Mi tío puso en práctica un medio muy sencillo para obviar esta dificultad. Desenrolló una cuerda del grueso del pulgar y de cuatrocientos pies de longitud; dejó caer primero la mitad, la arrolló después alrededor de un saliente que la lava formaba, y echó al pozo la otra mitad. De este modo podíamos bajar todos conservando en la mano las dos mitades de la cuerda, que no podía desligarse; y después que hubiésemos descendido doscientos pies, nada nos sería tan fácil como recuperarla, soltando una extremidad y halando de la otra. Después se reanudaría este ejercicio
usque ad infinitum
.
—Ahora —dijo mi tío después de haber terminado sus preparativos—, ocupémonos en la impedimenta. Vamos a dividirla en tres fardos, y cada uno de nosotros nos amarraremos uno a la espalda. Me refiero solamente a los objetos frágiles.
Evidentemente, el audaz profesor no nos consideraba comprendidos en esta última categoría.
—Hans —prosiguió—, va a encargarse de las herramientas y de la tercera parte de las provisiones; Axel, de otro tercio de éstas y de las arenas; y yo, del resto de los víveres y de los instrumentos delicados.
—Pero, ¿y la ropa? ¿Y este montón de cuerdas? —dije yo—. ¿Quién se encargará de bajarlas?
—Todo eso bajará solo.
—¿De qué modo? —pregunté todo asombrado.
—Vas a verlo ahora mismo.
Mi tío no vacilaba en recurrir a los medios más radicales. A una orden suya, hizo Hans un solo lío con los objetos no frágiles, y después de bien amarrado el paquete, se le dejó caer en el abismo.
Oí el sonoro zumbido que produce el desplazamiento de las capas de aire. Mi tío, inclinado sobre el abismo, siguió con satisfecha mirada el descenso de su impedimento, y no se retiró hasta haberla perdido de vista.
—Bueno —dijo por fin—, ahora nos toca a nosotros.
¡Ruego a los hombres de buena fe que me digan si era posible escuchar sin estremecerse palabras semejantes!
El profesor se ató a las espaldas el paquete de los instrumentos; Hans tomó el de las herramientas y yo el de las arenas, y, en medio de un profundo silencio turbado sólo por la caída de los trozos de roca que se precipitaban en el abismo, dio principio el descenso en el siguiente orden: Hans, mi tío y yo.
—Me dejé, por decirlo así, resbalar, oprimiendo frenéticamente la doble cuerda con una mano, y asiéndome con la otra a la pared por medio de mi bastón herrado. La idea de que me faltase el punto de apoyo era la única que me dominaba. Aquella cuerda me perecía demasiado frágil para soportar el peso de tres personas; por eso la utilizaba lo menos posible, realizando milagros de equilibro sobre los salientes de lava, a los cuales trataba de agarrarme con los pies cual si éstos fuesen manos.
Cuando alguno de estos resbaladizos peldaños oscilaba bajo los pies de Hans, decía éste con voz tranquila.
—
Gfakt!
—¡Cuidado! —repetía mi tío.
Al cabo de media hora sentamos nuestros pies sobre la superficie de una roca fuertemente adherida a la pared de la chimenea.
Hans tiró de la cuerda por uno de sus extremos; se elevó el otro en el aire, y, después de haber rebasado la roca superior, volvió a caer, arrastrando consigo numerosos pedazos de piedras y de lavas, que cayeron a manera de lluvia, o mejor, de granizada, con grave peligro nuestro.
Al asomar la cabeza fuera de la estrecha plataforma donde nos encontrábamos, observé que no se veía aún el fondo del precipicio.
Volvió a comenzar otra vez la maniobra de la cuerda, y, al cabo de media hora, habíamos descendido otros doscientos pies.
No sé si el más entusiasta geólogo hubiera sido capaz de estudiar, durante este descenso, la naturaleza de los terrenos que nos rodeaban. Por lo que respecta a mí, no me preocupé de ello: me importaba muy poco que fuesen pliocenos, miocenos, eocenos, cretáceos, jurásicos, triásicos, pérmicos, carboníferos, devonianos, silúricos o primitivos. Pero el profesor hizo algunas observaciones o tomó ciertas notas, sin duda, porque, en uno de los altos, me dijo:
—Cuanto más veo, mayor es mi confianza; la disposición de estos terrenos volcánicos confirma en absoluto la teoría de Devy. Nos hallamos en pleno suelo primordial, suelo en el cual se ha producido el fenómeno químico de la inflamación de los metales al contacto del aire y del agua. Rechazo en absoluto la teoría de un calor central; por otra parte, pronto vamos a verlo.
¡Siempre la misma conclusión! Como es de suponer, no quise entretenerme en discutir. Mi tío interpretó mi silencio como muestra de asentimiento, y se reanudó el descenso.
Al cabo de tres horas no se entreveía aún el fondo de la chimenea. Cuando levanté la cabeza observé que su abertura decrecía sensiblemente; sus paredes; a consecuencia de su ligera inclinación, tendían a aproximarse. La obscuridad crecía por momentos.
Nuestro descenso no se interrumpía un solo instante. Me parecía que las piedras desprendidas de las paredes se hundían produciendo un sonido más apagado, y que llegaban más pronto al fondo del abismo.
Como había tenido cuidado de anotar escrupulosamente las veces que cambiábamos la cuerda, pude calcular con toda exactitud la profundidad a que nos encontrábamos y el tiempo transcurrido.
Habíamos repetido catorce veces esta maniobra, que duraba media hora aproximadamente. Eran, pues, siete horas, más catorce cuartos de hora de descanso, o tres horas y media. En total, diez horas y media; y como habíamos emprendido el descenso a la una debían ser en aquel momento las once.
En cuanto a la profundidad a que nos encontrábamos, los catorce cambios de una cuerda de 200 pies representaban un descenso de 2.800.
En este momento se oyó la voz de Hans.
Me detuve en el instante en que iba a golpear con mis pies la cabeza de mi tío.
—Hemos llegado ya —dijo éste.
—¿Adónde? —pregunté yo, dejándome resbalar el lado suyo.
—Al fondo de la chimenea perpendicular.
—¿No hay, pues, otra salida?
—Sí, una especie de corredor que entreveo, y que se dirige oblicuamente hacia la derecha. Mañana veremos esto. Cenemos ante todo y dormiremos después.
La obscuridad no era completa todavía. Abrimos el saco de las provisiones, cenamos, y nos tendimos después a dormir sobre un lecho de piedras y de trozos de lava.
Cuando, tumbado boca arriba, abrí los ojos, vi un punto brillante en la extremidad de aquel tubo de 3,000 pies de longitud, que se transformaba en un gigantesco anteojo.
Era una estrella despojada de todo centelleo, y que, según mis cálculos, debía ser la
beta
de la Osa Menor.
Después me dormí profundamente.
A las ocho de la mañana nos despertó un rayo de luz. Las mil facetas de lava de las paredes la recogían a su paso y la esparcían como una lluvia de chispas.
Esta luz era lo suficientemente intensa para permitirnos ver los objetos que nos rodeaban.
—Y bien, Axel —me dijo mi tío, frotándose las manos—, ¿qué dices a todo esto? ¿Has pasado jamás una noche más apacible en nuestra casa de la König-strasse? ¡Ni ruido de carruajes, ni gritos de los vendedores ni vociferaciones de los barqueros!
—Sin duda; en el fondo de estos pozos estamos muy tranquilos; pero esta misma calma tiene algo de espantoso.
—¡Vamos! —exclamó mi tío—, si te asustas tan pronto, ¿qué dejas para más tarde? Aún no hemos penetrado ni una pulgada siquiera en las entrañas de la tierra.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que sólo hemos llegado al suelo de la isla. Este largo tubo vertical, que finaliza en el cráter del Sneffels, se detiene aproximadamente al nivel del Océano.
—¿Está usted cierto?
—Certísimo. Examina el barómetro, y verás.
En efecto, el mercurio, después de haber subido poco a poco en su tubo a medida que se efectuaba nuestro descenso, se había detenido en la división correspondiente a 29 pulgadas.
—Ya lo ves —prosiguió el profesor—, sólo soportamos la presión de una atmósfera, y no veo el momento en que tengamos que reemplazar las indicaciones de este instrumento por las del manómetro.
El barómetro, en efecto, iba a sernos inútil en el momento en que el peso del aire se hiciese superior a su presión calculada al nivel del mar.
—Pero, ¿no es de temer —insinué yo—, que esta presión siempre creciente llegue a sernos insoportable?
—No. Descenderemos lentamente, y nuestros pulmones se habituarán a respirar una atmósfera más comprimida. A los aeronautas, acaba por faltarles el aire cuando se elevan a las capas superiores de la atmósfera: a nosotros, es posible que nos sobre. Pero esto es preferible. No perdamos un instante. ¿Dónde está el fardo que bajó por delante de nosotros?
Entonces recordé que la víspera lo habíamos buscado inútilmente. Mi tío interrogó a Hans, quien, después de escudriñarlo todo con sus ojos de cazador, contestó:
—
Der huppe!
—Allá arriba.
En efecto, el mencionado bulto se hallaba detenido sobre un saliente de las rocas, a un centenar de pies encima de nuestras cabezas. Entonces el islandés, con la agilidad de un gato, trepó por la pared, y al cabo de algunos minutos caía entre nosotros el fardo.
—Ahora —dijo mi tío— almorcemos; pero almorcemos como personas que tal vez tengan que hacer una larga jornada.
La galleta y la carne seca fueron regadas con algunos tragos de agua mezclada con ginebra.
Terminado el almuerzo, sacó mi tío del bolsillo un pequeño cuaderno destinado a las observaciones. Examinó sucesivamente los diversos instrumentos y anotó los datos siguientes:
LUNES 1° DE JULIO.
Cronómetro: 8 h. 17 m. de la mañana.
Barómetro: 29 p. 71.
Termómetro: 6°.
Dirección: ESE.
Este último dato se refería a la dirección de la galería obscura y fue suministrado por la brújula.
—Ahora, Axel —exclamó el profesor entusiasmado—, es cuando vamos a sepultarnos realmente en las entrañas del globo. Este es, pues, el momento preciso en que empieza nuestro viaje.
Dicho esto, tomó con una mano el aparato de Ruhmkorff, que llevaba suspendido del cuello: puso en comunicación, con la otra, la corriente eléctrica del serpentín de la linterna, y una luz bastante viva disipó las tinieblas de la galería.
Hans llevaba el segundo aparato, que fue puesto también en actividad. Esta ingeniosa aplicación de la electricidad nos permitiría ir creando, por espacio de mucho tiempo, un día artificial, aun en medio de los gases más inflamables.
—¡En marcha! —dijo mi tío.
Cada cual cogió su fardo. Hans se encargó de empujar por delante de sí el paquete de las ropas y las cuerdas, y, uno detrás de otro, yo en último lugar, entramos en la galería.
En el momento de abismarme en aquel tenebroso corredor, levanté la cabeza y vi por última vez, en el campo del inmenso tubo, aquel cielo de Islandia «que no debía volver a ver jamás».
La lava de la última erupción de 1229 se había abierto paso a lo largo de aquel túnel, tapizando su interior con una capa espesa y brillante, en la que se reflejaba la luz eléctrica centuplicándose su intensidad natural.
Toda la dificultad del camino consistía en no deslizarse con demasiada rapidez por aquella pendiente de 45° de inclinación sobre poco más o menos. Por fortuna, ciertas abolladuras y erosiones servían de peldaños, y no teníamos que hacer más que bajar dejando que descendiesen por su propio peso nuestros fardos y cuidando de retenerlos con una larga cuerda.
Pero los que bajo nuestros pies servían de peldaños, en las otras paredes se convertían en estalactitas; la lava, porosa en algunos lugares, presentaba en otros pequeñas ampollas redondas: cristales de cuarzo opaco, ornados de límpidas gotas de vidrio y suspendidos de la bóveda a manera de arañas, parecían encenderse a nuestro paso. Se habría dicho que los genios del abismo iluminaban su palacio para recibir dignamente a sus huéspedes de la tierra.
—¡Esto es magnífico! —exclamé involuntariamente—. ¡Qué espectáculo, tío! ¿No le causan a usted admiración esos ricos matices de la lava que varían del rojo obscuro al más deslumbrante amarillo, por degradaciones insensibles? ¿Y estos cristales que vemos como globos luminosos?
—¡Ah, hijo mío! ¡Por fin te vas convenciendo! ¡Conque te perece esto espléndido! ¡Ya verás otras cosas mejores! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Prosigamos sin vacilar nuestra marcha!
Mejor debiera haber dicho nuestro resbalamiento, pues nos dejábamos ir sin fatiga por pendientes inclinadas. Aquello era el
facilis descensus Averni
, de Virgilio. La brújula, que consultaba yo con frecuencia, marcaba invariablemente la dirección SE. Aquella senda de lava no se desviaba hacia un lado ni otro; poseía la inflexibilidad de la línea recta.
Sin embargo, el calor no aumentaba de una manera sensible, lo que venía a confirmar las teorías de Devy, y, en más de una ocasión, consulté con asombro el termómetro. A las dos horas de marcha, sólo marcaba 10°, es decir, que había experimentado una subida de 4º, lo cual me inducía a pensar que nuestra marcha era más horizontal que vertical. Nada más fácil que conocer con toda exactitud la profundidad alcanzada; el profesor medía con la mayor escrupulosidad los ángulos de desviación a inclinación del camino; pero se reservaba el resultado de sus observaciones.
Por la noche, a eso de las ocho, dio la señal de alto. Se colgaron las lámparas en las puntas salientes de la lava, y Hans se sentó en seguida. Nos hallábamos en una especie de caverna donde no faltaba el aire. Por el contrario, llegaba hasta nosotros una intensa corriente. ¿Qué causas la producían? ¿A qué agitación atmosférica debíamos atribuir su origen? He aquí una cuestión que no traté siquiera de resolver en aquellos momentos; el cansancio y el hambre me incapacitaban para todo raciocinio. Un descenso de siete horas consecutivas no se efectúa sin un gran derroche de fuerzas, y me encontraba agotado: así que la palabra alto sonó en mi oído como una melodía.
Esparció Hans algunas provisiones sobre un bloque de lava, y todos devoramos con excelente apetito. Sin embargo, una idea me inquietaba: habíamos ya consumido la mitad de nuestras previsiones de agua. Mi tío contaba con rellenar nuestras vasijas en los manantiales subterráneos; pero, hasta aquel instante, no habíamos tropezado con ninguno, y el fin me decidí a llamarle la atención sobre el particular.
—¿Te sorprende esta ausencia de manantiales? —me dijo.