—No, temo que no.
A su espalda, sonó la voz de Duval:
—Tampoco yo puedo ver nada.
—¿Ha ajustado ya el hilo? —preguntó Grant, volviéndose.
—Todavía no —respondió Duval—. No puedo trabajar con todo este movimiento. Habrá que esperar. ¿Qué estaban diciendo sobre los anticuerpos?
—Ya que no está usted trabajando, podemos apagar las luces interiores —dijo Michaels—. ¡Owens!
Se apagaron las luces, y el interior de la embarcación quedó únicamente iluminado por el reflejo de los faros; un reflejo castaño, fantástico y titilante, que envolvía en sombras los rostros de todos.
—¿Qué pasa en el exterior? —preguntó Cora.
—Es lo que estoy tratando de explicar —respondió Michaels—. Observen los bordes de las bacterias que tenemos delante.
Grant se esforzó cuanto pudo, entornando los párpados.
La luz era vacilante e irregular.
—¿Se refiere a esos pequeños objetos que parecen perdigones?
—Exactamente. Son moléculas anticuerpos. Proteínas, ¿sabe?, y lo bastante grandes para que podamos verlas, en nuestro estado actual. Ahí viene una ¡Fíjense!
Uno de los diminutos anticuerpos pasó junto a la ventanilla. Visto de cerca, no parecía en absoluto un perdigón, sino algo bastante mayor, como un menudo puñado de
spaghetti
, de forma vagamente esférica. Unos apéndices finísimos, visibles únicamente como débiles rayos de luz, sobresalían aquí y allá
—¿Y qué es lo que hacen? —preguntó Grant.
—Cada bacteria tiene una pared celular distintiva, constituida por agrupaciones atómicas específicas sujetas entre sí de manera también específica. A nosotros, las diferentes paredes nos parecen lisas y uniformes; pero, si fuésemos todavía más pequeños, si nos hubieran miniaturizado a escala molecular en vez de hacerlo a escala bacteriana, veríamos que cada pared está constituida por un mosaico, y que este mosaico es distinto en las diferentes especies bacterianas. Los anticuerpos tienen la facultad de ajustarse perfectamente a este mosaico, y, en el momento en que han cubierto los puntos clave de la pared, la célula bacteriana muere; es como si le tapásemos a un hombre la boca y la nariz hasta ahogarlo.
—Puede verse cómo se incrustan —dijo Cora, muy excitada—. Es... es horrible.
—¿Se compadece usted de las bacterias, Cora? —dijo Michaels, sonriendo.
—No; pero esos anticuerpos, con su manera de agarrarse, parecen malignos.
—No les atribuya emociones humanas —dijo Michaels—. No son más que moléculas que se mueven ciegamente. Las fuerzas interatómicas las atraen sobre esas porciones de la pared y las mantienen allí. Es algo parecido a la atracción que ejerce un imán sobre un pedazo de hierro. ¿Calificaría usted de maligno el ataque del imán?
Sabiendo ya lo que tenía que mirar, Grant podía ver ahora lo que ocurría. Una bacteria, moviéndose ciegamente entre una nube de anticuerpos, parecía atraerlos, obligarles a posarse encima de ella. Y los anticuerpos se alineaban, uno al lado de otro, enlazando sus tentáculos.
—Algunos de los anticuerpos parecen indiferentes... —dijo Grant—. No tocan a la bacteria...
—Los anticuerpos son específicos —dijo Michaels—. Cada uno de ellos ha sido formado para adaptarse al mosaico de una clase particular de bacteria, o a una molécula proteínica especial. En este momento, la mayoría de los anticuerpos, aunque no todos, se adaptan a las bacterias que nos rodean. La presencia de estas bacterias particulares ha estimulado la rápida formación de esta variedad particular de anticuerpos. Cómo se produce este estímulo, es algo que todavía ignoramos.
—¡Dios mío! —exclamó Duval—. ¡Miren!
Una de las bacterias aparecía ahora completamente revestida de anticuerpos, los cuales se habían adaptado a todas sus irregularidades, de modo que aquélla parecía ser exactamente igual que antes, pero provista de una pared más gruesa.
—Se adaptan perfectamente —dijo Cora.
—No; no lo crea. ¿No ve cómo los lazos intermoleculares de las moléculas anticuerpos producen una especie de presión sobre la bacteria? Esto es algo que nunca pudo verse claramente, ni siquiera en los microscopios electrónicos, que sólo nos muestran objetos muertos.
Reinó el silencio entre la tripulación del
Proteus
, el cual, lentamente, iba dejando la bacteria atrás. El revestimiento de anticuerpos parecía endurecerse y apretarse, mientras se encogía la bacteria. Y la concha siguió apretando, apretando, hasta que, de pronto, pareció que la bacteria cedía y quedaba aplastada. Los anticuerpos se juntaron y lo que había sido como un bastón se convirtió en una forma ovoide.
—Han matado a la bacteria —dijo Cora, con repugnancia—. La han aplastado literalmente hasta matarla.
—Es muy notable —dijo Duval—. ¡Qué instrumento de investigación tenemos en el
Proteus
!
—¿Está usted seguro de que no debemos temer a los anticuerpos? —preguntó Grant.
—Así lo creo —respondió Michaels—. Los anticuerpos no han sido hechos para nosotros.
—¿Está seguro? Tengo la impresión de que, si se les estimula debidamente, pueden formarse para cualquier cuerpo.
—Supongo que tiene razón; pero, por lo que veo, no los estimulamos.
Owens gritó:
—Más fibras al frente, doctor Michaels. Estamos bien envueltos en esa porquería. Reducen nuestra velocidad.
—Casi hemos salido del ganglio, Owens —dijo Michaels.
De vez en cuando, una bacteria serpenteante chocaba con la nave, la cual se estremecía a su contacto; pero la lucha era cada vez más débil y las bacterias salían siempre perdiendo. El
Proteus
avanzó, saltando y cabeceando, por un nuevo bosque de fibras.
—Adelante en línea recta —dijo Michaels—. Un nuevo giro a la izquierda y nos hallaremos en el canal linfático eferente.
—Arrastramos fibras —dijo Owens—. El
Proteus
parece un perro lanudo.
—¿Cuántos ganglios más tendremos que cruzar para llegar al cerebro? —preguntó Grant.
—Otros tres. Tal vez podamos evitar uno. Pero no estoy muy seguro.
—No podemos hacer esto. Perdemos demasiado tiempo. Fracasaremos si tenemos que cruzar otros tres como éste. ¿No hay ningún... ningún atajo?
Michaels movió la cabeza.
—Ninguno que no nos crease problemas más graves que los presentes. Pero es seguro que podremos cruzar los ganglios. Las fibras que llevamos a rastras se desprenderán, y, si no nos detenemos a contemplar la guerra de las bacterias, podremos ir más de prisa.
—Y la próxima vez —dijo Grant, frunciendo las cejas—, presenciaremos una lucha en que intervendrán células blancas.
Duval se inclinó sobre los mapas de Michaels y dijo:
—¿Dónde nos hallamos ahora, Michaels?
—En este punto preciso —dijo Michaels, observando atentamente al cirujano.
Duval reflexionó un momento.
—Deje que me oriente —dijo—. Ahora estamos en el cuello, ¿no?
—Sí.
Grant pensó: ¿en el cuello? Precisamente donde habían iniciado el viaje. Miró el cronómetro. Marcaba 28. Había transcurrido más de la mitad de tiempo y volvían a estar en el punto de partida.
—¿No podríamos evitar todos los ganglios —dijo Duval—, acortando al mismo tiempo nuestra ruta, si girásemos aquí y nos dirigiésemos al oído interno? Desde éste hasta el coágulo, la distancia es insignificante.
La frente de Michaels se llenó de arrugas
—Esto parece muy bien sobre el mapa —dijo—. Un rápido cambio de rumbo, y ya hemos llegado. Pero, ¿ha pensado en lo que significa el paso por el oído interno?
—¿Qué significa? —preguntó Duval.
—No hace falta que le diga, mi querido doctor, que el oído es un aparato destinado a concentrar y amplificar las ondas sonoras. El menor ruido, el «menor» ruido exterior, produce intensas vibraciones en el oído interno. A nuestra escala de miniaturización, estas vibraciones serían mortales.
—Sí, comprendo —dijo Duval, reflexivamente.
—¿Es «continua» la vibración del oído interno? —inquirió Grant.
—Sí, a menos que el silencio sea absoluto, que ningún ruido llegue hasta él. E incluso en este caso, y dado nuestro estado miniaturizado, percibiríamos probablemente algún suave movimiento.
—¿Peor que el movimiento de Brown?
—Posiblemente, no.
—Creo haber comprendido que el sonido tiene que proceder del exterior. Si pasamos por el oído interno, ¿puede verse éste afectado por el zumbido del motor de la nave o por el sonido de nuestras propias voces?
—No; estoy seguro de que no. El oído interno no está preparado para recibir nuestras vibraciones miniaturizadas.
—Entonces, si los que se encuentran en la habitación del hospital guardan un silencio absoluto...
—¿Y cómo lograr que lo hagan? —preguntó Michaels, y, casi con brutalidad, añadió—: «Usted» desmontó el aparato de radio, y es imposible comunicar con ellos.
—Pero pueden seguirnos. Verán que nos dirigimos al oído interno y comprenderán la necesidad de guardar silencio.
—¿Lo comprenderán?
—¿Pueden dejar de comprenderlo? —dijo Grant, con impaciencia—. La mayoría de ellos son médicos. Conocen perfectamente esta materia.
—¿Se empeña en correr este riesgo?
Grant miró a su alrededor.
—¿Qué opinan los demás?
—Yo seguiré el camino que me sea trazado —dijo Owens—, pero no quiero determinarlo yo mismo
—No sé —dijo Duval.
—Yo sí que lo «sé» —dijo Michaels—. Me opongo. Grant miró un breve instante a Cora, la cual guardó silencio.
—Está bien —dijo aquél—. Asumo la responsabilidad. Nos dirigiremos al oído interno. Marque la ruta, Michaels.
—Escuche... —dijo éste.
—Mi decisión está tomada, Michaels. Marque la ruta. Michaels enrojeció y, a continuación, se encogió de hombros.
—Tenemos que girar a la izquierda al llegar al punto que le indico aquí, Owens...
OÍDO
Carter levantó distraídamente su taza de café. Unas gotas de líquido cayeron sobre la pernera de su pantalón. Aunque se dio cuenta de ello, no le prestó atención.
—¿Dice usted que han cambiado de rumbo?
—Supongo que habrán pensado que han perdido demasiado tiempo en el ganglio linfático y que querrán evitar el paso por los otros —dijo Reid.
—Está bien. ¿Y adonde se encaminan?
—Todavía no lo sé con certeza, pero parecen dirigirse al oído interno. Dudo de que sea una medida acertada.
Carter dejó la taza y la apartó a un lado. Ni siquiera había tocado el café.
—¿Por qué no?
Dirigió una rápida mirada al cronómetro. Marcaba 27.
—Será difícil. Tendremos que vigilar los ruidos.
—¿Por qué?
—Ya puede usted imaginárselo, Al. El oído reacciona a los sonidos. Vibra el caracol. Si el
Proteus
se encuentra cerca de éste, vibrará a su vez, y esta vibración puede destruirlo.
Carter se inclinó hacia delante en su asiento y miró fijamente el rostro tranquilo de Reid.
—Entonces, ¿por qué diablos se dirigen allí?
—Seguramente porque presumen que sólo siguiendo esta ruta podrán llegar con tiempo a su destino. Aunque también es posible que se hayan vuelto locos. No podemos saberlo, ya que han destruido su radio.
—¿Están ya allí? —dijo Carter—. Quiero decir, en el oído interno.
Reíd apretó un botón y formuló una pregunta.
—Están a punto de entrar en él —dijo.
—¿Comprenderán los que están en el quirófano la necesidad de guardar silencio?
—Supongo que sí.
—«Lo supone.» ¿De qué sirven las suposiciones?
—Además, estarán poco tiempo.
—Puede ser demasiado. Escuche: dígales a los de abajo... No, es demasiado tarde para arriesgarnos. Deme un pedazo de papel y llame a alguien. A cualquiera. A cualquiera.
Entró un guardia armado y saludó.
—¡Oh, cállese! —dijo Carter, con voz cansada y sin devolverle el saludo.
Había garrapateado en el papel, en letra de imprenta: «¡Silencio! Silencio absoluto mientras el
Proteus
esté en el oído.»
—Tome esto —dijo al guardia—. Vaya al quirófano y muéstrelo a cada uno de los que se encuentran allí. Asegúrese de que lo lean. Si hace usted el menor ruido, le mataré. Si dice una sola palabra, le arrancaré las tripas. ¿Comprendido?
—Sí, señor —dijo el hombre, pero pareció confuso y alarmado.
—¡Andando! ¡De prisa! ¡Y quítese los zapatos, maldita sea!
—¿Qué?
—Que se quite los zapatos. Tiene que entrar descalzo en el quirófano.
Observaron desde el cuarto de control, contando los interminables segundos, hasta que el soldado descalzo penetró en el quirófano y se acercó a cada uno de los médicos y de las enfermeras, mostrándoles el papel y señalando con el pulgar hacia el cuarto de observación. Todos asintieron gravemente con la cabeza y permanecieron inmóviles. Pareció como si todos los que se hallaban en el cuarto de operaciones acabasen de sufrir un ataque de parálisis.
—Sin duda lo sabían ya —dijo Reid—. Incluso sin instrucciones.
—Les felicito —dijo Carter, furioso—. Y ahora, escuche: comunique con todos los controles. Que no toquen ningún timbre, ni campana, ni gong, ni nada. Y que no enciendan ninguna luz; alguien podría sorprenderse y lanzar un gruñido.
—Lo cruzarán en pocos segundos.
—Puede que sí —dijo Carter—., y puede que no. Apresúrese.
Reid se apresuró.
El
Proteus
había penetrado en una amplia región de puro líquido. A excepción de unos pocos anticuerpos que discurrían de vez en cuando junto a ellos, sólo podía verse el resplandor de los faros de la nave que cruzaba la amarillenta linfa.
Un sonido apagado, casi imperceptible para el oído, pareció resbalar sobre la embarcación, como si ésta se hubiese deslizado sobre una tabla. Esto se repitió varias veces.
—¡Owens! —gritó Michaels—. ¿Tiene la bondad de apagar las luces de la cabina?
Inmediatamente aumentó la claridad en el exterior.
—¿Ven ustedes eso? —preguntó Michaels.
Los otros miraron fijamente. Grant no vio nada.
—Nos hallamos ahora en el caracol del oído —dijo Michaels—; dentro del tubito en espiral del oído interno, gracias al cual podemos oír. Benes puede oír gracias a éste. Según los sonidos, vibra de manera diferente. ¿Lo ven?
Ahora, Grant lo vio. Una especie de sombra en el fluido; una sombra enorme y plana que pasó y se perdió detrás de ellos.