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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (24 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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Dado que los estatutos por los que se regía la Liga y que le otorgaban el control de los apartamentos que administraba debían ser refrendados cada tres años, Brunetti calculó que el proceso debía repetirse el año en curso. Volvió atrás y leyó los dos primeros informes de las comisiones consultivas. Miró las firmas: el
avvocato
Giancarlo Santomauro figuraba en ambas y había firmado los informes, el último en calidad de presidente —cargo totalmente honorario— de la Lega della Moralità.

Acompañaba al informe una lista de las direcciones de los ciento sesenta y dos apartamentos actualmente administrados por la Liga, con indicación de superficie y número de habitaciones de cada uno. Brunetti acercó el papel que le había dejado Canale y buscó las direcciones. Las cuatro estaban en las listas. Brunetti se preciaba de ser hombre de miras amplias y estar relativamente exento de prejuicios, a pesar de lo cual no creía que se pudiera considerar a cinco travestis que se prostituían como personas de «los más altos principios morales» ni aunque habitaran apartamentos que se adjudicaban con la finalidad de ayudar a los inquilinos a «dedicar sus pensamientos y afanes a la vida espiritual».

De la lista de direcciones volvió a pasar al informe. Tal como sospechaba, todos los arrendatarios de los apartamentos de la Liga debían pagar el alquiler, que era puramente nominal, a una cuenta de la oficina en Venecia de la Banca di Verona, la cual gestionaba también los donativos que la Liga destinaba a «ayudas a viudas y huérfanos», y que se hacían con los fondos de los mínimos alquileres recaudados. Hasta Brunetti se sorprendió de que se permitieran una fórmula de una retórica tan rancia como «ayudas a viudas y huérfanos», y descubrió que esta modalidad concreta de beneficencia no se había practicado hasta que el
avvocato
Santomauro fue nombrado presidente. Casi parecía que, al haber alcanzado esta posición, se sintiera facultado para actuar con entera libertad.

Al llegar a este punto, Brunetti interrumpió la lectura, se levantó y se acercó a la ventana del despacho. Hacía ya un par de meses que habían quitado los andamios de la fachada de ladrillo de San Lorenzo, pero la iglesia permanecía cerrada. Mientras la contemplaba, se dijo que él estaba cometiendo el mismo error contra el que prevenía a otros policías: daba por descontada la culpabilidad de un sospechoso antes de tener ni la más pequeña prueba que lo asociara al crimen. Pero, del mismo modo que sabía que él no volvería a ver abierta aquella iglesia, estaba seguro de que Santomauro era responsable de los asesinatos de Mascari y de Crespo y de la muerte de Maria Nardi. Él y, probablemente, Ravanello. Ciento sesenta y dos apartamentos. ¿Cuántos de ellos podían haberse alquilado a personas como Canale, dispuestas a pagar el alquiler en efectivo y sin hacer preguntas? ¿La mitad? Aunque sólo fuera una tercera parte, ello les reportaría más de setenta millones de liras al mes, casi mil millones al año. Pensó en las viudas y huérfanos y se preguntó si Santomauro no habría llegado hasta el extremo de incluirlos también a ellos en el plan, y los mínimos alquileres que entraban en las arcas de la Liga se volatilizaban, distribuidos entre viudas y huérfanos imaginarios.

Volvió a la mesa y hojeó el informe hasta que encontró la referencia a los pagos efectuados a las personas consideradas dignas de la ayuda de la Liga. En efecto, los pagos se hacían a través de la Banca di Verona. Se quedó de pie, con las manos apoyadas en la mesa y la cabeza inclinada sobre los papeles, y se dijo que una cosa es la certeza y otra, pruebas. Pero tenía la certeza.

Ravanello había prometido enviarle copia de las cuentas que Mascari gestionaba en el banco, seguramente extractos de las inversiones que supervisaba y de los préstamos que aprobaba. Desde luego, si Ravanello no tenía inconveniente en proporcionarle estos datos, lo que Brunetti buscaba no estaría reflejado en ellos. Para tener acceso a los archivos completos del banco y de la Liga, Brunetti necesitaría una orden judicial, y ésta sólo podría conseguirla una autoridad superior.

A través de la puerta sonó el «
Avanti
» de Patta, y Brunetti entró en el despacho de su superior. Patta levantó la mirada y, al ver quién era, volvió a bajarla a los papeles que tenía delante. Brunetti observó con sorpresa que Patta parecía estar leyéndolos, en lugar de utilizarlos como pretexto para simular que trabajaba.


Buon giorno
,
vicequestore
—dijo Brunetti al acercarse a la mesa.

Patta volvió a levantar la mirada y señaló la silla situada frente a él. Cuando Brunetti se hubo sentado, Patta preguntó señalando con el índice los papeles que tenía ante sí:

—¿Esto debo agradecérselo a usted?

Brunetti no tenía ni idea de lo que contenían aquellos papeles, y no quería comprometerse con una afirmación antes de analizar el tono del
vicequestore
. Normalmente, el sarcasmo de Patta era grueso, y ahora no había en su voz ni asomo de él. Pero, por otra parte, Brunetti no había tenido ocasión de familiarizarse con la gratitud de Patta, es más, sólo podía especular acerca de ella como el teólogo, acerca de la existencia de los ángeles de la guarda, por lo que no estaba seguro de que el tono de Patta estuviera impregnado de este sentimiento.

—¿Se trata de la información que le ha dado la
signorina
Elettra? —se aventuró Brunetti, tratando de ganar tiempo.

—Sí —dijo Patta acariciándolos como se acaricia la cabeza de un perro querido.

Esto fue suficiente para Brunetti.

—La
signorina
Elettra ha hecho todo el trabajo, yo sólo le indiqué un par de sitios en los que podía mirar —dijo bajando los ojos con falsa modestia, para dar a entender que no osaría esperar elogios por hacer algo tan natural como ser útil al
vicequestore
Patta.

—Lo arrestarán esta noche —dijo Patta con regodeo.

—¿Quiénes lo arrestarán?

—Los de Delitos Monetarios. Mintió en su solicitud de la ciudadanía monegasca y, por lo tanto, no es válida. Ello quiere decir que sigue siendo súbdito italiano y hace siete años que no paga impuestos. Lo crucificarán. Lo colgarán cabeza abajo.

Al pensar en las evasiones de impuestos que habían perpetrado impunemente ex ministros y actuales ministros del gobierno, Brunetti dudó que los sueños de Patta pudieran hacerse realidad, pero no le pareció oportuno manifestarlo. No sabía cómo hacer la pregunta inmediata, y la formuló con toda la delicadeza de que era capaz:

—¿Estará solo cuando lo arresten?

—Eso es lo malo —dijo Patta mirándolo fijamente—. El arresto es secreto. Irán a las ocho de la noche. Si yo lo sé es porque me ha avisado un amigo que tengo en Delitos Monetarios. —La preocupación ensombreció el semblante de Patta—. Si la llamo, ella se lo dirá y él huirá de Milán. Pero, si no digo nada, estará allí cuando lo arresten.

Y entonces, no hacía falta que lo dijera, no habría manera de evitar que su nombre apareciera en los periódicos. Y el de Patta. Brunetti observaba la cara de Patta, fascinado por las emociones que reflejaba, la pugna entre el deseo de venganza y el amor propio.

Tal como esperaba Brunetti, ganó el amor propio.

—No se me ocurre la manera de hacerla salir de allí sin advertirle a él.

—Quizá, eso siempre que a usted le parezca bien, quizá su abogado podría llamarla por teléfono para pedirle que fuera a verle a su despacho de Milán. Esto la obligaría a salir de… de donde ahora se encuentra antes de que llegara la policía.

—¿Por qué había de querer verla mi abogado?

—Quizá podría decirle que está usted dispuesto a discutir las condiciones. Eso bastaría para que no la encontraran allí.

—Ella detesta a mi abogado.

—¿Estaría dispuesta a hablar con usted, señor? ¿Si le dijera que va a Milán para tener una entrevista?

—Ella… —empezó a decir Patta, pero entonces echó el sillón hacia atrás y se levantó dejando la frase sin terminar. Se acercó a la ventana e inspeccionó a su vez, en silencio, la fachada de San Lorenzo.

Estuvo un minuto entero sin decir nada, y Brunetti adivinó el peligro del momento. Si ahora Patta se volvía y, cediendo a la emoción, confesaba que quería a su mujer y que deseaba que volviera, nunca le perdonaría que hubiera sido testigo de su debilidad y sería implacable en su venganza.

Con voz serena y firme, como si ya hubiera dejado de pensar en Patta y sus problemas personales, Brunetti dijo:

—Yo he bajado para hablarle del caso Mascari. Debo informarle de varias cosas.

Patta levantó y bajó los hombros con un profundo suspiro, giró sobre sí mismo y volvió a la mesa.

—¿Qué ha sucedido?

Rápidamente, con voz desapasionada, interesado sólo en este asunto, Brunetti le habló del dossier de la Liga, de los apartamentos que administraba, uno de los cuales había habitado Crespo y de las sumas que mensualmente se distribuían entre los necesitados.

—¿Millón y medio al mes? —dijo Patta cuando Brunetti acabó de relatarle la visita de Canale—. ¿Qué alquiler percibe la Liga teóricamente?

—Por el apartamento de Canale, ciento diez mil liras al mes. Y ninguno de los que están en la lista paga más de doscientas mil. Es decir, según los libros de la Liga, no se cobra más por ninguno de los apartamentos.

—¿Cómo son esos apartamentos?

—El de Crespo tiene cuatro habitaciones y el edificio es moderno. Es el único que he visto, pero, por las direcciones que figuran en la lista, por lo menos las de Venecia y por el número de habitaciones, yo diría que muchos han de ser apartamentos muy apetecibles.

—¿Tiene idea de cuántos son como el de Canale y cuántos inquilinos pagan el alquiler en efectivo?

—No, señor. Ahora necesito hablar con la gente que vive allí, para averiguar a cuántos afecta este asunto. Tengo que ver las cuentas de la Liga en el banco. Y necesito la lista de las viudas y huérfanos que supuestamente reciben dinero todos los meses.

—Eso significa una orden judicial, ¿eh? —dijo Patta, en un tono que recuperaba su innata cautela.

No había inconveniente en proceder contra personas como Canale o Crespo, y a nadie importaba cómo se hiciera. Pero un banco… un banco era muy distinto.

—Supongo que allí encontraremos el enlace con Santomauro y que la investigación de la muerte de Mascari nos conducirá a él.

Cabía en lo posible que Patta quisiera desahogarse con Santomauro, cuya esposa no había dado motivo de escándalo.

—Es posible —dijo Patta, titubeando.

A la primera señal de debilidad de un argumento verdadero, Brunetti no vacilaba en recurrir a uno falso.

—Quizá las cuentas del banco estén en regla y el banco no tenga nada que ver con el caso, quizá todo sea un chanchullo de Santomauro. Una vez descartemos la posibilidad de irregularidades en el banco podremos actuar contra Santomauro con libertad.

Patta no necesitaba más para dejarse convencer.

—Está bien. Pediré al juez de instrucción una orden para examinar las cuentas del banco.

—Y la documentación de la Liga —aventuró Brunetti, que iba a mencionar otra vez a Santomauro pero, después de pensarlo, desistió.

—De acuerdo —accedió Patta, pero con una voz que dejaba bien claro que Brunetti no iba a conseguir más.

—Muchas gracias, señor —dijo Brunetti poniéndose en pie—. Pondremos manos a la obra inmediatamente. Enviaré a los hombres a hablar con la gente de la lista.

—Está bien —dijo Patta, que, perdido ya todo interés en el asunto, se inclinó otra vez sobre los papeles que tenía encima de la mesa, los alisó con ademán afectuoso y, levantando la mirada, pareció sorprenderse de ver allí a Brunetti—. ¿Algo más, comisario?

—No, señor, nada más —dijo Brunetti. Cuando cerraba la puerta, vio a Patta alargar la mano hacia el teléfono.

Al llegar a su despacho, llamó a Bolzano y preguntó por la
signora
Brunetti.

Después de varios chasquidos y silencios, le llegó la voz de Paola.


Ciao
,
Guido. Come stai
? Te llamé a casa el lunes por la noche. ¿Por qué no has llamado antes?

—Mucho trabajo, Paola. ¿Has leído los periódicos?

—Guido, ya sabes que estoy de vacaciones. He leído al maestro.
La fuente sagrada
es una maravilla. No pasa nada, absolutamente nada.

—Paola, no he llamado para hablar de Henry James.

Ella había oído antes palabras como éstas, pero nunca en este tono.

—¿Qué te pasa, Guido?

Él recordó que su mujer nunca leía los periódicos cuando estaba de vacaciones, y le pesó no haberse esforzado más por llamarla antes.

—Hemos tenido contratiempos —dijo, procurando restar importancia a sus palabras.

Ella, inquieta, preguntó rápidamente:

—¿Qué contratiempos?

—Un accidente.

Con voz más suave, ella dijo:

—Cuenta, Guido.

—Cuando volvíamos de Mestre, alguien trató de tirarnos del puente.

—¿Tiraros?

—Vianello estaba conmigo. —Hizo una pausa y agregó—: Y Maria Nardi.

—¿La chica de Canareggio? ¿La nueva?

—Sí.

—¿Qué pasó?

—Nos embistieron con su coche y chocamos contra la barandilla de protección. Ella no se había puesto el cinturón de seguridad, fue proyectada contra la puerta y se desnucó.

—Pobre muchacha —murmuró Paola—. ¿Tú estás bien, Guido?

—Magullado, lo mismo que Vianello, pero estamos bien. —Buscó un tono más ligero—: Ningún hueso roto.

—No me refiero a los huesos —dijo sin levantar la voz, pero hablando con rapidez, por impaciencia o por inquietud—. Te pregunto si estás bien tú.

—Creo que sí. Pero Vianello se siente culpable. Conducía él.

—Sí; muy propio de él sentirse culpable. Tenlo ocupado, Guido. —Una pausa y añadió—: ¿Quieres que regrese?

—No, Paola, si casi acabáis de llegar. Sólo quería que supieras que estoy bien. Por si lo leías en el periódico. O por si alguien te preguntaba.

Se oía hablar a sí mismo, se oía tratar de culparla a ella por no haberle llamado, por no leer los periódicos.

—¿Se lo digo a los niños?

—Quizá sea preferible que se lo digas a que lo lean o lo oigan comentar. Pero procura quitarle importancia, si es posible.

—Lo intentaré, Guido. ¿Cuándo es el funeral?

Momentáneamente, no supo a qué funeral se refería, si al de Mascari, al de Crespo o al de María Nardi. No; sólo podía ser el de la muchacha.

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