supongo que me responderá que el meñique de la mano izquierda —continuó diciendo la voz suave—. Tee-Hee, parte al señor Bond el dedo meñique de la mano izquierda.
—Jee-jee —rió el negro con voz de falsete, parecida al sonido de su nombre—. Jee-jee.
Avanzó con paso airoso hacia Bond. Éste se aferró con desesperación a los reposabrazos de la silla. El sudor comenzó a empaparle la frente mientras intentaba imaginarse el dolor que iba a experimentar, para así controlarlo.
El negro soltó con lentitud el meñique de la mano izquierda de Bond, inmovilizada por completo.
Lo cogió por la punta entre sus dedos índice y pulgar y, con mucha lentitud, comenzó a doblarlo hacia atrás, al tiempo que profería necias risillas para sí.
Bond se sacudía tratando de levantarse para derribar la silla, pero Tee-Hee posó la otra mano sobre el respaldo y la sujetó en su sitio. El sudor corría por el rostro de Bond. Sus dientes quedaron al descubierto en un rictus involuntario. A través del dolor que iba en aumento, veía los ojos muy abiertos de la joven fijos en él, los rojos labios ligeramente separados.
El dedo, que estaba vertical, en ángulo recto con la mano, comenzó a inclinarse hacia atrás, en dirección a la muñeca. De repente cedió. Se oyó un chasquido seco.
—Con eso será suficiente —dijo Big.
Tee-Hee soltó de mala gana el dedo fracturado.
Bond profirió un suave gemido animal y se desmayó.
—Este tipo no tiene ningún sentido del humor —comentó Tee-Hee.
Solitaire se desplomó contra el respaldo de la silla y cerró los ojos.
—¿Llevaba alguna arma? —preguntó Big.
—Sí, señor.
Tee-Hee se sacó del bolsillo la Beretta de Bond y la hizo resbalar por la superficie del escritorio. Big la recogió y la observó como un experto. La sopesó con una mano y palpó el tacto de la culata de hueso. Luego accionó el cerrojo para que todas las balas cayeran sobre el escritorio, verificó que también había vaciado la recámara, y la empujó por el escritorio hacia Bond.
—Despiértalo —dijo al tiempo que miraba su reloj. Señalaba las tres en punto.
Tee-Hee se situó a espaldas de Bond y le clavó las uñas en los lóbulos de las orejas.
El agente británico gimió y levantó la cabeza.
Su mirada se posó sobre Big y profirió una sarta de obscenidades.
—Dé gracias por no estar muerto —respondió el otro, sin evidenciar emoción alguna—. Cualquier dolor es preferible a la muerte. Ahí tiene su pistola. Me quedo con las balas. Tee-Hee, devuélvesela.
Tee-Hee la cogió del escritorio y volvió a colocarla en la funda sobaquera de Bond.
—Le explicaré brevemente por qué no está muerto —continuó Big—; por qué se le ha permitido gozar de la sensación del dolor en lugar de aumentar la contaminación del río Harlem desde el interior de lo que jocosamente se ha dado en llamar el abrigo de cemento.
Hizo una pausa momentánea, para luego proseguir.
—Señor Bond, yo sufro de aburrimiento. Soy víctima de eso que los primeros cristianos denominaban «abulia», la mortal letargía que se apodera de aquellos que están saciados, de los que ya no tienen ningún deseo. Soy absolutamente preeminente en la profesión que he escogido, gozo de la confianza de quienes, en ocasiones, recurren a mis talentos, y del temor y la obediencia instantánea de aquellos a los que contrato yo. No me quedan, en su sentido literal, más mundos por conquistar dentro de la órbita que he escogido. Y como es demasiado tarde para que cambie esa órbita por otra, y puesto que el poder es la meta de todas las ambiciones, resulta bastante difícil que pueda adquirir más poder en otra esfera del que ya poseo en ésta.
Bond lo escuchaba sólo con una mitad de su atención. Con la otra ya estaba trazando planes. Percibía la presencia de Solitaire, pero mantenía los ojos apartados de ella. Miraba fijamente el enorme rostro grisáceo y los ojos dorados que no parpadeaban.
La voz suave continuó.
—Señor Bond, ahora sólo me proporciona placer la calidad artística, el acabado y la fineza que me es dado conferir a mis operaciones. En mi caso se ha convertido en casi una manía dotar a la ejecución de mis asuntos de una corrección absoluta y de un elevado grado de elegancia. Todos los días, señor Bond, intento fijarme metas aún más elevadas de sutilidad y perfección técnica, de modo que cada uno de mis procedimientos sea una obra de arte que lleve mi firma, como las creaciones de, digamos, Benvenuto Cellini
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. De momento me conformo con ser mi único juez, pero creo con toda sinceridad, señor Bond, que la aproximación a la perfección que alcanzo continuamente con cada una de mis operaciones, acabará obteniendo un lugar de privilegio en la historia de nuestros tiempos.
Big hizo una pausa. Bond observó que sus grandes ojos amarillos estaban abiertos de par en par, como si tuviera visiones. «Es un megalómano delirante», pensó el agente británico. Y tanto más peligroso debido a eso. El fallo de la mayoría de las mentes criminales radicaba en que la codicia era su único impulso. Una mente aplicada era algo por completo distinto. Aquel hombre no era ningún gángster. Era una amenaza. Bond experimentaba fascinación y sentía un ligero temor.
—Acepto el anonimato por dos razones —prosiguió la voz suave—. Porque lo exige la naturaleza de mis operaciones y porque admiro la negación de la propia personalidad del artista anónimo. Si me permite la presunción, yo me veo como uno de esos pintores de frescos egipcios que dedicaron su vida a crear obras maestras en las tumbas de los reyes, a sabiendas de que ningún ser vivo las contemplaría jamás.
Los enormes párpados se cerraron durante un momento.
—En cualquier caso, volvamos al tema que nos ocupa. Señor Bond, la razón de que no lo haya matado esta madrugada se debe a que no me proporcionaría placer estético alguno abrirle un agujero en el estómago. Con este ingenio —añadió, al tiempo que señalaba con un gesto el arma de fuego que apuntaba al agente británico desde el cajón del escritorio— ya he abierto muchos agujeros en muchos estómagos, así que estoy satisfecho sabiendo que mi pequeño juguete mecánico es un logro técnico perfecto. Más aún, como usted sin duda ha conjeturado, sería para mí una molestia tener por aquí un montón de entrometidos haciendo preguntas acerca de su desaparición y la de su amigo, el señor Leiter. No sería más que una molestia, pero, por varias razones, en el momento presente prefiero concentrarme en otros asuntos.
Big miró su reloj.
—Así pues, he decidido dejar mi tarjeta de visita marcada en cada uno de ustedes y hacerles una única advertencia solemne: usted debe abandonar el país hoy mismo y el señor Leiter solicitar otra misión. Ya tengo bastantes molestias sin necesidad de que un montón de agentes de Europa se añadan a las considerables fuerzas de los entrometidos nacionales con quienes he de habérmelas.
»Eso es todo —concluyó—. Si vuelvo a verlo, morirá de la manera más ingeniosa y adecuada que yo sea capaz de inventar ese día. Tee-Hee, acompaña al señor Bond al garaje. Di a dos de los hombres que lo lleven a Central Park y lo arrojen al estanque. Si se resiste, pueden hacerle daño, pero no matarlo. ¿Entendido?
—Sí, señor, jefe —respondió Tee-Hee, profiriendo risillas tontas con su aguda voz de falsete.
Desató los tobillos a Bond y luego las muñecas. Cogió la mano lastimada del agente británico y se la torció por detrás de la espalda. A continuación, con la mano libre, soltó la correa que le rodeaba el cuerpo. De un tirón, lo puso de pie.
—Levántate —ordenó Tee-Hee.
Bond miró una vez más el enorme rostro grisáceo.
—Aquellos que merecen morir reciben la muerte que merecen. —Hizo una pausa y luego añadió—: Escríbalo. Es un pensamiento original.
Luego miró a Solitaire. Tenía la vista clavada en las manos que descansaba sobre el regazo. No alzó los ojos.
—En marcha —dijo Tee-Hee. Hizo girar a Bond de cara a la pared y lo empujó hacia delante mientras le levantaba la muñeca hacia los omóplatos hasta casi dislocarle el hombro. Bond profirió un gemido que sonaba muy auténtico y sus pasos vacilaron. Esperaba que Tee-Hee creyera que estaba acobardado y se había vuelto dócil. Quería que la torturante presa sobre su brazo izquierdo se aflojara sólo un poco. Según lo llevaba, cualquier movimiento repentino tendría como resultado la fractura del mismo.
Tee-Hee pasó una mano por encima de un hombro de Bond y empujó uno de los libros de los abarrotados estantes. Una sección grande se abrió girando sobre un pivote central. Empujó a Bond para que la traspusiera y la golpeó con un pie para que volviera a su sitio. Se cerró con un doble chasquido metálico. Por el grueso de la puerta, Bond supuso que estaría insonorizada. Se encontraban encarados con un corto pasillo enmoquetado que acababa en unas escaleras que descendían.
—Me estás partiendo el brazo —dijo Bond con un gemido—. Ten cuidado. Voy a desmayarme.
Dio otro traspié mientras intentaba medir la posición del negro a su espalda. Recordó el precepto de Leiter: «Espinillas, entrepierna, estómago y garganta. Si los golpeas en cualquier otra parte, no conseguirás otra cosa que romperte la mano».
—Cierra la boca —ordenó el negro, pero Bond logró bajar la mano unos pocos centímetros.
Era todo lo que necesitaba.
Estaban en mitad del pasillo y sólo quedaban unos pocos pasos hasta el comienzo de la escalera. Bond dio otro traspié, de modo que el cuerpo del negro chocara contra el suyo. Eso le proporcionó la distancia y la dirección que necesitaba.
Se inclinó un poco y su mano derecha, tiesa y plana como una tabla, salió disparada por un lado y hacia atrás. Sintió que impactaba con fuerza en su objetivo. El negro profirió un penetrante grito, como un conejo herido, y el brazo izquierdo de Bond quedó libre. Giró sobre sus talones al tiempo que desenfundaba la descargada pistola con la mano derecha. El negro, doblado por la cintura, tenía las manos entre las piernas y profería grititos jadeantes. Bond descargó un fuerte golpe con el arma en la parte trasera de la lanosa cabeza. Se oyó un golpe sordo, como si hubiese llamado a una puerta, el negro gimió y cayó hacia delante con las manos tendidas para amortiguar el impacto contra el suelo. Bond se situó detrás de él y, con toda la fuerza que fue capaz de imprimir al zapato reforzado con la puntera de acero, asestó una tremenda patada por debajo de los fondillos del pantalón color espliego del negro.
Un último grito breve salió de la garganta del hombre mientras volaba cubriendo los pocos pasos que lo separaban de la escalera. Su cabeza golpeó contra la barandilla de hierro y luego, como una rueda de batientes brazos y piernas, desapareció escalones abajo. Se oyó un pequeño estrépito cuando rebotó en algún obstáculo, luego una pausa, y a continuación una mezcla de ruidos sordos y chasquidos al caer al suelo de golpe. Después reinó el silencio.
Bond se enjugó el sudor que le caía en los ojos y se detuvo a escuchar. Se metió la mano izquierda herida dentro del bolsillo de la americana. Le latía de dolor y la tenía hinchada hasta casi el doble de su tamaño normal. Con la pistola en la mano derecha, avanzó hasta el inicio de la escalera y comenzó a bajar por ella con lentitud, caminando en silencio sobre las puntas de los pies.
Sólo una planta lo separaba del cuerpo que yacía abajo con los miembros extendidos. Al llegar al descansillo, se detuvo de nuevo para escuchar. Muy cerca, oyó el gemido agudo de algún tipo de radiotransmisor rápido. Verificó que procedía de detrás de una de las dos puertas que había en el descansillo. Debía de ser el centro de comunicaciones del señor Big. Habría querido hacer un registro rápido, pero su pistola estaba descargada y no tenía ni idea de cuántos hombres encontraría en la habitación. Sólo los auriculares que les cubrían los oídos podían ser la única razón que había impedido que los operadores oyeran el ruido provocado por la caída de Tee-Hee. Continuó bajando con cautela.