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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (17 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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Ahora bien, el frágil mecanismo de las pasiones no quiere que se las apremie de la misma manera ni con la misma insistencia a medida que se corrigen; conviene que la pena se atenúe con los efectos que produce. Puede muy bien ser fija, en el sentido de que se halla determinada para todos, de la misma manera, por la ley; su mecanismo interno debe ser variable. En su proyecto para la Constituyente, Le Peletier proponía penas de intensidad decreciente: un condenado a la pena más grave no habría de sufrir el calabozo (cadena en pies y manos, oscuridad, soledad, pan y agua) sino durante una primera fase; tendría la posibilidad de trabajar dos y después tres días a la semana. Al llegar a los dos tercios de su pena, podría pasar al régimen de la
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(calabozo alumbrado, cadena a la cintura, trabajo solitario durante cinco días a la semana, pero en común los otros dos; este trabajo le sería pagado y le permitiría mejorar su comida diaria). En fin, al acercarse el término de su condena, se le sometería al régimen de la prisión: "Podrá reunirse todos los días con todos los demás presos para un trabajo en común. Si lo prefiere, podrá trabajar solo. Su alimento será el que obtenga por su trabajo."
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4) Por parte del condenado, la pena es un mecanismo de los signos, de los intereses y de la duración. Pero el culpable no es más que uno de los blancos del castigo. Éste afecta sobre todo a los otros, a todos los culpables posibles. Que estos signos-obstáculo que se graban poco a poco en la representación del condenado circulen, pues, rápida y ampliamente, que sean aceptados y redistribuidos por todos, que formen el discurso que cada cual dirige a todo el mundo y por el cual todos se vedan el crimen —la buena moneda que sustituye, en los espíritus, al falso provecho del delito.

Para esto, es preciso que el castigo parezca no sólo natural, sino interesante. Es preciso que cada cual pueda leer en él su propia ventaja. Que se acaben esas penas espectaculares, pero inútiles. Que se acaben las penas secretas, también; pero que los castigos puedan ser considerados como una retribución que el culpable da a cada uno de sus conciudadanos, por el crimen que los ha perjudicado a todos: unas penas "que salten sin cesar a los ojos de los ciudadanos", y que pongan "de manifiesto la utilidad pública de los movimientos comunes y particulares".
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El ideal sería que el condenado apareciera como una especie de propiedad rentable: un esclavo puesto al servicio de todos. ¿Por qué la sociedad suprimiría una vida y un cuerpo que podría apropiarse? Sería más útil hacerle "servir al Estado en una esclavitud más o menos amplia según la índole de su delito"; en Francia son muchos los caminos impracticables que obstaculizan el comercio, y a los ladrones, que también obstaculizan la libre circulación de las mercancías, podría ponérselos a reconstruir esos caminos. Más que la muerte, sería elocuente "el ejemplo de un hombre a quien se tiene siempre ante los ojos, a quien se ha privado de la libertad y que está obligado a emplear el resto de su vida en reparar la pérdida que ha causado a la sociedad".
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En el antiguo sistema, el cuerpo de los condenados pasaba a ser la cosa del rey, sobre la cual el soberano imprimía su marca y dejaba caer los efectos de su poder. Ahora, habrá de ser un bien social, objeto de una apropiación colectiva y útil. De ahí el hecho de que los reformadores han propuesto casi siempre los trabajos públicos como una de las mejores penas posibles. Por lo demás, los Cuadernos de quejas los han seguido: "Que los condenados a cualquier pena, menos la de muerte, lo sean a los trabajos públicos del país, por un tiempo proporcionado a su delito."
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Trabajo público que quiere decir dos cosas: interés colectivo en la pena del condenado y carácter visible, controlable, del castigo. Así, el culpable paga dos veces: por el trabajo que suministra y por los signos que produce. En el corazón de la sociedad, en medio de las plazas públicas o el camino real, el condenado es un foco de provechos y de significados. Visiblemente sirve a cada cual; pero a la vez, desliza en el ánimo de todos el signo crimen-castigo: utilidad secundaria, puramente moral ésta, pero mucho más real.

5) De donde toda una economía docta de la publicidad. En el suplicio corporal, el terror era el soporte del ejemplo: miedo físico, espanto colectivo, imágenes que deben grabarse en la memoria de los espectadores, del mismo modo que la marca en la mejilla o en el hombro del condenado. El soporte del ejemplo, ahora, es la lección, el discurso, el signo descifrable, la disposición escénica y pictórica de la moralidad pública. Ya no es la restauración aterradora de la soberanía que va a sostener la ceremonia del castigo, es la reactivación del Código, el fortalecimiento colectivo del vínculo entre la idea del delito y la idea de la pena. En el castigo, más que ver la presencia del soberano, se leerán las propias leyes. Éstas habían asociado a tal delito tal castigo. Inmediatamente cometido el crimen y sin que se perdiera tiempo, el castigo vendrá, convirtiendo en acto el discurso de la ley y mostrando que el Código, que enlaza las ideas, enlaza también las realidades. La unión, inmediata en el texto, debe serlo en los actos. "Considerando esos primeros momentos en que la noticia de algún hecho atroz se difunde por nuestras ciudades y por nuestros campos; los ciudadanos se parecen a unos hombres que han visto caer el rayo a su lado; cada cual se encuentra lleno de indignación y de horror... He aquí el momento de castigar el crimen: no lo dejéis escapar; apresuraos a hacer que confiese y a juzgarlo. Levantad patíbulos, hogueras, arrastrad al culpable a las plazas públicas, llamad al pueblo a voces. Entonces, lo oiréis aplaudir la proclamación de vuestras sentencias, como la de la paz y de la libertad; lo veréis acudir a esos horribles espectáculos como al triunfo de las leyes."
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El castigo público es la ceremonia de la inmediata trasposición del orden.

La ley se reforma, acaba de ocupar de nuevo su lugar al lado del desmán que la violara. El malhechor, en cambio, ha sido separado de la sociedad. La abandona. Pero no en esas fiestas ambiguas de Antiguo Régimen en las que el pueblo tomaba fatalmente su parte, ya del crimen, ya
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la ejecución, sino en una ceremonia del pueblo. La sociedad que ha recobrado sus leyes, ha perdido a aquel de los ciudadanos que las había violado. El castigo público debe manifestar esta doble aflicción: que se haya podido ignorar la ley, y que se esté obligado a separarse de un ciudadano. "Unid al suplicio el aparato más lúgubre y más conmovedor; que este día terrible sea para la patria un día de duelo; que el dolor general se pinte por doquier en grandes caracteres... Que el magistrado cubierto del fúnebre crespón anuncie al pueblo el atentado y la triste necesidad de una venganza legal. Que las diferentes escenas de esta tragedia impresionen todos los sentidos y conmuevan todos los afectos benignos y honestos."
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Duelo cuyo sentido debe ser claro para todos; cada elemento de su ritual debe hablar, decir el crimen, recordar la ley, demostrar la necesidad del castigo, justificar su medida. Anuncios, carteles, signos, símbolos deben multiplicarse, para que cada cual pueda aprender los significados. La publicidad del castigo no debe difundir un efecto físico de terror; debe abrir un libro de lectura. Le Peletier proponía que el pueblo, una vez al mes, pudiera visitar a los condenados "en su doloroso recinto: leerá, trazado en gruesos caracteres, sobre la puerta del calabozo, el nombre del culpable, el delito y la sentencia".
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Y en el estilo ingenuo y militar de las ceremonias imperiales, Bexon imaginaría unos años más tarde todo un cuadro de heráldica penal: "El condenado a muerte será conducido al cadalso en un coche 'tapizado, o pintado de negro mezclado de rojo'; si ha traicionado, llevará una camisa roja sobre la cual se leerá, por delante y por detrás, la palabra 'traidor'; si es parricida, llevará la cabeza cubierta con un velo negro y sobre su camisa se verán bordados unos puñales o los instrumentos de muerte que haya utilizado; si ha envenenado, su camisa roja estará adornada de serpientes y de otros animales venenosos."
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Esta lección legible, esta trasposición del orden ritual, hay que repetirlas con la mayor frecuencia posible; que los castigos sean una escuela más que una fiesta; un libro siempre abierto antes que una ceremonia. La duración que hace que el castigo sea eficaz para el culpable es útil también para los espectadores. Deben poder consultar a cada instante el léxico permanente del crimen y del castigo. Pena secreta, pena casi perdida. Seria preciso que los niños pudieran acudir a los lugares en que aquélla se ejecuta; allí harían sus clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender periódicamente las leyes. Concibamos los lugares de castigo como un Jardín de las Leyes que las familias visitaran los domingos. "Yo querría que de vez en cuando, tras de haber preparado las inteligencias por medio de un discurso razonado sobre la conservación del orden social, sobre la utilidad de los castigos, se condujera a los jóvenes, incluso a los hombres, a las minas, a los trabajos, para contemplar la suerte espantosa de los proscritos. Estas peregrinaciones serían más útiles que las que realizan los turcos a La Meca."
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Y Le Peletier consideraba que esta visibilidad de los castigos era uno de los principios fundamentales del nuevo Código penal: "A menudo y en épocas señaladas, la presencia del pueblo debe llevar la vergüenza a la frente del culpable; y la presencia del culpable en la penosa situación a que lo ha reducido su delito debe llevar al alma del pueblo una instrucción útil."
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Mucho antes de ser concebido como un objeto de ciencia, se sueña al criminal como elemento de instrucción. Después de la visita de caridad para compartir el dolor de los presos —el siglo XVII la había inventado o exhumado—, se ha soñado en esas visitas de niños que acuden a aprender cómo el beneficio de la ley viene a aplicarse al crimen: viva lección en el museo del orden.

6) Entonces podrá invertirse en la sociedad el tradicional discurso del delito. Grave preocupación para los forjadores de leyes del siglo XVIII: ¿cómo apagar la gloria dudosa de los criminales? ¿Cómo hacer callar la epopeya de los grandes malhechores cantados por los almanaques, las hojas sueltas, los relatos populares? Si la trasposición del orden punitivo está bien hecha, si la ceremonia de duelo se desarrolla como es debido, el crimen no podrá aparecer ya sino como una desdicha y el malhechor como un enemigo a quien se enseña de nuevo la vida social. En lugar de esas alabanzas que hacen del criminal un héroe, no circularán ya en el discurso de los hombres otra cosa que esos signos-obstáculo que contienen el deseo del crimen con el temor calculado del castigo. El mecanismo positivo funcionará de lleno en el lenguaje de todos los días, y éste lo fortificará sin cesar con relatos nuevos. El discurso pasará a ser el vehículo de la ley: principio constante de la trasposición universal del orden. Los poetas del pueblo coincidirán al fin con aquellos que se llaman a sí mismos los "misioneros de la eterna razón", y se harán moralistas. "Lleno por completo de esas terribles imágenes y de esas ideas saludables, cada ciudadano vendrá a derramarlas en su familia, y allí, por largos relatos hechos con tanto calor como ávidamente escuchados, sus hijos sentados en torno suyo abrirán su joven memoria para recibir, en rasgos inalterables, la idea del crimen y del castigo, el amor a las leyes y a la patria, el respeto y la confianza en la magistratura. Los habitantes de los campos, testigos también de estos ejemplos, los sembrarán en torno de sus cabañas, la afición a la virtud arraigará en esas almas toscas, en tanto que el malvado consternado por la alegría pública, asustado al ver que tiene tantos enemigos, renunciará quizá a unos proyectos cuyo resultado no es menos rápido que funesto."
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He aquí, pues, cómo hay que imaginar la ciudad punitiva. En las esquinas, en los jardines, al borde de los caminos que se rehacen o de los puentes que se construyen, en los talleres abiertos a todos, en el fondo de las minas que se visitan, mil pequeños teatros de castigos. Para cada delito, su ley; para cada criminal, su pena. Pena visible, pena habladora que lo dice todo, que explica, se justifica, convence: carteles, letreros, anuncios, avisos, símbolos, textos leídos o impresos, todo esto repite infatigablemente el Código. Decorados, perspectivas, electos de óptica, elementos arquitectónicos ilusorios, amplían en ocasiones la escena, haciéndola más terrible de lo que es, pero también más clara. Del lugar en que el público está colocado, pueden suponerse ciertas crueldades que, de hecho, no ocurren. Pero lo esencial para estas severidades reales o ampliadas es que, según una estricta economía, sean todas instructivas: que cada castigo constituya un apólogo. Y que en contrapunto de todos los ejemplos directos de virtud, se pueda a cada instante encontrar, como una escena viva, las desdichas del vicio. En torno de cada una de estas "representaciones" morales, los escolares se agolparán con sus maestros y los adultos aprenderán qué lecciones enseñar a sus hijos. No ya el gran ritual aterrador de los suplicios, sino al hilo de los días y de las calles, ese teatro serio, con sus escenas múltiples y persuasivas. Y la memoria popular reproducirá en sus rumores el discurso austero de la ley. Pero quizá será necesario, por encima de esos mil espectáculos y relatos, poner el signo mayor del castigo para el más terrible de los crímenes: la piedra angular del edificio penal. En todo caso, Vermeil había imaginado la escena del absoluto castigo que debía dominar todos los teatros del castigo cotidiano: el único caso en el que se debía tratar de llegar al infinito punitivo. Un poco el equivalente en la nueva penalidad de lo que había sido el regicidio en la antigua. Al culpable se le saltarían los ojos; se le encerraría en una jaula de hierro, suspendida en el aire, por encima de una plaza pública; estaría completamente desnudo, con sólo un cinturón de hierro, sujeto a los barrotes, y hasta el fin de sus días, se le alimentaría de pan y agua. "De este modo, estaría expuesto a todos los rigores de las estaciones, unas veces su frente cubierta de nieve, otras calcinada por un sol ardiente. En este riguroso suplicio, ofreciendo más bien la prolongación de una muerte dolorosa que la de una vida penosa, es donde podría realmente reconocerse a un malvado entregado al horror de la naturaleza entera, condenado a no ver ya el cielo al que ultrajó y a no habitar la tierra que ha mancillado."
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Por encima de la ciudad punitiva, esa araña de hierro; y al que debe crucificar así la nueva ley, es al parricida.

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