Viaje a Ixtlán (36 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—¡Esperen, esperen!

—Detuvieron al burro y se pararon uno a cada lado del animal, como protegiendo la carga.

—Estoy perdido en estas montañas —les dije—. ¿Para dónde queda Ixtlán?

—Señalaron en la dirección en que iban.

—Está usted muy lejos —me dijo uno—. Queda al otro lado de esas montañas. Tardará usted cuatro o cinco días en llegar.

—Luego dieron la vuelta y siguieron andando. Sentí que eran indios de verdad y les rogué que me dejaran ir con ellos.

—Caminamos juntos un rato, y luego uno de ellos sacó su bastimento y me ofreció de comer. Yo me quedé quieto. Había algo muy extraño en la forma en que me ofrecía su comida. Mi cuerpo se asustó, de modo que me eché para atrás y corrí. Los dos me dijeron que moriría en las montañas si no iba con ellos, y trataron de convencerme para que volviera. También sus ruegos eran muy extraños, pero yo corrí de ellos con toda mi fuerza.

—Seguí andando. Supe entonces que iba bien para Ixtlán y que esos fantasmas trataban de apartarme de mi camino.

—Encontré otros ocho; deben haber conocido que mi decisión era inflexible. Se pararon junto al cami­no y me miraban con ojos implorantes. La mayoría no dijo una sola palabra, pero las mujeres eran más audaces y me rogaban. Algunas me enseñaban comi­da y otras cosas que se suponía estaban vendiendo, como inocentes vendedoras al lado del camino. No me detuve ni las miré.

—Ya era muy de tarde cuando llegué a un valle que me pareció reconocer. Algo tenía de familiar. Pensé que había estado antes allí, pero en tal caso me halla­ba en realidad al sur de Ixtlán. Empecé a buscar puntos de referencia para orientarme debidamente y corregir mi ruta, cuando vi a un niño indio que cui­daba unas cabras. Tenía unos siete años y vestía como yo había vestido a su edad. De hecho, me recordaba a mí mismo, cuando pastoreaba las dos cabras de mi padre.

—Lo observé un tiempo; el niño hablaba solo, igual que yo entonces, y hablaba con sus cabras. Por lo que yo sabía de cuidar cabras, el muchacho era de ve­ras bueno para eso. Era cabal y cuidadoso. No mi­maba a sus cabras, pero tampoco era cruel con ellas.

—Decidí llamarlo. Cuando le hablé en voz alta, se paró de un salto y corrió a un repecho y me espió escondido detrás de unas rocas. Parecía dispuesto a correr por su vida. Me cayó bien. Parecía tener miedo, y sin embargo halló tiempo para pastorear las cabras y quitarlas de mi vista.

—Le hablé mucho rato; dije que andaba perdido y que no sabía el camino a Ixtlán. Pregunté el nom­bre del sitio donde estábamos y él dijo que era el sitio que yo pensaba. Eso me hizo muy dichoso. Me di cuenta de que ya no andaba perdido y pensé en el poder que mi aliado debía tener para transportar todo mi cuerpo en menos de un parpadeo.

—Di las gracias al niño y eché a caminar. Él salió como si tal cosa de su escondite y pastoreó sus cabras hacia una vereda que apenas se notaba. La vereda parecía bajar al valle. Llamé al niño y no corrió. Caminé hacia él y, cuando me acerqué demasiado, saltó al matorral. Lo felicité por su cautela y empecé a hacerle preguntas.

—¿Para dónde va esta vereda? —pregunté.

—Para abajo —dijo él.

—¿Dónde vives?

—Allá abajo.

—¿Hay muchas casas allá abajo?

—No, nada más una.

—¿Dónde están las otras casas?

—El niño apuntó para el otro lado del valle, con indiferencia, como hacen los niños de su edad. Luego empezó a bajar la vereda con sus cabras.

—Espera —le dije—. Estoy muy cansado y tengo mucha hambre. Llévame con tus papás.

—No tengo papás —dijo el niño, y eso me sacu­dió. No sé por qué, pero su voz me hizo titubear. El niño, notando mis dudas, se paró y volteó hacia mí.

—No hay nadie en mi casa —dijo—. Mi tío se fue y su mujer anda en los campos. Hay bastante comida. Bastante. Ven conmigo.

—Casi me puse triste. El niño era también un fan­tasma. El tono de su voz y su ansiedad lo habían traicionado. Los fantasmas estaban dispuestos a cap­turarme, pero yo no tenía miedo. Seguía aterido por el encuentro con el aliado. Quise enojarme con el aliado o con los fantasmas, pero por alguna razón no pude enojarme como antes, así que dejé de hacer el intento. Luego quise entristecerme, porque el niñito me había caído bien, pero no pude, así que también dejé eso en paz.

—De pronto me di cuenta de que tenía un aliado y nada podían hacerme los fantasmas. Seguí al mu­chacho por la vereda. Otros fantasmas salieron velo­ces y trataron de hacerme caer a los precipicios, pero mi voluntad era más fuerte que ellos. Deben haberlo sentido, porque dejaron de molestar. Después de un rato, nada más se quedaban parados junto a mi camino; de vez en cuando algunos me saltaban encima, pero yo los detenía con mi voluntad. Y luego dejaron de molestarme en absoluto.

Don Genaro calló largo rato.

Don Juan me miró.

—¿Qué ocurrió después de eso, don Genaro? —pre­gunté.

—Seguí caminando —respondió sin énfasis.

Al parecer, había terminado su relato y no había nada que deseara añadir.

Le pregunté por qué el hecho de que le ofrecieran comida era indicativo de su condición de fantasmas.

No contestó. Inquirí más a fondo y quise saber si, entre los mazatecos, era costumbre negar la comida, o preocuparse mucho por asuntos alimenticios.

Dijo que el tono de las voces, la ansiedad por lle­várselo consigo, y la manera en que los fantasmas hablaban de comida, eran las indicaciones; y que él supo eso porque su aliado lo ayudaba. Afirmó que, por sí solo, jamás habría notado esas peculiaridades.

—¿Eran aliados esos fantasmas, don Genaro? —pre­gunté.

—No. Eran gente.

—¿Gente? Pero usted dijo que eran fantasmas.

—Dije que ya no eran reales. Después de mi en­cuentro con el aliado, ya nada fue real.

Guardamos silencio un rato largo.

—¿Cuál fue el resultado final de aquella experien­cia, don Genaro? —pregunté.

—¿Resultado final?

—Digo, ¿cuándo y cómo llegó usted por fin a Ixtlán?

Ambos echaron a reír al mismo tiempo.

—Conque ése es para ti el resultado final —co­mentó don Juan—. Digamos entonces que no hubo ningún resultado final en el viaje de Genaro. Nunca habrá ningún resultado final. ¡Genaro va todavía camino a Ixtlán!

Don Genaro me miró con ojos penetrantes y luego volvió la cabeza para observar la distancia, hacia el sur.

—Nunca llegaré a Ixtlán —dijo.

Su voz era firme pero suave, casi un murmullo.

—Pero en mis sentimientos… en mis sentimientos pienso a veces que estoy a un solo paso de llegar. Pero nunca llegaré. En mi viaje, ni siquiera encuen­tro los sitios que conocía. Nada es ya lo mismo.

Don Juan y don Genaro se miraron. Había algo muy triste en sus ojos.

—En mi viaje a Ixtlán sólo encuentro viajeros fantasmas —dijo suavemente don Genaro.

No entendí a qué se refería. Miré a don Juan.

—Todos aquellos con los que Genaro se encuentra en su camino a Ixtlán son nada más seres efímeros —explicó don Juan—. Tú, por ejemplo. Eres un fantasma. Tus sentimientos y tu ansiedad son los de la gente. Por eso dice que sólo se encuentra viajeros fantasmas en su viaje a Ixtlán.

De pronto me di cuenta de que el viaje de don Genaro era una metáfora.

—Entonces, su viaje a Ixtlán no es real —dije.

—¡Es real! —repuso don Genaro—. Los viajeros no son reales.

Señaló a don Juan con un movimiento de cabeza y dijo enfáticamente:

—Éste es el único que es real. El mundo es real sólo cuando estoy con éste.

Don Juan sonrió.

—Genaro te contaba su historia —dijo— porque ayer
paraste el mundo
, y él piensa que también
viste
, pero eres tan tonto que tú mismo no lo sabes. Yo le digo que eres un ser muy raro, y que tarde o tempra­no
verás
. De cualquier modo, en tu próximo encuen­tro con el aliado, si acaso llega, tendrás que luchar con él y domarlo. Si sobrevives al choque, de lo cual estoy seguro, pues eres fuerte y has estado viviendo como guerrero, te encontrarás vivo en una tierra des­conocida. Entonces, como es natural para todos no­sotros, lo primero que querrás hacer es volver a Los Ángeles. Pero no hay modo de volver a Los Ángeles. Lo que dejaste allí está perdido para siempre. Para entonces, claro, serás brujo, pero eso no ayuda; en un momento así, lo importante para todos nosotros es el hecho de que todo cuanto amamos, odiamos, o desea­mos ha quedado atrás. Pero los sentimientos del hombre no mueren ni cambian, y el brujo inicia su camino a casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que, ningún poder sobre la tierra, así sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba. Eso es lo que Genaro te dijo.

La explicación de don Juan fue como un cataliza­dor; el pleno impacto de la historia de don Genaro me golpeó súbitamente cuando empecé a relacionar el relato con mi propia vida.

—¿Y las personas que yo quiero? —pregunté a don Juan—. ¿Qué les va a pasar?

—Todas se quedarán atrás —dijo.

—¿Pero no hay manera de recuperarlas? ¿Podría yo rescatarlas y llevarlas conmigo?

—No. Tu aliado te llevará, a ti solo, a mundos desconocidos.

—Pero yo podré volver a Los Ángeles, ¿no? Podría tomar el autobús o un avión e ir allí. Los Ángeles seguirá allí, ¿no?

—Seguro —dijo don Juan, riendo—. Y también Manteca y Temecula y Tucson.

—Y Tecate —añadió don Genaro con gran se­riedad.

—Y Piedras Negras y Tranquitas —dijo don Juan, sonriendo.

Don Genaro agregó más nombres y lo mismo hizo don Juan; ambos se dedicaron a enumerar una serie de hilarantes e increíbles nombres de ciudades y pueblos.

—Dar vueltas con tu aliado cambiará tu idea del mundo —dijo don Juan—. Esa idea es todo, y cuan­do cambia, el mundo mismo cambia.

Me recordó que una vez le había leído un poema y quiso que se lo recitara. Citó unas cuantas palabras y me acordé de haberle leído unos poemas de Juan Ramón Jiménez. El que tenía en mente se titulaba «El viaje definitivo». Lo recité:

…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostálgico…

—Ése es el sentimiento de que habla Genaro —dijo don Juan—. Para ser brujo, hay que ser apasionado. Un hombre apasionado tiene posesiones en la tierra y cosas que le son queridas, aunque sea nada más que el camino por donde anda.

—Lo que Genaro te dijo en su historia es precisa­mente eso. Genaro dejó su pasión en Ixtlán: su casa, su gente, todas las cosas que le importaban. Y ahora vaga al acaso por aquí y allá cargado de sus senti­mientos; y a veces, como dice, está a punto de llegar a Ixtlán. Todos nosotros tenemos eso en común. Pa­ra Genaro es Ixtlán; para ti será Los Ángeles; para mi…

No quise que don Juan me hablara de sí mismo. Hizo una pausa como si hubiera leído mi pensa­miento.

Genaro suspiró y parafraseó los primeros versos del poema.

—Me fui. Y se quedaron los pájaros, cantando.

Durante un instante sentí que una oleada de zozo­bra y soledad indescriptible nos envolvía a los tres. Miré a don Genaro y supe que, siendo un hombre apasionado, debió haber tenido tantos lazos del cora­zón, tantas cosas que le importaban y que sin em­bargo dejó atrás. Tuve la clara sensación de que en ese momento la fuerza de su recuerdo iba a preci­pitarse en talud, y que don Genaro estaba al filo del llanto.

Aparté con premura los ojos. La pasión de don Genaro, su soledad suprema, me hacían llorar.

Miré a don Juan. Él me observaba.

—Sólo como guerrero se puede sobrevivir en el ca­mino del conocimiento —dijo—. Porque el arte del guerrero es equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre.

Contemplé a los dos, uno por uno. Sus ojos eran claros y apacibles. Habían invocado una oleada de nostalgia avasalladora y, cuando parecían a punto de estallar en apasionadas lágrimas, contuvieron la ma­rea. Creo que, por un instante, vi. Vi la soledad humana como una ola gigantesca congelada frente a mí, detenida por el muro invisible de una metáfora.

Mi tristeza era tanta que me sentí eufórico. Abracé a los dos.

Don Genaro sonrió y se puso en pie. Don Juan también se levantó, y colocó suavemente la mano en mi hombro.

—Vamos a dejarte aquí —dijo—. Haz lo que te parezca correcto. El aliado te estará esperando al borde de aquel llano.

Señaló un valle oscuro en la distancia.

—Si todavía no sientes que sea tu hora, no vayas a la cita —prosiguió—. Nada se gana forzando las cosas. Si quieres sobrevivir, debes ser claro como el cristal y estar mortalmente seguro de ti mismo.

Don Juan se alejó sin mirarme, pero don Genaro se volvió un par de veces y, con un guiño y un movi­miento de cabeza, me instó a avanzar. Los miré hasta que desaparecieron en la distancia y luego fui a mi coche y me marché. Sabía que aún no había llegado mi hora.

CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.

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