—¿Y qué...?
—Es una comunicación directa entre una pequeña arteria y una vena pequeña. La sangre pasa directamente de la arteria a la vena y...
—¿No sabían que estaba allí?
—Evidentemente, no. Y escuche, Carter...
—¿Qué?
—A su actual escala, puede haber sido un trance muy apurado. Es posible que no hayan sobrevivido.
Carter se volvió a la ringlera de pantallas de televisión. Pulsó el botón adecuado.
—¿Algún mensaje del
Proteus
?
—No, señor —fue la pronta respuesta.
—Bueno, establezca contacto con él. ¡Que digan algo! Y comuníquemelo inmediatamente.
Hubo una angustiada espera, durante la cual Carter contuvo la respiración. Por fin llegó la respuesta:
—El
Proteus
informa, señor.
—¡Dios sea loado! —murmuró Carter—. ¿Cuál es su mensaje?
—Han pasado por una fístula arteriovenosa, señor. No pueden regresar, ni seguir adelante. Piden autorización para ser rescatados, señor.
Carter descargó ambos puños sobre la mesa.
—¡No! ¡Por mil diablos, no!
—Pero, general, tienen razón —dijo Reid.
Carter levantó la cabeza y miró el reloj. Marcaba 51 minutos. Con labios temblorosos, dijo:
—Les quedan cincuenta y un minutos, y permanecerán allí cincuenta y un minutos. Cuando ese aparato señale cero, los sacaremos. Pero ni un minuto antes, mientras no hayan cumplido su misión.
—Pero es una situación desesperada, ¡maldita sea! Dios sabe los daños que habrá sufrido la nave. Vamos a matar a cinco hombres.
—Posiblemente. Es un riesgo que han de correr y que hemos de correr. Pero siempre constará que no hemos abandonado mientras ha existido la menor probabilidad matemática de éxito.
Los ojos de Reid tenían una expresión helada, e incluso su bigote parecía congelado.
—Usted piensa únicamente en «su» hoja de servicios, general. Si mueren, señor, declararé que usted los retuvo allí contra toda esperanza lógica.
—También correré este riesgo —dijo Carter—. Y ahora, dígame, como jefe de la sección médica: ¿por qué no pueden moverse?
—No pueden volver atrás y cruzar la fístula contra la corriente. Es físicamente imposible, por muchas órdenes que pueda usted dar. El Ejército todavía no puede controlar el grado de presión de la sangre.
—¿Por qué no pueden encontrar otra ruta?
—Desde su posición actual hasta el coágulo, todos los caminos pasan por el corazón. La turbulencia del paso por éste los haría papilla en un instante, y no podemos aventurarnos hasta tal punto.
—Podemos...
—«No podemos» hacerlo, Carter. Y no sólo por las vidas de esa gente, lo cual sería ya razón bastante, sino porque, si la nave es destruida, jamás lograremos extraerla en su totalidad, y sus fragmentos, al desminiaturizarse, matarán a Benes. Si sacamos a esos hombres en seguida, podemos intentar operar a Benes desde el exterior.
—Sería inútil.
—No tanto como seguir con la actual situación. Carter reflexionó un instante. Después, con voz pausada, dijo:
—Dígame, coronel Reid: ¿cuánto tiempo podríamos mantener parado el corazón de Benes, sin causarle la muerte?
Reid le miró con ojos muy abiertos.
—No mucho.
—Ya lo sé. Le pido una cifra concreta.
—Pues, dado su estado comatoso, la hipotermia a que está sometido y la condición en que se encuentra su cerebro, yo diría que no más de sesenta segundos, como máximo.
—El
Proteus
—dijo Carter— puede cruzar el corazón en menos de sesenta segundos, ¿no?
—Lo ignoro.
—Tendrán que intentarlo. Una vez eliminado lo imposible, no debemos despreciar la menor posibilidad, por arriesgada que sea y por muy débil que sea la esperanza. ¿Existe alguna dificultad en parar el corazón?
—Ninguna. Puede hacerse con un simple alfiler, como dijo Hamlet. Lo difícil es hacer que vuelva a funcionar.
—Esto, mi querido coronel, será su problema y su responsabilidad. —Miró el reloj, que marcaba 50—. Estamos perdiendo el tiempo. Sigamos adelante. Haga intervenir a sus especialistas del corazón, y yo haré que den instrucciones a los hombres del
Proteus
.
El
Proteus
tenía encendidas las luces interiores. Michaels, Duval y Cora aparecían desgreñados, agrupados alrededor de Grant.
Éste dijo:
—Así está la cosa. En el momento en que nos aproximemos al corazón de Benes, lo detendrán mediante un shock eléctrico, y volverán a ponerlo en movimiento en cuanto hayamos pasado.
—¡Volverán a ponerlo en movimiento! —estalló Michaels—. ¿Se han vuelto locos? Benes no lo resistirá, dada su condición.
—Sospecho —dijo Grant— que consideran que es ésta la única posibilidad de éxito de la misión.
—Si ésta es la única posibilidad, podemos darnos por fracasados.
—Yo tengo cierta experiencia en cirugía cardíaca, Michaels —dijo Duval—, y puede ser factible. El corazón es mucho más resistente de lo que pensamos. Owens, ¿cuánto tiempo tardaríamos en cruzar el corazón?
Owens miró hacia abajo desde su cabina.
—Precisamente lo he estado calculando, Duval. Si no se presenta ningún obstáculo, podemos tardar de cincuenta y cinco a cincuenta y siete segundos.
Duval se encogió de hombros.
—Esto nos deja un margen de tres segundos —dijo.
—Entonces —dijo Grant—, lo mejor es que sigamos adelante.
—En este mismo instante —dijo Owens— la comente nos arrastra hacia el corazón. Pondré los motores a toda marcha. De todos modos, tenía que probarlos. Han sido muy zarandeados.
El amortiguado zumbido del motor adquirió un tono más agudo y la sensación de avance dominó el débil e irregular temblor del movimiento de Brown.
—Será mejor que apaguen las luces —dijo Owens— y tranquilicemos nuestros nervios mientras conduzco esta cáscara de nuez.
Apagadas las luces, todos, incluso Michaels, volvieron a la ventanilla,
El paisaje del mundo que los rodeaba había cambiado completamente. Seguía siendo sangre. Seguía conteniendo los mismos corpúsculos y objetos, los mismos fragmentos y los mismos agregados moleculares, las mismas plaquetas y glóbulos rojos; pero era diferente..., diferente...
Se hallaban en la vena cava superior, la vena más importante procedente de la cabeza y del cuello, y la sangre había agotado, consumido, toda la provisión de oxígeno. Los glóbulos rojos, desprovistos de oxígeno, contenían ahora hemoglobina a secas, no oxihemoglobina, que es una brillante y roja combinación de hemoglobina y oxígeno. La hemoglobina, a solas, tenía un color purpúreo azulado, y, al errante reflejo de las ondas de luz miniaturizadas de la nave, cada corpúsculo brillaba con destellos azules y verdes, salpicados a menudo de púrpura. Todo lo demás adquiría el matiz de estos glóbulos no oxigenados.
Las plaquetas se deslizaban sombrías y, en dos ocasiones, la embarcación pasó a tranquilizadora distancia de una imponente célula blanca, teñida ahora de color crema verdoso.
Grant contempló una vez más, casi con veneración, el perfil de Cora; su rostro levantado tenía ahora un aspecto misterioso, matizado de azul. Era como la reina de hielo de una región polar iluminada por una aurora verde-azul. pensó, quijotescamente, y se sintió de pronto vacío y anhelante.
—¡Maravilloso! —murmuró Duval; pero no era a Cora quien miraba.
Michaels dijo:
—¿Está preparado, Owens? Voy a guiarle a través del corazón.
Se inclinó sobre sus mapas, después de ponerse sobre la cabeza una luz que borró inmediatamente el vago resplandor azul que llenaba de misterio al
Proteus
.
—¡Owens! —llamó—. Tome el mapa A-2 del corazón. Aurícula derecha. ¿Lo tiene?
—Sí; lo tengo.
—¿Estamos ya en el corazón? —preguntó Grant.
—Óigalo usted mismo —dijo Michaels, en son de prueba—. No mire. Escuche.
Se hizo un silencio absoluto entre los pasajeros
Proteus
.
Y lo oyeron, como un lejano tronar de artillería. No era más que una vibración rítmica del suelo de la nave. lenta y regular, pero que aumentaba constantemente de intensidad. Un golpe apagado, seguido de otro más apagado aún; una pausa, y repetición de lo mismo, pero más fuerte, cada vez más fuerte.
—¡El corazón! —dijo Cora—. ¡Es el corazón!
—Exactamente —dijo Michaels—, aunque muy retardado.
—Y no podemos oírlo con mucha claridad —dijo Duval, contrariado—. Las ondas sonoras son demasiado inmensas en sí mismas para afectar nuestro oído. Producen vibraciones secundarias en la embarcación, pero esto no es lo mismo. En una adecuada exploración del cuerpo...
—Otro día, doctor —dijo Michaels.
—Suena como un cañón —observó Grant.
—Sí, pero sus descargas son copiosísimas —dijo Michaels—; dos mil millones de latidos en setenta años. O más.
—Y cada latido —añadió Duval— es una débil barrera que nos separa de la eternidad, dándonos tiempo para hacer las paces con...
—Estos latidos particulares nos enviarán directamente a la eternidad sin darnos tiempo para nada —le interrumpió Michaels—. Cállense todos, por favor. ¿Listo, Owens?
—Lo estoy. Al menos, tengo los mandos a mi alcance y el mapa delante de los ojos. Pero, ¿cómo podré encontrar el camino?
—No podríamos perdernos aunque quisiéramos. Ahora nos hallamos en la vena cava superior, en su punto de unión con la inferior. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Muy bien. Dentro de unos segundos penetraremos en la aurícula derecha, o sea, la primera cámara del corazón..., y entonces lo que tienen que hacer los de arriba es pararlo. Grant, transmita por radio nuestra posición.
En aquel momento, Grant se hallaba fascinado por el paisaje que tenía delante. La vena cava era la mayor del cuerpo, pues recogía en su parte inferior toda la sangre del cuerpo, a excepción de la de los pulmones. Y, al aproximarse a la aurícula, se había convertido en una vasta cámara de resonancia cuyas paredes se habían perdido de vista, de manera que el
Proteus
parecía hallarse en un oscuro e inmenso océano. Los latidos retumbaban ahora lentos y terribles, y a cada uno de ellos la nave parecía levantarse y retemblar.
Michaels tuvo que llamar a Grant por segunda vez para que éste volviese en sí y se dirigiese al transmisor.
—¡Válvula tricúspide a la vista! —gritó Owens.
Los otros miraron hacia delante. Y la vieron en la lejanía, al final de un largo, larguísimo pasillo. Tres brillantes láminas rojas, que se separaban y se abrían, enormes, al alejarse de la nave. Una gran abertura se ensanchaba a medida que las cúspides de la válvula se recogían a su lado respectivo. Más allá, estaba el ventrículo derecho, una de las dos cámaras principales del corazón.
La corriente sanguínea penetraba en la cavidad como absorbida por un poderoso movimiento de succión. El
Proteus
avanzaba arrastrado por aquélla, de modo que la abertura se acercaba y aumentaba a tremenda velocidad.
Entonces llegó a oídos de los viajeros el tonante estruendo de los ventrículos, principales cámaras musculares del corazón, al contraerse en la sístole. Las hojas de la válvula tricúspide retrocedieron en dirección al barco, cerrándose lentamente, con un contacto húmedo y pegajoso, y formando una pared vertical surcada por una estría que se partió en dos en la parte superior.
Al otro lado de la cerrada válvula se hallaba el ventrículo derecho. Al contraerse éste, la sangre no podía volver a la aurícula, sino que se veía impulsada hacia y a través de la arteria pulmonar.
—Dicen que el próximo será el último latido —dijo Grant, a gritos, para hacerse oír en aquel estruendo.
—Dios lo quiera —dijo Michaels—, o será el último que demos nosotros. ¡Owens! En el momento en que vuelva a abrirse la válvula, ponga los motores a toda velocidad.
Grant advirtió ahora en su rostro una expresión firme y resuelta; todo su miedo había desaparecido.
Los detectores de radiactividad colocados sobre la cabeza y el cuello de Benes habían sido trasladados encima de su pecho, a una región de la que se había separado la manta térmica. Los mapas del sistema circulatorio que se veían en la pared mostraban ahora una ampliación de la región cardíaca y, de ella, sólo la aurícula derecha. El punto luminoso que señalaba la posición del
Proteus
había pasado suavemente de la vena cava a la poco musculosa aurícula, la cual se había dilatado al entrar aquél y contraído después.
La nave había cruzado casi de un salto toda la extensión de la aurícula, en dirección a la válvula tricúspide, la cual se cerró cuando aquélla llegaba a su umbral. Cada latido del corazón era captado por un registro osciloscopio, el cual lo traducía en un rayo electrónico ondulante que era minuciosamente observado.
El aparato de electroshock estaba en posición, con los electrodos sobre el pecho de Benes.
Se inició el último latido. El rayo electrónico del osciloscopio empezó a moverse hacia arriba. El ventrículo se dilataba para absorber la sangre, abriendo la válvula tricúspide.
—¡Ahora! —gritó el técnico a cargo del indicador cardíaco.
Los electrodos tocaron el pecho, la aguja de uno de los manómetros saltó inmediatamente a la señal roja y un timbre sonó con insistencia. Inmediatamente después, se hizo el silencio. La onda del osciloscopio se desvaneció.
El mensaje llegó al cuarto de control con toda su sencillez: «Corazón parado.»
Carter pulsó el resorte del cronómetro que tenía en la mano, y el segundero empezó a moverse con insoportable rapidez.
Cinco pares de ojos se fijaron en la válvula tricúspide. La mano de Owens estaba presta para la aceleración. El ventrículo se relajaba, y la válvula semilunar, situada al extremo de la arteria pulmonar, debía de estar cerrándose. Ninguna sangre podía volver al ventrículo desde la arteria; la válvula cuidaría de esto. El ruido que producía al cerrarse llenó el ambiente de una vibración intolerable.
Como el ventrículo seguía dilatándose, la sangre tenía que entrar en él desde otra dirección, o sea, desde la aurícula derecha. La válvula tricúspide empezó a abrirse de nuevo.
La enorme estría de la pared comenzó a ensancharse, a formar primero un pasadizo; después, un corredor más amplio, y, por último, una vasta abertura.
—¡Ahora! —gritó Michaels—. ¡Ahora! ¡Ahora!
Sus palabras se perdieron en el trueno del latido y en el creciente zumbido de los motores. El
Proteus
salió disparado hacia delante, cruzó la abertura y penetró en el ventrículo. Normalmente, el ventrículo hubiera debido contraerse en pocos segundos; entonces, en la turbulencia que había de seguir, la nave hubiera sido aplastada como una caja de cerillas, y todos habrían muerto..., y Benes moriría tres cuartos de hora más tarde.