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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Viaje al centro de la Tierra (15 page)

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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Después de la cena, se envolvieron mis dos compañeros en sus mantas y hallaron en el sueño un remedio a sus fatigas. Por lo que a mí respecta, no pude pegar los párpados, y conté todas las horas hasta la siguiente mañana.

El sábado a las seis emprendimos nuevamente la marcha. Veinte minutos más tarde, llegamos a una vasta excavación, y me convencí entonces de que la mano del hombre no podía haber abierto aquella mina, supuesto que sus bóvedas no estaban apuntaladas y no se derrumbaban por un verdadero milagro de equilibrio.

Esta especie de caverna media cien pies de longitud por ciento cincuenta de altura. El terreno había sido violentamente removido por una conmoción subterránea. El macizo terrestre se había dislocado cediendo a alguna violenta impulsión y dejando este amplio vacío en el que penetraban por primera vez los habitantes de la tierra.

Toda la historia del período de la hulla estaba escrita sobre aquellas paredes sombrías, cuyas diversas fases podía seguir fácilmente un geólogo. Los lechos de carbón se hallaban separados por capas muy compactas de arcilla o de asperón, y como aplastados por las capas superiores.

En aquella edad del mundo que precedió al período secundario, la tierra se cubrió de inmensas vegetaciones, debidas a la acción combinada del calor tropical y de una humedad persistente. Una atmósfera de vapores rodeaba por todas partes al globo, privándole de los rayos del sol.

Este es el fundamento de la teoría de que las temperaturas elevadas no provenían de dicho astro, el cual es muy posible que aún no se hallase en estado de desempeñar su esplendoroso papel. Los climas no existían todavía, y en toda la superficie del globo reinaba un calor tórrido, que media la misma intensidad en él Ecuador que en los polos. ¿De dónde procedía? Del interior de la tierra.

A pesar de las teorías del profesor Lidenbrock, existía un fuego violento en las entrañas de nuestro esferoide, cuya acción se hacía sentir hasta en las últimas capas de la corteza terrestre. Privadas las plantas del benéfico influjo de los rayos del sol, no daban flores ni exhalaban perfumes; pero absorbían sus raíces una vida muy enérgica de los terrenos ardientes de los primeros días.

Había pocos árboles, pero abundaban las plantas herbáceas, como céspedes inmensos, helechos, licopodios, siguarias y asterofilitas, familias raras cuyas especies se contaban entonces por millares.

A esta exuberante vegetación debe su origen la hulla. La corteza aún elástica del globo obedecía a los movimientos de la masa líquida que le cubría, produciéndose numerosas hendeduras y grietas; y las plantas, arrastradas debajo de las aguas, formaron poco a poco masas considerables.

Entonces intervino la acción de la química natural en el fondo de los mares, las acumulaciones vegetales se convirtieron primero en turba; después, gracias a la influencia de los gases y el calor de la fermentación, se mineralizaron por completo.

De este modo se formaron esas inmensas capas de carbón que el consumo de todos los pueblos de la tierra no logrará agotar en muchos siglos.

Estas reflexiones asaltaban mi mente mientras consideraba las riquezas hulleras acumuladas en esta porción del macizo terrestre, las cuales, probablemente, no serían jamás descubiertas. La explotación de estas minas tan distantes exigiría sacrificios demasiado considerables.

Por otra parte, ¿qué necesidad había de ello, toda vez que la hulla se halla repartida, por decirlo así, por toda la superficie de la tierra, en un gran número de regiones? Era, pues, de suponer que al sonar la última hora del mundo se hallasen aquellos yacimientos carboníferos intactos y tal cual los contemplaba yo entonces.

Entretanto, seguíamos caminando, y era yo, a buen seguro, el único de los tres que olvidaba la largura del camino para abismarme en consideraciones geológicas. La temperatura seguía siendo aproximadamente la misma que cuando caminábamos entre lavas y esquistos. En cambio, se notaba un olor muy pronunciado a protocarburo de hidrógeno, lo que me hizo advertir en seguida la presencia en aquella galería de una gran cantidad de ese peligroso fluido que los mineros designan con el nombre de
grisú
, cuya explosión ha causado con frecuencia tan espantosas catástrofes.

Afortunadamente, nos íbamos alumbrando con los ingeniosos aparatos de Ruhmkorff. Si, por desgracia, hubiésemos imprudentemente explorado aquella galería con antorchas en las manos, una explosión terrible hubiera puesto fin al viaje, suprimiendo radicalmente a los viajeros.

La excursión a través de la mina duró hasta la noche. Mi tío se esforzaba en refrenar la impaciencia que le producía la horizontalidad del camino. Las profundas tinieblas que a veinte pasos reinaban no permitían apreciar la longitud de la galería, y ya empezaba yo a creer que era interminable, cuando, de repente, a las seis, tropezamos con un muro que nos cerraba el camino. Ni a derecha, ni a izquierda, ni arriba, ni abajo se veía paso alguno. Habíamos llegado al fondo de un callejón sin salida.

—¡Bueno! ¡tanto mejor! —exclamó mi tío—; al menos, ya sé a qué atenerme. No es éste el camino seguido por Saknussemm, y no queda otro remedio que desandar lo andado. Descansemos esta noche, y, antes que transcurran tres días, habremos vuelto al punto donde la galería se bifurca.

—Si —dije yo—, ¡si nos alcanzan las fuerzas!

—¿Y por qué no nos han de alcanzar?

—Porque mañana no tendremos ni una gota de agua.

—Y valor, ¿no tendremos tampoco? —exclamó el profesor, dirigiéndome una mirada severa.

No me atreví a contestarle.

Capítulo XXI

Al día siguiente, partimos de madrugada. Teníamos que darnos prisa, porque nos hallábamos a cinco jornadas del punto de bifurcación de la galería subterránea.

No me detendré a detallar los sufrimientos de nuestro viaje de vuelta. Mi tío los soportó con la cólera de un hombre que no se siente ya más fuerte que ellos mismos; Hans, con la resignación de su naturaleza pacífica; yo, fuerza es que lo confiese, quejándome y desesperándome, sin valor para luchar contra mi mala estrella.

Como lo había previsto, faltó el agua por completo al finalizar la primera jornada; nuestra provisión de líquido quedó entonces reducida a ginebra; pero este licor infernal nos abrasaba el gaznate, y ni siquiera su vista podía soportar. La temperatura ambiente me parecía sofocante. El cansancio paralizaba mis miembros. Más de una vez estuve a punto de caer sin movimiento. Entonces hacíamos alto, y mi tío y el islandés me animaban todo lo mejor que podían. Pero yo bien veía que el primero apenas podía defenderse contra el extremado cansancio y las torturas nacidas de la privación de agua.

Por fin, el 8 de julio, arrastrándonos sobre las rodillas y las manos, llegamos, medio muertos, al punto de intersección de las dos galerías. Allí permanecí como una masa inerte, tendido sobre la lava. Eran las diez de la mañana.

Hans y mi tío, recostados contra la pared, trataron de masticar algunos trozos de galleta. Prolongados gemidos se escapaban de mis labios tumefactos, y acabé por caer en un profundo sopor.

Al cabo de algún tiempo, mi tío se aproximó a mí y me levantó en sus brazos.

—¡Pobre criatura! —murmuró con acento de no fingida piedad.

Estas palabras me conmovieron, pues no estaba acostumbrado a oír ternezas al terrible profesor. Estreché entre las mías sus temblorosas manos, y él me miró con cariño. Sus ojos se humedecieron.

Le vi entonces coger la calabaza que llevaba colgada de la cintura, y con gran asombro mío, me la aproximó a los labios, diciéndome:

—Bebe.

¿Había entendido mal? ¿Se había vuelto loco mi tío? Lo contemplaba con una mirada estúpida sin querer comprenderle.

—Bebe —repitió él.

Y, alzando la calabaza, vertió su contenido entre mis labios.

¡Oh gozo incomparable! Un sorbo de agua exquisita humedeció mis ardorosas fauces; uno solo, es verdad, pero bastó para devolverme la vida que ya se me escapaba.

Di gracias a mi tío con las manos cruzadas.

—Sí —dijo él— ¡un sorbo de agua, el último! ¿Te enteras? ¡El último! Lo guardaba como un tesoro precioso en el fondo de mi calabaza. Cien veces he tenido que refrenar los irresistibles deseos que me acometían de bebérmela; pero, al fin. Axel, pudo más el cariño que el deseo, y la reservé para ti.

—¡Tío! —murmuré enternecido, llenándoseme los ojos de lágrimas.

—Sí, hijo mío; bien sabía que al llegar a esta encrucijada te desplomarías medio muerto, y reservé mis últimas gotas de agua para reanimarte.

—¡Gracias! ¡Gracias! —exclamé.

Aquel sorbo de agua, aunque no aplacase mi sed, me hizo recuperar algunas fuerzas. Se distendieron los músculos de mi garganta, contraídos hasta entonces, y cedió un poco la irritación de mis labios, permitiéndome hablar.

—Veamos —dije—; no podernos tomar más que un partido; faltándonos el agua, tendremos que retroceder.

Mientras yo me expresaba de esta suerte, evitaba mi tío mis miradas; bajaba la cabeza y sus ojos huían de los míos.

—Es preciso retroceder —exclamé—, y tomar nuevamente el camino del Sneffels. ¡Dios quiera darnos fuerzas para subir hasta la cima del cráter!

—¡Retroceder! —exclamó mi tío, como si, más bien que a mí, se respondiese a sí mismo.

—Sí, sí; retroceder, y sin perder un instante.

Hubo una pausa bastante prolongada.

—¿De modo, Axel —repuso el profesor con tono extraño—, que esas gotas de agua no te han devuelto el valor y la energía?

—¡El valor!

—Te veo abatido lo mismo que antes, y pronunciando aún palabras de desesperación.

¿Con qué clase de hombre tenía que entendérmelas y qué proyectos acariciaba aún aquel espíritu audaz?

—¡Cómo! ¿No quiere usted…?

—¿Renunciar a esta expedición en el momento en que todo parece anunciarme que puedo llevarla a cabo felizmente? ¡Jamás!

—¿De suerte que es preciso resignarse a perecer?

—¡No, Axel, no! Parte tú. No deseo tu muerte. Que te acompañe Hans. ¡Déjame solo!

—¡Abandonarle a usted!

—¡Déjame repito! Iniciado este viaje, estoy dispuesto a perecer en él o darle cima. ¡Vete, Axel, vete!

Mi tío se expresaba con extraordinario calor. Su voz, enternecida un instante, adquirió nuevamente su dureza habitual. ¡Luchaba contra lo imposible con incontrastable energía! No quería abandonarle en el fondo de aquel abismo; pero, por otra parte, el instinto de conservación me impulsaba a huir.

El guía presenciaba esta escena con su habitual indiferencia; pero dándose cuenta de lo que entre sus compañeros pasaba. Nuestros gestos indicaban claramente las diferentes caminos que cada cual proponía, pero a Hans parecía interesarle muy poco una cuestión de la cual dependía tal vez su existencia, y se hallaba dispuesto a partir, si así se le ordenaba, o a quedarse, si ésta era la voluntad de quien le tenía a su servicio.

¡Lástima grande que no pudiera entenderme en aquellos decisivos instantes! Mis palabras, mis gemidos, mi acento, habrían triunfado de su naturaleza indiferente. Le habría hecho comprender y tocar con el dedo los peligros que no parecía sospechar. Entre ambos, es posible que hubiéramos logrado convencer al obstinado profesor. En caso necesario, le hubiéramos obligado a volver a la cima del Sneffels.

Me aproximé a Hans, y coloqué sobre su mano la mía; pero no se movió. Le mostré el camino del cráter, y permaneció impasible. Mi anhelante rostro expresaba todos mis sufrimientos. El islandés sacudió lentamente la cabeza, y, señalando, con flema, a mi tío, exclamó:


Master
.

—¡El amo! —exclamé yo—. ¡Insensato! ¡No, no es dueño de tu vida! ¡Es necesario huir! ¡Es preciso llevarle con nosotros! ¿Me entiendes?

Había asido a Hans por el brazo y trataba de obligarle a que se pusiera de pie, sosteniendo con él un pugilato. Entonces intervino mi tío.

—Calma, Axel —me dijo—. Nada conseguirías de este servidor impasible. Así, escucha lo que voy a proponerte.

Yo me crucé de brazos, contemplando a mi tío cara a cara.

—La falta de agua —dijo— es el único obstáculo que se opone a la realización de mis proyectos. En la galería del Este, formada de lavas, esquistos y hullas, no hemos hallado ni una sola molécula de líquido. Es posible que tengamos más suerte siguiendo el túnel del Oeste.

Yo sacudí la cabeza con un aire de perfecta incredulidad.

—Escúchame hasta el fin —añadió el profesor esforzando la voz—. Mientras yacías ahí, privado de movimiento, he ido a reconocer la conformación de esa otra galería. Se hunde directamente en las entrañas del lobo, y, en pocas horas, nos conducirá al macizo granítico, donde hemos de encontrar abundantes manantiales. Así lo exige la naturaleza de la roca, y el instinto se alía con la lógica para apoyar mi convicción. He aquí, pues, lo que quiero proponerte: cuando Colón pidió a sus tripulaciones un plazo de tres días para hallar las nuevas tierras, aquellos esforzados marinos, a pesar de hallarse enfermos y consternados, accedieron a su demanda, y el insigne genovés descubrió el Nuevo Mundo. Yo, Colón de estas regiones subterráneas, sólo te pido un día. Si, transcurrido este plazo, no he logrado encontrar el agua que nos falta, te juro que volveremos a la superficie de la tierra.

A pesar de mi irritación, me conmovieron estas palabras de mi tío y la violencia que tenía que hacerse a sí mismo para emplear semejante lenguaje.

—Está bien —exclamé—, hágase en todo la voluntad de usted, y que Dios recompense su energía sobrehumana. Sólo dispone usted de algunas horas para probar su suerte. ¡En marcha!

Capítulo XXII

Emprendimos en seguida el descenso por la nueva galería. Hans marchaba delante, como era su costumbre. No habíamos avanzado aún cien pasos, cuando exclamó el profesor, paseando su lámpara a lo largo de las paredes:

—¡Aquí tenemos los terrenos primitivos! ¡Vamos por buen camino! ¡Adelante! ¡Adelante!

Cuando la tierra se fue enfriando poco a poco, de los primeros días del mundo, la disminución de su volumen produjo en su corteza dislocaciones, rupturas, depresiones y sendas. La galería que recorrimos entonces era una de esas grietas por la cual se derramaba en otro tiempo el granito eruptivo; sus mil recodos formaban un inextricable laberinto a través del terreno primordial.

A medida que descendíamos, la sucesión de las capas que formaban el terreno primitivo se mostraban con mayor claridad. La ciencia geológica considera este terreno primitivo como la base de la corteza mineral, y ha descubierto que se compone de tres capas diferentes: los esquistos, los gneis y los micaesquistos, que reposan sobre esa inquebrantable roca que llamamos granito.

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